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La visión maya de los orígenes

La visión maya de los orígenes fifu

Mercedes de la Garza, reconocida investigadora de la UNAM, recrea una escena en la que, sentado en un adoratorio, un supremo sacerdote maya explica a sus colegas más jóvenes la creación del universo por parte de los dioses.

En la gran ciudad de Gumarcaah, fundada por la quinta generación de gobernantes quichés, el Ah-Gucumatz, sacerdote del dios “Serpiente Quetzal” tomó el libro sagrado de su recinto en el templo y se dirigió a la plaza, donde estaban reunidas las principales familias de la comunidad, para leerles las historias del origen, para enseñarles cómo había sido el principio de todo. Ellos debían saber y asimilar, en lo profundo de su espíritu, que aquello que los dioses habían decidido al inicio de los tiempos era la norma de su vida, era el camino que todos los seres humanos debían seguir.

Sentado en un adoratorio en medio de la plaza, el sacerdote dijo: “Este es el principio de las antiguas historias de la nación quiché, la narración de lo que estaba oculto, el relato de la Abuela y el Abuelo, lo que contaban en el principio de la vida”. Este es el sagrado Popol Vuh, “Libro de la comunidad”, que narra cómo se formaron el cielo y la tierra por obra del Creador y el Formador, la Madre y el Padre de la vida, el que da la respiración y el pensamiento, el que da a luz a los hijos, el que vela por la felicidad del linaje humano, el sabio, el que medita en la bondad de todo lo que existe en el cielo, en la tierra, en los lagos y en el mar”.

Luego desplegó el libro, doblado en forma de biombo, y empezó a leer: “Todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo… No había todavía un hombre ni un animal, pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras, cuevas, barrancas, hierbas ni bosques: sólo el cielo existía. No se manifestaba la faz de la tierra. Sólo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión… Solamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad, en la noche. Sólo el Creador, el Formador, Tepeu Gucumatz, los Progenitores, estaban en el agua rodeados de claridad. Estaban ocultos bajo plumas verdes y azules, por eso se les llama Gucumatz (Serpiente-Quetzal). De esta manera existía el cielo y también el Corazón del Cielo, que éste es el nombre de Dios”.

Otros sacerdotes encendieron el copal en los incensarios, colocaron flores y hierbas aromáticas, y prepararon los objetos rituales para el sacrificio, pues la narración de los orígenes ahí, en ese sitio sagrado, que representaba el centro del mundo, propiciaría la renovación de la vida; el acto sagrado de la creación se repetiría y todos los participantes se ubicarían en el mundo como si acabaran de nacer, purificados y bendecidos por los dioses. Los sacerdotes y las ancianas se sentaron a orar en silencio alrededor del Ah-Gucumatz, mientras éste continuaba con la lectura del libro.

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Las palabras del sumo sacerdote explicaron cómo el consejo de dioses decidió que cuando el mundo estuviera formado y saliera el Sol, debía aparecer el hombre, y relataron cómo al elevarse la palabra de los dioses, por prodigio, por arte mágica, la tierra emergió del agua: “Tierra, dijeron, y al instante fue hecha “. Enseguida se levantaron las montañas y los árboles, se formaron los lagos y los ríos. y el mundo se pobló de animales, entre los que estaban los guardianes de las montañas. Aparecieron los pájaros, los venados, los jaguares, los pumas, las serpientes, y se les repartieron sus moradas. Se alegraron el Corazón del Cielo y el Corazón de la Tierra, los dioses que fecundaron el mundo cuando el cielo estaba en suspenso y la tierra sumergida en el agua.

Los dioses dieron voz a los animales y les preguntaron qué sabían acerca de los Creadores y acerca de sí mismos; les pidieron reconocimiento y veneración. Pero los animales sólo cacareaban, rugían y graznaban; no pudieron hablar y por ello fueron condenados a ser matados y comidos. Entonces los Creadores dijeron: “Probemos ahora hacer unos seres obedientes, respetuosos, que nos sustenten y alimenten, que nos veneren “: y formaron un hombre de lodo. El Ah-Gucumatz explicó: “Pero vieron que no estaba bien, porque se deshacía, estaba blando, no tenía movimiento, no tenía fuerza, se caía, estaba aguado, no movía la cabeza, la cara se le iba para un lado, tenía velada la vista. Al principio hablaba, pero no tenía entendimiento. Rápidamente se humedeció dentro del agua y no se pudo sostener”.

La gente de Gumarcaah, respetuosamente sentada alrededor del grupo de sacerdotes, escuchaba con fascinación el relato del Ah-Gucumatz, cuya portentosa voz resonaba en la plaza, como si fuera la voz lejana de los dioses creadores cuando formaron el universo. Revivía, emocionada, los momentos vibrantes de los orígenes, asumiéndose como los hijos verdaderos del Creador y el Formador, la Madre y el Padre de todo cuanto existe.

Unos jóvenes, residentes de la casa donde los muchachos, a partir de su rito de pubertad celebrado a los trece años, aprendían el oficio sacerdotal, acercaron unos cuencos de agua pura de la fuente para aclarar la garganta del sagrado narrador. Éste continuó:

“Entonces los dioses consultaron a los adivinos Ixpiyacoc e Ixmucané, la Abuela del Día, la Abuela del Alba: -Hay que encontrar los medios para que el hombre que formemos , nos sostenga y alimente, nos invoque y se acuerde de nosotros-. y los adivinos echaron suertes con granos de maíz y de colorín, y dijeron a los dioses que hicieran hombres de madera. Al instante aparecieron los hombres de madera, que se parecían al hombre, hablaban como el hombre y se reprodujeron, poblando la superficie de la tierra; pero no tenían espíritu, ni entendimiento, no se acordaban de sus creadores, caminaban sin rombo y andaban a gatas. No tenían sangre ni humedad ni gordura; estaban secos. No se acordaban del Corazón del Ciclo y por eso cayeron en desgracia. Fue sólo un intento de hacer hombres, dijo el sacerdote.

Entonces el Corazón del Cielo produjo una gran inundación que destruyó a los muñecos de palo. Una resina abundante cayó del cielo y los hombres fueron atacados por extraños animales, y se voltearon contra ellos sus perros, las piedras, los palos, sus tinajas, sus comales, por el uso que les habían dado, como castigo por no reconocer a los creadores. Los perros les dijeron:” “¿Por qué no nos daban de comer? Apenas estábamos mirando y ya nos arrojaban de su lado y nos echaban fuera. Siempre tenían un palo listo para pegamos mientras comían… nosotros no podíamos hablar… Ahora nosotros los destruiremos a ustedes”. Y dicen, concluyó el sacerdote, que la descendencia de aquellos hombres son los monos que existen a hora en los bosques; éstos son la muestra de aquéllos, porque sólo de palo fue hecha su carne por el Creador y el Formador.

Narrando la historia del fin del segundo mundo, el de los hombres de madera del Popol Vuh, otro maya de regiones muy lejanas a la antigua Gumarcaah, un sacerdote de Chumayel, en la península de Yucatán, asentó por escrito cómo acabó la segunda época y cómo se estructuró el siguiente universo, el que albergaría a los hombres verdaderos:

“Y entonces, en un solo golpe de agua, llegaron las aguas. Y cuando fue robada la Gran Serpiente (principio vital sagrado del cielo) , se desplomó el firmamento y hundió la tierra. Entonces… los Cuatro Bacab (dioses sostenedores del cielo) lo nivelaron todo. En el momento en que acabó la nivelación, se afirmaron en sus lugares para ordenar a los hombres amarillos… Y se levantó la Gran Madre Ceiba, en medio del recuerdo de la destrucción de la tierra. Se asentó derecha y alzó su copa, pidiendo hojas eternas. y con sus ramas y sus raíces llamaba a su Señor”. Luego se irguieron las cuatro ceibas que sostendrían el cielo en los cuatro rumbos del universo: la negra, al occidente; la blanca al norte; la roja al oriente y la amarilla al sur. El mundo, así, es un calidoscopio colorido en eterno movimiento.

Los cuatro rumbos del universo son determinados por el movimiento diario y anual del Sol (equinoccios y solsticios); estos cuatro sectores abarcan los tres planos verticales del cosmos: cielo, tierra e inframundo. El cielo fue pensado como una gran pirámide de trece estratos, en cuya cima habita el dios supremo, Itzamná Kinich Ahau, “Señor dragón del ojo solar”,identificado con el Sol en el cenit. El inframundo se imaginó como una pirámide invertida de nueve estratos; en el más bajo, llamado Xibalbá, reside el dios de la muerte, Ah Puch, “El Descamado”, o Kisín, “El Flatulento”, identificado con el Sol en el nadir o el Sol muerto, Entre las dos pirámides está la tierra, concebida como una plancha cuadrangular, residencia del hombre, donde se resuelve en armonía la oposición de los dos grandes contrarios divinos. El centro del universo es, por tanto, el centro de la tierra, donde habita el hombre. Pero ¿cuál es el hombre verdadero, aquel que reconocerá, venerará y alimentará a los dioses; aquel que será, por ello, el motor del universo?

Volvamos a Gumarcaah y escuchemos la continuación del relato sagrado del Ah-Gucumatz:

Después de la destrucción del mundo de los hombres de madera, dijeron los Creadores: “Ha llegado el tiempo del amanecer, de que se termine la obra y que aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir, los hijos esclarecidos, los vasallos civilizados; que aparezca el hombre, la humanidad, sobre la superficie de la tierra “. Y después de reflexionar y discutir, descubrieron la materia de la que se debía hacer al hombre: el maíz. Varios animales ayudaron a los dioses trayendo las mazorcas de la tierra de la abundancia, Paxil y Cayalá; estos animales fueron Yac, el gato montés; Utiú, el coyote; Quel, la cotorra, y Hoh, el cuervo.

La Abuela Ixmucané preparó nueve bebidas con el maíz molido, para ayudar a los dioses a formar al hombre: “De maíz amarillo, de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas del hombre. Únicamente masa de maíz entró en la carne de nuestros padres, los cuatro hombres que fueron formados”.

Esos hombres, dijo el Ah-Gucumatz, fueron nombrados Balam-Quitzé (Jaguar-Quiché), Balam-Acab (jaguar-Noche), Mahucutah (Nada) e Iqui Balam (Viento-jaguar). “y como tenían apariencia de hombres, hombres fueron; hablaron, conversaron, vieron, oyeron, anduvieron, agarraban las cosas; eran hombres buenos y hermosos y su figura era figura de varón “.

Además fueron dotados de inteligencia y de una vista perfecta, lo que revela una sabiduría infinita. Por ello, al instante reconocieron y veneraron a los Creadores. Pero éstos se dieron cuenta de que si los hombres eran perfectos no reconocerían ni adorarían a los dioses, se igualarían a ellos y ya no se propagarían. Y entonces, dijo el sacerdote, “El Corazón del Cielo les echó un vaho sobre los ojos, los cuales se empañaron como cuando se sopla sobre la luna de un espejo. Sus ojos se velaron y sólo pudieron ver lo que está cerca, sólo esto era claro para ellos”.

Reducidos así los varones a su verdadera dimensión, la dimensión humana, fueron creadas sus esposas. “Ellos engendraron a los hombres, a Ias tribus pequeñas y a las tribus grandes, y fueron el origen de nosotros, la: gente del Quiché”.

Las tribus se multiplicaron y en la oscuridad se dirigieron hacia Tulán, donde recibieron las imágenes de sus dioses. Uno de ellos, Tohil, les dio el fuego y les enseñó a realizar sacrificios para sustentar a los dioses. Luego, vestidos con pieles de animales y llevando a cuestas a sus dioses, fueron a esperar la salida del nuevo Sol, el amanecer del mundo actual, en lo alto de una montaña. Primero apareció Nobok Ek, la gran estrella de la mañana, anunciando la llegada del Sol. Los hombres prendieron incienso y presentaron las ofrendas. Y en seguida salió el Sol, seguido por la Luna y las estrellas. “Alegráronse los animales chicos y grandes -dijo el Ah-Gucumatz- y se levantaron en las vegas de los ríos, en las barrancas y en la cima de las montañas; todos dirigieron la vista allá donde sale el Sol. Luego rugieron el león y el tigre… y extendieron sus alas el águila, el zopilote rey, las aves pequeñas y las aves grandes. En seguida se secó la superficie de la tierra a causa del Sol”. Así terminó el relato del sumo sacerdote.

E imitando a aquellas tribus primigenias, todos los pobladores de Gumarcaah elevaron un canto de alabanza al Sol y a los dioses Creadores, y también a aquellos primeros ancestros que trasmutados en seres divinos los protegían desde la región celeste. Se ofrendaron flores, frutos y animales, y el sacerdote sacrificador, el Ah Nacom, inmoló a una víctima humana en lo alto de la pirámide para cumplir con el antiguo pacto: alimentar a los dioses con la propia sangre para que continuaran dando vida al universo. 

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