Alberto Hans, un lugarteniente del imperio. - México Desconocido
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Alberto Hans, un lugarteniente del imperio.

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Alberto Hans, francés, escribió un libro cuyo título es descriptivo: Queréretaro. Memorias de un oficial del emperador Maximiliano.

Hans fue subteniente de la artillería imperial mexicana. Vivió en Morelia donde dirigió el periódico La Época. Durante el sitio de Querétaro fue condecorado por Maximiliano con la Cruz de Guadalupe y a la caída de la ciudad permaneció seis meses preso.

Hans dedicó estas Memorias a la emperatriz Carlota y muy pronto se conocieron en castellano, pues en 1869 Lorenzo Elízaga las tradujo del francés. En la dedicatoria, el autor expone sus negros vaticinios: “Cuando las olas invasoras de los norteamericanos inunden a las naciones hispanoamericanas, la historia emitirá un juicio glorioso acerca de vuestro ilustre esposo.”

Desde luego, Alberto Hans nos presenta una buena imagen de Maximiliano: “Se le llevó su magnífico caballo, pero, rasgo que caracteriza perfectamente al Emperador, rehusó montarle porque a su lado su jefe de estado mayor, el viejo general Castillo, y el príncipe de Salm, iban a pie…. El Emperador había establecido su cuartel general en el Cerro de las Campanas y dormía en el suelo, envuelto como todos en su sarape nacional de colores jaspeados.”

Deberíamos conservar algún retrato de Maximiliano con sombrero de charro: “El Emperador, vestido con el traje de general de división, y llevando el sombrero nacional de fieltro blanco de alas anchas bordadas de oro y de plata, cuya forma es tan conocida, se paseaba en la plaza por donde pasaban silbando y rebotando los proyectiles lanzados por las baterías republicanas.”

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No obstante el aprecio que Hans sentía por el de Habsburgo, no reprime algunos comentarios claridosos: “El batallón del Emperador era muy superior a los demás y tenía excelentes oficiales. El emperador Maximiliano había reglamentado su uniforme. Este uniforme, cómodo en campaña, era de muy mal gusto: blusa encarnada, pantalón verde con franja encarnada, botines blancos y quepí. En campaña, los soldados no usaban zapatos, sino guaraches, especie de sandalias nacionales. Su introducción [de éste uniforme] había encontrado gran resistencia entre nosotros: el color de la blusa inspiraba una verdadera repulsión. El coronel Farquet decía que prefería vestir a sus expensas a todo su cuerpo a verle llevar la blusa roja.”

En otro momento reflexiona el autor: “Faltando el apoyo de la Francia, el Imperio no contaba para sostenerse más que con las tropas conservadoras, tan despreciadas desde fines de 1864 a pesar de su fidelidad y de sus triunfos. El emperador Maximiliano había cometido la imperdonable falta de descuidar la reorganización del ejército nacional, hacia el cual no podía disimular su desprecio; contaba demasiado, después de la partida de las tropas intervencionistas, con los austriacos y los belgas. Por desgracia, las legiones austriaca y belga, tropas menos que mediocres para sostener una campaña tan penosa como la de México y cuyo sostenimiento había costado, sin gran provecho, enormes sumas en los tiempos de prosperidad, se embarcaron también abandonando a su soberano luego que éste se vio imposibilitado de pagarles con regularidad.”

Y con relación a la derrota francesa del 5 de mayo de 1862, coincidimos con el punto de vista de Hans: “¿A quién se debe culpar de esta desgracia? A nadie, ni aun al general Lorencez que cumplió con su deber. El origen de esta desgracia está en nuestra imperdonable presunción, en nuestras medidas más que impolíticas. Los zuavos y los cazadores de a pie pagaron muy caro la presunción de jefes, valientes sin duda, pero ignorantes de las cosas del país en que operaban. El mundo se sorprendió de ver a los franceses fracasar en alguna parte. En los Estados Unidos y en ciertos otros países se creyó ver a la Francia humillada en su orgullo militar, y esto fue un motivo de júbilo. En Francia el estupor fue general. Efectivamente, no se hablan visto tropas nacionales realmente vencidas desde la batalla de Waterloo.”

Con la misma sinceridad, Hans reconoce los valores liberales: “La Intervención cometió una injusticia y una falta muy impolítica, criticando hasta el extremo la mala organización de las tropas improvisadas de Juárez, sin hacer justicia a su valor.”

Otros importantes aspectos de México los veía Hans con objetividad: “El cruzamiento de las dos razas, blanca e india, muy avanzado ya, ha producido una multitud de tipos difíciles de clasificar, pero generalmente muy bellos, sobre todo en las mujeres.”

Acerca de las altas clases sociales mexicanas el autor observa:

“El capitán primero era don Antonio Salgado, uno de los oficiales más distinguidos del ejército mexicano; pasaba por muy afrancesado; la disciplina y la organización del ejército francés hacían su dicha; la costumbre de hablar nuestro idioma había llegado a ser en el una verdadera necesidad; por otra parte, le poseía admirablemente y le hablaba con pureza extraordinaria…

”Haber estado en Francia en calidad de prisionero de guerra era reputado como un favor del destino por la mayor parte de los oficiales [mexicanos]. No debe olvidarse que reinan en México nuestros libros, nuestras costumbres, nuestras modas y nuestro sistema de educación.”

Asombroso resultó para mí enterarme de la situación de algunos soldados franceses: “Pero a lo que parece, el mal era entonces epidémico, porque la deserción se extendía hasta las filas de los belgas, de los austriacos y de la Legión Extranjera francesa. Nuestros enemigos habían llegado a organizar, con los desertores de esos cuerpos, destacamentos particulares cuyos servicios no economizaban. Nuestro indomable adversario de Michoacán, Régules, tenía uno que intitulaba Legión extranjera.

”Un día que el general Méndez había logrado dar alcance a Régules, se mató a algunos de esos pobres diablos de desertores, que se batían como rabiosos, sabiendo bien que no había gracia para ellos. Se hicieron algunos prisioneros. Entre estos últimos se encontraban dos árabes, desertores del batallón de tiradores argelinos. Nuestros enemigos, que reprochaban a cada momento al Imperio que se sirviera de mercenarios extranjeros, tenían también en sus filas un gran número de auxiliares, que fuera de algunos hombres distinguidos y de mérito, … ningún honor les hacían. En su mayor parte eran antiguos desertores del ejército francés y de las legiones extranjeras, a quienes los republicanos trataban con muchos miramientos…”

Ya sabemos que nuestras admirables soldadoras no fueron un fenómeno de la Revolución Mexicana, sino anterior: “Toda esa gente, esa multitud de mujeres que siguen a los soldados mexicanos y les sirven, no solamente de esposas, sino también de cocineras, de lavanderas, etc., y que se llamansoldadorasen México yrabonasen el Perú, daban a la columna cl aspecto de una emigración, no diré de israelitas huyendo del ejército del Faraón, sino más bien de mormones yendo a establecerse a orillas del gran lago Salado.”

Posterior a la derrota imperialista en San jacinto, Hans describe el fusilamiento de más de 100 extranjeros mercenarios: “Los infortunados prisioneros estaban llenos de estupor o eran presa de las atroces angustias que preceden a esas muertes espantosas. Algunos, débiles de carácter, ofrecían servir a la República con la misma fidelidad que habían servido al Imperio si se les quería conceder la vida; otros se exaltaban o trataban de aturdirse cantando la Marsellesa.”

El sitio de Querétaro significó el final del Imperio y de la vida de Maximiliano. Su prolongación planteó problemas de abasto y de salud pública. “El techo del teatro [de la ciudad] fue arrancado, fundido y convertido en balas.

”Hacia el fin del sitio, las heridas se gangrenaban muy pronto. El aire viciado y el extremo calor hacían sus curaciones muy difíciles. El tifo llegó a aumentar el número de nuestros males. El hambre, sobre todo, llegó a ser intolerable. Mi asistente murió de tifo; todas las mañanas le enviaba a la ciudad con un poco de dinero, y solía encontrarme algunas mezquinas provisiones que eran esperadas con impaciencia hasta la noche; pero al fin yo comía casi regularmente, mientras muchos de mis camaradas no podían hacer otro tanto.”

Como cualquier fusilamiento, el de Maximiliano fue dramático: “Cuando el Emperador, Miramón y Mejía estuvieron colocados, el fiscal leyó en alta voz el artículo de la ley militar que condenaba a muerte a cualquiera que pidiese la vida de los reos. El Emperador, glorificando el valor del general Miramón, le cedió el puesto de honor; al general Mejía, cuya esposa, loca de dolor, corría por los alrededores con su hijo en los brazos, le dirigió palabras de consuelo; habló bondadosamente al oficial que mandaba el pelotón de ejecución, que le manifestaba cuánto sentía estar encargado de semejante servicio, dio a cada uno de los soldados que iban a hacer fuego sobre él una onza de oro, recomendándoles que no le tirasen a la cara…”

autor Conoce México, sus tradiciones y costumbres, pueblos mágicos, zonas arqueológicas, playas y hasta la comida mexicana.
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