Aquellos tiempos de Galeones
Durante la Colonia, enormes barcos surcaron mares mexicanos con cientos de productos que más tarde serían comercializados en la Nueva España. ¡Revive con nosotros aquellos tiempos de piratas, corsarios y bucaneros!
«…Os comunico que he sido nombrado por su Majestad el Rey como Visorey de la Nueva España con la inconveniencia de contar únicamente con seis meses para preparar mi salida… …El disponer como habrán de viajar mis corceles, los lebreles que siempre nos acompañan y mis aves de montería, así como el personal de mi servicio encargado de ellos, me obliga a organizar éstos asuntos con particular cuidado…»
La cita anterior, extractada de la correspondencia particular de don Francisco Fernández de la Cueva y Enríquez, duque de Albuquerque, XXII virrey de la Nueva España (1653-1660), nos permite suponer sin mayor esfuerzo el resto de los preparativos a los que obligaba un viaje que necesariamente había de efectuarse por mar. Mobiliario, vestuario y fortuna personal con la que se viajaba, así como la cuantiosa correspondencia oficial, tradicional de la burocracia española, pareciera en este caso ser de poca importancia al ilustre virrey, preocupado evidentemente por el traslado y bienestar de los halcones, perros y caballos de su propiedad.
Cargamentos espectaculares
En estas condiciones, los llamados Galeones de la Ruta Oceánica debían preparar los escasos camarotes, generalmente ubicados en la popa para transportar a los ilustres pasajeros. Se asegura que el menaje de casa y equipo de doña Juana Francisca Diez de Aux y Armendáriz, marquesa de Cadereyta y de su hija Rosalía, esposa e hija respectivamente del duque de Albuquerque, requirió de una recua de 120 mulas para ser trasladado de Veracruz a México, donde su entrada fue considerada, debido al voluminoso cargamento, como espectacular para la época.
Los viajes comunes
Si bien estos excesos sólo se daban ocasionalmente y es bastante probable que en estas circunstancias el galeón en turno estuviera prácticamente fletado para el traslado de este nivel político y social de pasajeros, los viajes comunes se caracterizaban por su incomodidad, sus precarias condiciones de higiene y su tradicional hacinamiento humano, aspectos que jamás fueron mostrados en su cruda realidad en aquellas producciones cinematográficas de los años cincuentas en que Errol Flyn y Maureen O’Hara interpretaban los papeles centrales en esas películas que giraban en torno al tema de «los corsarios». La realidad fue bastante diferente a lo que la Metro Goldwyn Mayer presentó entonces a los espectadores y es curioso que la impresión de aquellos navíos, impecablemente limpios y ordenados, mostrados así en la pantalla prevaleciera hasta nuestros días.
Supersticiones a bordo
Desde épocas muy antiguas, los gatos eran tenidos como «amuletos de buena suerte» para los marineros; en Japón se aseguraba que eran capaces de presentir cuando el tiempo iba a cambiar y que avisaban con asombrosa anticipación, por medio de especiales maullidos, si alguna tormenta se desataría en los siguientes días de travesía; en otros lugares se decía, en cambio, que eran capaces de conjurar los diversos peligros del mar y cuando se abrió la ruta del famoso Galeón de Manila se llevaba en aquellos barcos a varios de estos animales, pues era conseja general que su presencia bastaba para alejar al temido «alichán de los mares», aquel monstruo fantástico que atacaba los bajeles y devoraba a su tripulación dejando como prueba de su existencia los esqueletos de la marinería tendidos en las cubiertas de los barcos encontrados así, con su siniestra carga, flotando a la deriva, tal como sucedió con el Galeón San José en el año de 1657.
Cargamentos obligados
Lo cierto es que los gatos, imprescindibles viajeros, acompañaban siempre en su travesía a todo tipo de galeones con el objeto de controlar, hasta donde les era posible, las plagas de ratas y ratones que siempre proliferaban en las bodegas. Estas naves, sobre todo durante los primeros viajes, eran cargadas con los más inimaginables productos: cabras, borregos, asnos, mulas y caballos que así como los pollos y las gallinas constituían casi siempre cargamento obligado. Semillas de trigo y legumbres diversas no faltaban, así como ciertos muebles llegados a Sevilla desde diferentes puntos de Europa; tapices, cerámica, herramientas especializadas y arcones repletos de correspondencia oficial de la corona española eran carga segura, como también los toneles que contenían aceite, vino y el agua necesaria para el viaje, al igual que los bastimentos indispensables para la travesía. A esta variedad de productos se sumaban la pólvora y las balas de los cañones y sus similares, destinados no sólo a los fuertes militares de los dominios españoles, sino a los que eventualmente usaba la tripulación en arcabuses y pistolas, en caso de un asedio de la piratería.
En caso de hundimiento
Los galeones contaban con lanchas de remos para facilitar la evacuación de los viajeros en caso de hundimiento; sin embargo, regularmente éstas no eran suficientes para la numerosa tripulación que iba a bordo, integrada por oficiales y marinería cuyo número variaba en función del tamaño del navío, pasajeros con diversas categorías en algunos casos acompañados de mucho personal a su servicio y una cantidad indeterminada de esclavos enviados a las colonias con base en previos requerimientos, por cierto nunca satisfechos debido a las exorbitantes peticiones.
Los viajes interoceánicos eran anunciados por bando solemne con varios meses de anticipación y algunos documentos de la época han dejado constancia que el cupo se llenaba de tal manera que hubo quien debió esperar hasta tres salidas (lo que representaba aproximadamente año y medio) para emprender el aventurado viaje.
Riquezas transportadas
Si los cargamentos procedentes de Europa eran voluminosos y bastante diversificados, no fueron ni el pálido reflejo de aquéllos que llegaban de Oriente y retornaban a las Filipinas cargados de plata, cochinilla de grana y jabón.
Recordemos que el famoso parián de los sengleyes en Manila, que fue una especie de gigantesca central de abastos, concentraba en sus bodegas productos procedentes de Persia, India, Indochina, China y Japón destinados al poderoso virreinato de la Nueva España: especierías, perfumes, porcelanas, marfiles; bronces, muebles –entre los que destacaban los biombos–, seda, hilo de oro y de plata, textiles diversos, perlas y piedras preciosas a granel, piezas de jade y joyería fina. Objetos que en su conjunto requerían de un cuidadoso y voluminoso empaque en enormes cestos y cajas de bambú finamente tejido, por ello no sorprende que durante el siglo XVIII existieran galeones que surcaban el Océano Pacífico como el Rosario y el Santísima Trinidad que desplazaban un peso de 1700 y 2000 toneladas, respectivamente. También de allá venían esclavos y en esa condición llegó a México «Mirra», bautizada con el nombre de Catharina de San Juan, la famosa «China Poblana».
Los viajes de Acapulco a Manila debían realizarse entre los meses de marzo a junio, en tanto que la tornavuelta tenía lugar de julio a enero, ya que en su conjunto eran meses ideales para realizar la siempre peligrosa travesía. La bibliografía existente respecto a este tema es enorme, pero en su conjunto casi nada aporta sobre las condiciones mismas de las travesías que surcaban los dos grandes océanos. Cuando alguna epidemia se desataba a bordo, era consignada en los documentos de «arribo» debido a la cuarentena a la que era sometida toda la tripulación del navío infectado, pero lo sucedido a bordo, lo cotidiano en el acontecer de aquellos fascinantes viajes se perdió con el tiempo de los galeones.