Caminata por la Sierra de Agua Verde en Baja California Sur
Siguiendo el rastro de los exploradores y misioneros que hicieron las primeras rutas en territorio bajacaliforniano, la expedición de México desconocido partió en la misma dirección, primero a pie y después en bicicleta, para terminar navegando en kayak. De estas andanzas tenemos aquí la primera etapa.
Siguiendo el rastro de los exploradores y misioneros que hicieron las primeras rutas en territorio bajacaliforniano, la expedición de México desconocido partió en la misma dirección, primero a pie y después en bicicleta, para terminar navegando en kayak. De estas andanzas tenemos aquí la primera etapa.
Iniciamos esta aventura con el fin de seguir los pasos de aquellos antiguos exploradores de Baja California, aunque nosotros equipados con modernos implementos deportivos.
La inmensa cantidad de perlas en la bahía de La Paz fue irresistible para Hernán Cortés y sus marineros, quienes pisaron por vez primera el territorio bajacaliforniano el 3 de mayo en 1535. Fueron tres barcos con 500 personas aproximadamente los que llegaronpara quedarse ahí por dos años, hasta que los diferentes obstáculos, incluyendo la hostilidad de los pericúes y los guaycuras, los obligaron a abandonar el territorio. Más tarde, en 1596, Sebastián Vizcaíno navegó a lo largo de la costa oeste, y gracias a ello pudo elaborar el primer mapa de Baja California, el cual fue utilizado por los jesuitas durante doscientos años. Así, en 1683 el padre Kino fundó la misión de San Bruno, la primera de las veinte misiones a lo largo del territorio.
Por cuestiones históricas, de logística y climatológicas, decidimos hacer las primeras expediciones en la parte sur de la península. El viaje se hizo en tres etapas; la primera (que se narra en este artículo) se realizó a pie, la segunda en bicicleta de montaña y la tercera en kayak de mar.
Un conocedor de la región nos platicó acerca de la ruta a pie que los misioneros jesuitas seguían desde La Paz hasta Loreto, y con la idea de redescubrir el camino, empezamos a planear el viaje.
Con la ayuda de mapas antiguos y del INEGI, así como de textos jesuitas, dimos con la ranchería de Primera Agua, en donde se termina la brecha que viene de La Paz. En este punto comienza nuestra caminata.
Fue necesario hacer muchas llamadas a través de laestación de radio de La Paz para comunicamos con algún arriero de la región que pudiera conseguir burros y que conociera el camino. Los mensajes los hacíamos a las 16:00 horas, momento en que los pescadores de San Evaristo se comunican entre ellos para decir cuánto pescado tienen y saber si recogerán el producto ese día. Finalmente contactamos con Nicolás, que accedió a vemos por la tarde del día siguiente en Primera Agua. Patrocinados por el Centro Comercial Californiano conseguimos gran parte de la comida, y con la ayuda de Baja Expeditions de Tim Means, empacamos los alimentos en cajas de plástico para amarrarlas a los burros. Por fin se llegó el día de la salida, subimos las doce javas en la camioneta de Tim y tras recorrer cuatro horas de terracería polvorienta, golpeándonos la cabeza, llegamos a Primera Agua: algunas casas de palos con techos de cartón y un pequeño jardín era lo único que había, además de las cabras de los lugareños. “Vienen de Monterrey, Nuevo León, a comprarnos los animales”, nos comentaron. Las cabras son su único sustento económico.
Ya entrado el día comenzamos a recorrer la vereda de los misioneros jesuitas. Los arrieros, Nicolás y su ayudante Juan Méndez, iban por delante con los burros; luego John, un geólogo americano entusiasta de las caminatas;Remo, también americano y constructor en Todos Santos; Eugenia, la única mujer que se animó a retar el ardiente sol y los suplicios que nos aguardaban en el camino, y por último Alfredo y yo, reporteros deMéxico desconocido,quienes siempre queriendo tomar la mejor fotografía, nos quedábamos atrás.
Al principio la vereda se distinguía bastante bien, ya que los lugareños la usan para buscar leña y acarrear a los animales, pero poco a poco fue desapareciendo hasta que nos encontramos caminando a campo traviesa. La sombra de las plantas y los cactus no sirvieron como refugio contra el sol, y así continuamos tropezando con las piedras rojas hasta encontrar un arroyo que extrañamente tenía agua. Los burros, que pocas veces hacenjornadas tan pesadas, se tiraron al suelo. La comida fue sencilla aquí y durante todo el viaje: sandwiches de atún y una manzana. No pudimos damos el lujo de llevar otro tipo de comida porque necesitábamos espacio para cargarel agua.
Realmente no había nada que nos indicara que éste era el camino de los misioneros, pero al analizar los mapas entendimos que era la ruta más sencilla, sin tantas subidas ybajadas.
Asoleados, llegamos a la mesa de San Francisco, donde encontramos las huellas de unos venados. Los burros, ya sin la carga, escaparon en busca de comida, y nosotros, recostados en el suelo, no nos poníamos de acuerdo para preparar la cena.
Siempre estuvimos preocupados por el agua, pues los sesenta litros que llevaban los burros iban desapareciendo rápidamente.
Para aprovechar lo fresco de la mañana levantamos el campamento tan rápido como pudimos, y es que diez horas de caminata bajo los rayos del sol y sobre terreno salvaje son cosa seria.
Pasamos al lado de una cueva y siguiendo por el camino dimos con los llanos de Kakiwi: una planicie que mide de oeste a este 5 km y de sur a norte 4.5 km, rumbo que tomamos. Los pueblos que rodean esta planicie fueron abandonados hace más de tres años. Lo que fue un lugar privilegiado para la siembra, ahora es un lago seco y desolado. Saliendo del último pueblo abandonado a orillas de este lago, nos recibió la brisa del Mar de Cortés, que desde una altura de 600 m pudimos disfrutar a nuestras anchas. Abajo, un poco hacia el norte, se veía el rancho Los Dolores, lugar adonde queríamos llegar.
La cuesta que zigzagueaba pegada a la sierra nos llevó al oasis «Los Burros». Entre palmas datileras y junto a un borbotón de agua, Nicolás nos presentó con la gente, aparentemente familiares lejanos.
Batallando con los burros para que no se tiraran al suelo nos cayó la tarde. Los pasos que dábamos sobre la arena suelta, en los arroyos, fueron lentos. Sabíamos que estábamos cerca, pues desde arriba de la sierra vimos las ruinas del rancho Los Dolores. Finalmente, pero ya a oscuras, dimos con la cerca del rancho. En la casona, construcción del siglo pasado, nos recibió Lucio, amigo de Nicolás, nuestro arriero.
Buscando las misiones de los jesuitas caminamos 3 km hacia el oeste para llegar a la misión de Los Dolores, fundada en 1721 por el padre Guillén, quien fue el creador del primer camino a La Paz. En aquella época este lugar dio descanso a las personas que viajaban de Loreto a la bahía.
Para el año de 1737 los padres Lambert, Hostell y Bernhart habían restablecido la misión al oeste, a un lado del arroyo de La Pasión. De ahí fueron organizadas las visitas de los religiosos a otras misiones de la región, como La Concepción, La Santísima Trinidad, La Redención y La Resurrección. Sin embargo, en 1768, cuando la misión de Los Dolores contaba con 458 personas, la corona española ordenó a los jesuitas abandonar ésta y todas las demás misiones.
Encontramos las ruinas de la iglesia. Tres muros levantados sobre un cerro a un lado del arroyo, las hortalizas que plantó la familia de Lucio y una cueva, que por su forma y dimensiones podría haber sido la cava y bodega de los misioneros. Si hoy en día, no habiendo tenido lluvia desde: hace tres años, sigue siendo un oasis, en el tiempo en que los jesuitas lo habitaron debió ser un paraíso.
A partir de aquí, del rancho Los Dolores, nos dimos cuenta de que nuestro amigo Nicolás ya no conocía el camino. Él no nos lo dijo, pero al estar caminando en direcciones opuestas a la que habíamos planeado en los mapas, se hizo evidente que no encontraba la ruta. Primero pegados al cerro, 2 km tierra adentro, y luego sobre piedra bola, al lado de donde rompen las olas, nos fuimos caminando hasta que encontramos la brecha. Fue difícil caminar junto al mar; los burros, aterrados por el agua, trataban de encontrar el camino entre los cactus, tirando todas las javas. Al final, cada uno de nosotros terminó jalando a un burro.
La brecha está en tan mal estado que ni un camión 4 x 4 lograría pasar por ahí. Pero para nosotros, aun con dolor de espalda y ampollas en los dedos de los pies, fue un consuelo. Ya íbamos en dirección segura. Cuando llevábamos 28 km recorridos en línea recta desde Los Dolores decidimos parar y armar el campamento.
Dormir nunca nos faltó, pero todos los días al despertar eran comentarios de Romeo, Eugenia e inclusive míos sobre los diferentes dolores que teníamos en el cuerpo a causa del esfuerzo físico.
Amarrar la carga en los burros nos llevaba una hora, y por lo mismo decidimos adelantarnos. A lo lejos alcanzamos a ver una casa de dos pisos del siglo pasado, reconociendo que el pueblo de Tambabiche estaba cerca.
La gente nos recibió amablemente. Mientras tomamos café en una de las casas de cartón que rodean a la casona, nos platicaron que el señor Donaciano, al encontrar y vender una enorme perla, se mudó con su familia a Tambabiche. Ahí mandó construir la enorme casa de dos pisos para seguir buscando perlas.
Doña Epifania, la señora más vieja del pueblo y la última en vivir en la casa de Donaciano, nos enseñó orgullosa sus joyas: un par de aretes y un anillo de perla gris. Sin duda un tesoro bien conservado.
Todos son parientes lejanos del fundador del pueblo. Recorriendo las casas para saber más de su historia, dimos con Juan Manuel, «El Diablo», un señor de complexión gruesa y cojo, que con el labio chueco nos hablaba de la pesca y de cómo vino a dar a este paradero. «Mi esposa», dijo con voz ronca, «es hija de doña Epifania y yo vivía en rancho San Fulano, agarraba mi macho y en un día estaba aquí. No me querían mucho, pero insistí». Tuvimos suerte de conocerlo pues ya no podíamos confiar en Nicolás. Por un buen precio, «El Diablo» accedió a acompañamos en nuestra última jornada.
Encontramos refugio en Punta Prieta, cerca de Tambabiche. Nicolás y su asistente nos cocinaron un pargo a las brasas, exquisito.
A las diez de la mañana, y avanzados en el camino, se apareció nuestro nuevo guía. Para llegar a Agua Verde había que pasar entre las montañas, cuatro grandes puertos, como se le conoce a la parte más alta de los cerros. «El Diablo», quien no quería regresar caminando, nos enseñaba la vereda que subía al puerto y se regresaba a su panga. Cuando habíamos cruzado nos topábamos otra vez con él y se repetía la misma escena; así pasamos por el Carrizalito, San Francisco y rancho San Fulano hasta Agua Verde, adonde llegamos después de obligar a los burros a pasar al lado de un precipicio.
Para salir de rancho San Fulano caminamos por dos horas hasta llegar al pueblo de Agua Verde, a partir de ahí seguimos el camino de las misiones en bicicleta de montaña. Pero esa historia continuará en otro artículo que se publicará en esta misma revista.
Después de recorrer 90 km en cinco días, encontramos que la vereda usada por los misioneros está en gran parte borrada de la historia, pero fácilmente se podría limpiar volviendo a conectar por tierra las misiones.
Fuente : México desconocido No. 273 / noviembre 1999
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