Cata de chiles en el Mercado de Jamaica - México Desconocido
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Gastronomía

Cata de chiles en el Mercado de Jamaica

Ciudad de México
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© Arturo Torres Landa

Descubre todos los tipos de chiles que el Mercado de Jamaica tiene para ofrecerte y vive una experiencia sensorial inolvidable.

Conoce los chiles del Mercado de Jamaica

El Taller Gastronómico del Chile Mexicano es una experiencia sensorial, culinaria y educativa que todo aquel que adora la comida picante y la gastronomía de México debe vivir. “El chile es una cosa sin la cual [los mexicanos] no piensan que comen…” Esta declaración, por más vigente que parezca, no proviene del muro de Facebook de tu amigo Steve, recién llegado a su natal Wisconsin con las papilas gustativas enrojecidas luego de pasar una semana en Cancún. La frase es de fray Bartolomé de Las Casas, quien la incluyó en su libro Los indios de México y Nueva España, luego de recopilar todo lo que había vivido en el Nuevo Mundo hace casi 500 años. Así, la afirmación tiene casi medio milenio impresa, y a pesar de que esa distancia en el tiempo parece aplastante, se torna reciente si se compara con la cantidad de siglos que los mexicanos llevamos consumiendo chile: los investigadores estiman que ‒por lo menos‒ lo hemos hecho desde hace más de 9 mil años.

Para aprender sobre este delicioso legado ecológico y culinario, solo es necesario tomar la línea 8 del metro, franquear puestos callejeros, esquivar diableros, y permitir que el olfato, gusto y tacto te guíen por un recorrido del que saldrás valorando más esa sensación de adormecimiento en la boca. Bienvenido al Taller Gastronómico del Chile Mexicano de La Flor de Jamaica.

Arturo Torres Landa

Prohibido tallarse los ojos

Una feliz paradoja quiso que el sitio más picante de todo el Mercado de Jamaica tuviera nombre de flor y apellido de dulce agua. Fundado hace más de 60 años por Cecilio Dávila y sus hermanos, La Flor de Jamaica es uno de los almacenes de chiles secos y semillas más grandes de este conglomerado comercial al oriente de la capital. Como en cualquier expendio de su categoría, aquí se llega salivando ya gracias al olor a guajillos, piquines, moles en polvo, piloncillo en trozo y pasta de pipianes, apilado todo en grandes costales y montículos cuya estabilidad parece ser uno de los muchos secretos que guardan estos sitios.

Al recibirnos para participar en el taller, Fernando, nieto del fundador, se recoge las mangas de la chamarra para poder meter las manos en el corazón de un costal lleno de chipotles secos. Sin mover apenas la cresta del montículo, saca un puñado de chiles prietos, los huele con los ojos cerrados (como quien cata un vino) y adivina en una sola inspiración el origen, especie y tipo de tostado del chile en cuestión. “Para apreciar la calidad de un picante no basta con oler solamente un chilito ‒nos explica‒. Hay que tomar un puño, llevarlo cerca de la nariz y palpar todas las notas aromáticas que ofrece. Así, sin miedo…”, nos pide mientras reparte ejemplares de este chile que a la vista ofrece vetas de rojo encendido. Pronto se pierde la pena del primer encuentro y todos los miembros del grupo ya hunden los dedos y las narices en los costales del establecimiento. Nos pide elegir dos diferentes chiles, nuestros favoritos. Una elección casi a ciegas pues prácticamente todos ignoramos qué tipo de chile se trata cada cuál. Nuestro ahora sommelier de chiles nos pide dejarnos guiar por nuestro olfato y confiar en ese instinto de marchante que todos llevamos dentro.

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Arturo Torres Landa

Manos al tejolote

Detrás de los anaqueles, las básculas, los montes de chile piquín que provocan estornudos al pasar, Fernando y su familia han acondicionado una sala didáctica de degustación. Tres mesas en herradura, pinturas que evocan a divinidades prehispánicas, un estante con instrumentos antiguos de cocina, verduras, platos y un molcajete por persona: todo está dispuesto para que de la cata pasemos a la puesta en práctica. Uno por uno, Fernando nos revela la identidad de los chiles que escogimos. Por allá alguien tomó un cascabel, “…el secreto mejor guardado de las salsas de taqueros”, nos revela; varios tomamos moritas, chiles anchos y jalapeños, pero solo un valiente trajo consigo un habanero de amarillo prometedor. Ahora, manos al tejolote: usando el molcajete, comenzamos a moler los chiles, picar los jitomates o tomates verdes ‒según el gusto‒, integrar los ajos fritos, elegir sazonadores, sal al gusto y machacarlo todo.

Fernando nos cuenta que los chiles primitivos llegaron a México desde Ecuador como “polisontes” dentro de los estómagos de aves migratorias. Los antiguos mexicanos comenzaron a sembrar sus semillas y modificarlas a su gusto por lo que, el igual que el maíz, el chile moderno es producto de un larguísimo proceso de selección y modificación humana. En ese instante aparecieron las cifras de impacto: hay más de 65 variedades de chiles frescos cultivados en México, de las cuales hay 145 versiones ahumadas, secas en horno o deshidratadas al sol.

Arturo Torres Landa

“No me lo van a creer ‒nos dice‒, pero este chilhuacle negro que tengo en mi mano lo producen solo cinco familias de la sierra de Oaxaca. Sin demanda y tratos justos, este chile, milenario y delicioso, está condenado a desaparecer, y por ende la subsistencia de estas personas”, zanja. No sabemos si el nudo en la garganta es producto del dato o de la astringencia que flota en el aire una vez terminadas las salsas, por lo que decidimos alegrarnos el momento aderezando con ellas unos tlacoyos de Yecapixtla que devoramos enseguida. Un poco de queso ranchero nos limpia y calma el paladar para seguir degustando las salsas que hicieron los demás participantes. Para muchos, la elaborada con habanero fue la favorita, demostración de que ser valiente tiene recompensa. El punto culmen llegó cuando a la mesa nos sirvieron un tamalito bañado con mole de chilhuacle, aquel hecho por las familias de Oaxaca de las que Fernando nos habló. El sabor, estupendo, a fruta seca, picante y colorada. A trabajo y sol. Y es que solo en México hemos sido capaces de trascender el dolor que provoca en la lengua la capseicina y transformarlo en deleite absoluto. Alquimia pura a través de la cual los mexicanos nos bebemos el fuego.

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