De De San Luis Potosí a Los Cabos en bicicleta
Sigue la crónica de un gran recorrido por varios estados ¡en bicicleta!
SAN LUIS POTOSÍ
Habíamos pasado los cerros, mas nos equivocamos en pensar que por ello esta parte sería mucho más fácil. La verdad es que no hay carreteras planas; en automóvil el camino se extiende hasta el horizonte y parece plano, pero en bicicleta uno se da cuenta de que siempre se está bajando o subiendo; y los 300 km de columpios que hay desde San Luis Potosí a Zacatecas fueron de los más pesados del viaje. Y es que es muy diferente cuando tienes una subida como en la sierra, agarras un ritmo y sabes que la vas a pasar, pero con los columpios bajas un poquito y a sudar con una subida, y otra vez, y otra vez.
ZACATECAS
Pero la recompensa fue enorme, pues hay algo indescriptible en el ambiente de esta zona del país, y lo abierto del paisaje invita a sentirse libre. ¡Y los atardeceres! No digo que los atardeceres no sean hermosos en otros lugares, pero en esta zona se convierten en momentos sublimes; hacen que dejes de hacer la tienda de campaña o la comida y te detengas a llenarte de esa luz, del aire, de todo el ambiente que parece estar saludando a Dios y agradeciendo por la vida.
DURANGO
Envueltos por este paisaje seguimos hasta la ciudad de Durango, acampando para gozar de la imponente y tranquila belleza de la Sierra de Órganos. Ya en las afueras de la ciudad el termómetro se fue bajo cero (-5) por primera vez, formando escarcha en las lonas de las tiendas de campaña, haciéndonos probar nuestro primer desayuno congelado y mostrándonos el inicio de lo que nos esperaba en Chihuahua.
En Durango cambiamos de ruta siguiendo el único consejo acertado sobre carreteras que recibimos (extrañamente de un viajero italiano, y en lugar de subir entre cerros hacia Hidalgo del Parral, nos encaminamos hacia Torreón sobre una carretera bastante plana, con el viento a favor y en medio de hermosos paisajes. Paraíso para los bicicleteros.
COAHUILA
Torreón nos recibió con las peregrinaciones por la Virgen de Guadalupe y el corazón abierto de la familia Samia, compartiendo su casa y sus vidas con nosotros durante unos días, reforzando nuestra creencia en la bondad de la gente de México y lo hermoso de nuestra tradición familiar.
Desde Durango nuestras familias nos reportaban las condiciones de clima en Chihuahua, y con voz preocupada nos decían de los menos 10 grados en la sierra, o que si había nevado en Ciudad Juárez. Se preguntaban cómo le íbamos a hacer con el frío y, a decir verdad, nosotros también. ¿Será suficiente con la ropa que traemos?, ¿Cómo pedaleas a menos de 5 grados?, ¿qué pasa si nos nieva en la sierra?: preguntas que no sabíamos responder.
Y con un muy mexicano “pues a ver qué sale”, seguimos pedaleando. Las distancias entre poblaciones nos permitían la maravilla de acampar en el norte, entre los cactus, y al otro día las espinas se cobraban con más de una llanta ponchada. Amanecíamos bajo cero, los garrafones de agua hechos hielo, mas los días eran despejados y pronto en la mañana la temperatura para pedalear era ideal. Y fue en uno de esos días radiantes que logramos rebasar los 100 km recorridos en un día. ¡Motivo de celebración!
CHIHUAHUA
Andábamos flotando. Cuando uno sigue su corazón la felicidad se irradia y se crea confianza, como con doña Dolores, que nos pidió permiso para tocarnos las piernas, con sonrisa nerviosa en los labios y animando a las muchachas del restaurante a que hicieran lo mismo: «¡Es que hay que aprovechar!», nos dijo mientras reíamos, y con esa sonrisa entramos a la ciudad de Chihuahua.
Deseando compartir nuestro viaje nos acercamos a los periódicos de las ciudades en nuestra ruta y la nota en el periódico de Chihuahua capturó la atención de la gente. Más personas nos saludaban en la carretera, algunas estaban esperando a que pasáramos por su ciudad y hasta autógrafos nos pidieron.
No sabíamos por dónde entrarle, oíamos de carreteras cerradas por nieve y temperaturas de menos 10. Pensábamos ir hacia el norte y cruzar del lado de Agua Prieta, pero era más largo y había mucha nieve; por Nuevo Casas Grandes era más corto pero demasiado andar en las faldas de los cerros; por Basaseachic las temperaturas estaban a menos 13 grados. Decidimos volver a la ruta original y cruzar hacia Hermosillo por Basaseachic; de cualquier forma teníamos planeado subir a Creel y las Barrancas del Cobre.
“Donde sea que están en Navidad, ahí los alcanzamos”, me había dicho mi prima Marcela. Decidimos que fuese Creel y hasta allá llegó con mi sobrino Mauro y una cena de navidad en las maletas: romeritos, bacalao, ponche, ¡hasta arbolito con todo y esferas!, e hicieron en medio de los menos 13 grados, nuestra Nochebuena completa y llena de calor de hogar.
Tuvimos que despedirnos de ese calorcito de familia y enfilar hacia la sierra; los días estaban siendo claros y no había anuncio de ninguna nevada, y lo teníamos que aprovechar, así es que nos dirigimos hacia los casi 400 km de sierra que nos faltaban para Hermosillo.
En la mente estaba el consuelo de haber llegado a la mitad del viaje, pero para pedalear hay que usar las piernas –éste sí era un buen agarrón entre mente y cuerpo-, y estas ya no daban. Los días en la sierra parecían ser los últimos del viaje. Las montañas seguían apareciendo una tras otra. Lo único que mejoraba era la temperatura, bajábamos rumbo a la costa y parecía que el frío se quedaba en los más alto de la sierra. Estábamos llegando al fondo de las cosas, realmente gastados, cuando encontramos algo que nos cambio el ánimo. Nos había contado de otro ciclista que andaba por la sierra, aunque en principio no sabíamos cómo nos podía ayudar.
Alto y delgado, Tom era el clásico aventurero canadiense que anda por el mundo sin prisas. Pero no fue su pasaporte lo que cambió nuestra situación. Tom perdió el brazo izquierdo años atrás.
Desde el accidente no había salido de casa, pero llegó un día en que decidió montar su bicicleta y andar por los caminos de este continente.
Platicamos un buen rato; le regalamos un poco de agua y nos despedimos. Cuando arrancamos ya no sentíamos ese dolorcito, que ahora parecía insignificante, y ni cansados nos sentíamos. Después de conocer a Tom dejamos de quejarnos.
SONORA
Dos días más tarde se acabó la sierra. Después de 12 días habíamos cruzado cada metro de los 600 km de la Sierra Madre Occidental. La gente nos oía gritar y no entendía, pero nosotros teníamos que celebrar, aunque ya ni dinero traíamos.
Llegamos a Hermosillo y lo primero que hicimos, después de visitar el banco, fue ir a comprar helados -nos comimos cuatro cada uno-, antes de siquiera considerar en dónde dormiríamos.
Nos entrevistaron en la radio local, hicieron nuestra nota en el periódico y otra vez la magia de la gente nos envolvió. La gente de Sonora nos regaló su corazón. En Caborca, Daniel Alcaráz y su familia de plano nos adoptaron, y compartieron su vida con nosotros haciéndonos parte de la alegría del nacimiento de una de sus nietas al nombrarnos tíos adoptivos de la nueva integrante de la familia. Rodeados de este calor humano tan rico, descansados y con el corazón lleno, salimos nuevamente a la carretera.
El norte del estado también tiene sus encantos, y no hablo únicamente de la belleza de sus mujeres, sino de la magia del desierto. Es aquí donde el calor del sur y los nortes del golfo encuentran una lógica. Planeamos el viaje para cruzar los desiertos en invierno, escapando del calor y las serpientes. Pero tampoco iba a ser gratis, otra vez teníamos que empujar al viento, que en esta época sopla recio.
Otro reto del norte son las distancias entre ciudad y ciudad -150, 200 km-, pues aparte de arena y cactáceas hay poco que comer en caso de emergencia. La solución: cargar más cosas. Comida para seis días y 46 litros de agua, que suena fácil, hasta que empiezas a jalar.
El desierto de Altar se nos estaba haciendo muy largo y el agua, al igual que la paciencia, se hacían menos. Fueron días difíciles, pero nos animábamos con la belleza del paisaje, las dunas y los atardeceres. Habían sido etapas solitarias, centrados en nosotros cuatro, pero ya para llegar a San Luis Río Colorado el contacto con la gente volvió en un grupo de ciclistas que regresaban en camioneta de una competencia en Hermosillo. Sonrisas, apretones de mano y la amabilidad de Margarito Contreras que nos ofrecía su casa y una canasta de pan cuando llegáramos a Mexicali.
Antes de salir de Altar escribí en mi diario muchas cosas sobre el desierto: «… aquí sólo existe la vida, mientras el corazón así lo pida»; ..creemos que es un lugar vacío, pero en su tranquilidad la vida vibra en todos lados».
Llegamos cansados a San Luis Río Colorado; debido a que el desierto nos había quitado mucha energía, atravesamos la ciudad callados, casi tristes, buscando un lugar donde levantar el campamento.
BAJA CALIFORNIAS
aliendo de San Luis Río Colorado nos topamos con el letrero que anunciaba que ya estábamos en Baja California. Al momento, sin que hubiera cuerdo entre nosotros, nos pusimos jubilosos, empezamos a pedalear como si hubiera iniciado el día y con gritos celebramos que ya habíamos pasado 121 de los 14 estados de nuestra ruta.
Salir de Mexicali fue muy fuerte, pues frente a nosotros se encontraba la Rumorosa. Desde que iniciamos el viaje nos decían: «Esa sí que no, mejor crucen por San Felipe». Era un gigante creado en nuestra mente, y ahora había llegado el día de enfrentarlo. Habíamos calculado unas seis horas para subir, así que salimos temprano. Tres horas y quince minutos más tarde estábamos en la cima.
Ahora sí, Baja California es de pura bajadita. La policía federal nos recomendó pasar la noche ahí, pues los vientos de Santa Ana soplaban fuerte y era peligroso andar en la carretera. La mañana siguiente salimos rumbo a Tecate, encontrando a nuestro paso algunos camiones volteados por las ráfagas de viento de la tarde anterior.
No teníamos control de las bicicletas, empujados por algo invisible, de pronto el empujón por la derecha, a veces por la izquierda. En dos ocasiones fui sacado de la carretera, totalmente fuera de control.
Además de las fuerzas de la naturaleza, que andaban encaprichadas, teníamos serios problemas con los baleros de los remolques. Para la llegada a Ensenada ya tronaban como cacahuates. No había la pieza que necesitábamos. Era cosa de improvisar -como todo en este viaje-, así que usamos baleros de otra medida, torneamos los ejes y los metimos a presión, sabiendo que si nos fallaba hasta ahí llegábamos. La compostura nos llevó algunos días, pero aquí también nos recibieron con los brazos abiertos. La familia Medina Casas (tíos de Alex) compartió su casa y su entusiasmo con nosotros.
A veces nos preguntábamos si habíamos hecho algo para merecer lo que se nos daba. La gente nos trataba con un cariño tan especial que me era difícil entender. Nos regalaban comida. artesanías, fotos y hasta dinero. «No me digas que no, agárralo que te lo estoy dando con el corazón», me dijo un señor que nos ofreció 400 pesos; en otra ocasión, un muchacho me extendió su pelota de beisbol: «Tómala por favor». Yo no quería dejarlo sin su pelota, además de que no había mucho qué hacer con ella en la bicicleta; pero es el espíritu de compartir algo lo que importa, y la pelota está en mi escritorio, aquí frente a mí, recordándome la riqueza del corazón mexicano.
Recibimos también otros regalos,Kaylallegó mientras descansábamos en Buena Vista -un pueblito junto a la carretera saliendo de Ensenada-, ahora teníamos tres perros. Quizá tenía dos meses de nacida, su raza no definida, pero era tan coqueta, simpática e inteligente, que no pudimos resistir.
En la última entrevista que nos hicieron -en la televisión de Ensenada- nos preguntaron si considerábamos que la península era la etapa más difícil del viaje. Yo, sin saberlo, contesté que no, y estaba muy equivocado. Sufrimos Baja. Sierra tras sierra, vientos cruzados, distancias largas entre pueblo y pueblo y el calor del desierto.
Todo el viaje corrimos con suerte, pues la mayoría de la gente nos respetaba en la carretera (en especial los traileros, aunque se podría pensar lo contrario), pero aun así la vimos cerca varias veces. Hay gente desconsiderada en todos lados, pero aquí de plano casi nos planchan un par de veces. Afortunadamente terminamos nuestro viaje sin contratiempos o accidentes que lamentar. Pero sería fabuloso hacer entender a la gente que 15 segundos de su tiempo no son tan importantes como para poner en riesgo la vida de otra persona (y sus perros).
En la península el tránsito de extranjeros que viajan en bicicleta es único. Conocimos gente de Italia, Japón, Escocia, Alemania, Suiza y Estados Unidos. Éramos desconocidos, pero había algo que nos unía; sin motivo alguno nacía una amistad, una conexión que sólo puedes entender cuando has viajado en bicicleta. Ellos nos veían con asombro, mucho por los perros, mucho por la cantidad de peso que jalábamos, pero más por ser mexicanos. Éramos extraños en nuestro propio país; comentaban: «Es que a los mexicanos no les gusta viajar así». Sí nos gusta, el espíritu lo vimos en todo el país, sólo que no lo dejamos libre.
BAJA CALIFORNIA SUR
Pasaba el tiempo y seguíamos en medio de esa tierra. Habíamos calculado terminar el viaje en cinco meses y ya corría el séptimo. y no es que no hubiera cosas buenas, pues la península está llena de ellas: acampamos frente al atardecer del Pacífico, recibimos la hospitalidad de la gente de San Quintín y Guerrero Negro, fuimos a ver las ballenas a la laguna Ojo de Liebre y nos maravillamos de los bosques de candelabros y el valle de los cirios, mas nuestro cansancio ya no era físico, sino emocional y la desolación de la península ayudaba poco.
Ya habíamos pasado el último de nuestros retos, el Desierto de El Vizcaíno, y ver el mar otra vez nos devolvió un poco del ánimo que se nos había quedado en algún lugar del desierto.
Pasamos por Santa Rosalía, Mulegé, la increíble bahía de Concepción y Loreto, donde nos despedimos del mar para internarnos hacia Ciudad Constitución. Ya aquí se empezó a formar una euforia callada, un sentimiento de que lo habíamos logrado, y apresurábamos la marcha hacia La Paz. Sin embargo, el camino no nos iba a dejar ir tan fácil.
Empezamos a tener problemas mecánicos, especialmente con la bicicleta de Alejandro, que así nomás -después de 7 000 km- se estaba deshaciendo. Esto causaba fricciones entre nosotros, pues hubo días en que era cosa de ir en camión al pueblo más cercano para componer su bicicleta. Eso podía significar que yo esperara ocho horas en medio del desierto. Eso lo pude aguantar, pero cuando al día siguiente volvió a tronar, ahí sí que reventé.
Estábamos ciertos de que después de convivir siete meses viajando había dos posibilidades: o nos estrangulábamos el uno al otro, o la amistad se hacía más fuerte. Por suerte fue lo segundo, y cuando reventaba a los pocos minutos terminábamos riendo y bromeando. Se arreglaron los problemas mecánicos y salimos de La Paz.
Estábamos a menos de una semana de la meta. En Todos Santos volvimos a encontramos con Peter y Petra, una pareja alemana que viajaba con su perro en una motocicleta rusa como de la Segunda Guerra Mundial, y en el ambiente de camaradería que se siente en el camino, nos fuimos a buscar un lugar frente a la playa donde acampar.
De nuestras alforjas salió una botella de vino tinto y queso, de la de ellos galletas y dulce de guayaba y de todos el mismo espíritu de compartir, del privilegio que tuvimos de conocer la gente de nuestro país.
LA META
Al día siguiente terminábamos nuestro viaje, pero no lo hacíamos solos. Con nosotros iba a entrar a Cabo San Lucas toda la gente que compartió nuestro sueño; desde quienes nos abrieron su casa y nos hicieron incondicionalmente parte de su familia, hasta los que a un lado de la carretera o desde la ventanilla de su o carro nos daban su apoyo con una sonrisa y un saludo de mano. Ese día escribí en mi diario: “La gente nos mira pasar. ..Los niños nos miran como lo hacen aquellos que aún creen en piratas. Las mujeres nos miran con temor, algunas porque somos extraños, otras con preocupación, como lo hacen sólo aquellas que han sido madres; pero no todos los hombres nos miran, los que lo hacen -pienso-, son sólo aquellos que se atreven a soñar».
Un, dos, un, dos, un pedal detrás del otro. Sí, era una realidad: habíamos cruzado México en bicicleta.
Fuente: México desconocido No. 309 / noviembre 2002
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