Deidades y sacerdotes en la escultura huasteca
El complejo mundo religioso de los huastecos se manifiesta esencialmente en sus esculturas, pues son pocos los ejemplos íntegros de arquitectura religiosa que se conservan hasta nuestros días.
Apenas son perceptibles, por ejemplo, los edificios piramidales que se localizan en la colonia Las Flores, en Tampico, o los de Tantoc, en San Luis Potosí, y en su mayoría permanecen cubiertos por la vegetación.
A partir del siglo XIX la belleza y la curiosidad que despiertan estas esculturas provocaron que se les trasladara a diversas ciudades del mundo, donde hoy se exhiben como obras ejemplares del arte prehispánico en los más importantes museos del orbe, como sucede con la figura llamada “La Apoteosis”, en el Museo de Brooklyn en Nueva York, o “El Adolescente”, orgullo del Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México.
Durante muchos siglos después de la era cristiana, los huastecos integraron una compleja estructura religiosa en la que sus deidades se mostraban esencialmente con un aspecto humano, y se les reconocía a partir de la vestimenta, los atavíos y los ornamentos que indicaban el ámbito de la naturaleza donde ejercían su poder. Al igual que otros pueblos de Mesoamérica, los huastecos ubicaban a estas deidades en los tres planos del universo: el espacio celeste, la superficie de la tierra y el inframundo.
Algunas esculturas del sexo masculino se pueden asociar a la deidad solar por sus complejos tocados, en los que se reconocen sus elementos característicos, como los rayos en forma de ángulos muy estilizados, las púas de sacrificio y los signos calendáricos que se conforman a manera de puntos, múltiplos del número cuatro, equivalente a la visión cuatripartita del universo. Bien sabemos que los huastecos del Posclásico Tardío imaginaban a la deidad solar como el disco luminoso que expande su calor mediante sus cuatro rayos, que se complementan con las púas del autosacrificio sagrado, tal como se aprecia en el hermoso plato policromo que procede de Tanquian, San Luis Potosí.
El planeta Venus, con su peculiar movimiento en la esfera celeste, también fue deificado; las imágenes escultóricas de este numen se identifican por los tocados, las pecheras y las vestimentas en los que se repite rítmicamente el símbolo que le identifica, una figura de tres pétalos o elementos en ángulo con un círculo en el centro, el cual, según los estudiosos, marca la ruta celeste de la deidad.
Las esculturas que representan a los dioses huastecos portan tocados característicos, que son una especie de gorro cónico extremadamente alargado, detrás del cual se advierte un resplandor a manera de medio círculo; así, los númenes masculinos y femeninos muestran los elementos que les dan su identidad en la superficie del resplandor curvo o bien en la banda de la base del gorro cónico.
La fuerza femenina de la naturaleza, que se expresa en la fecundidad de la tierra y de las mujeres, aquel pueblo costeño la deificó en la figura de Ixcuina, representándola como una mujer adulta, con el típico gorro cónico y el resplandor circular, y con prominentes pechos; su capacidad reproductiva se indicaba por sus manos extendidas con las palmas sobre el vientre, a manera de recordatorio de que el proceso de embarazo se manifiesta con la prominencia de esta parte del cuerpo.
Para realizar su trabajo los escultores de aquella región eligieron losas de roca arenisca de color amarillo blanquecino, el cual adquiere con el tiempo una tonalidad crema muy oscura o grisácea. La talla se hacía con cinceles y hachas de rocas duras y compactas, como las nefritas y las dioritas que importaban de otras regiones de Mesoamérica. Suponemos que en la época histórica de los huastecos, que corresponde a los inicios del sigloxvi, cuando fueron conquistados por los españoles, además de aquellos instrumentos de piedra pulida, empleaban hachuelas y cinceles de cobre y de bronce que permitían mejores efectos en la talla.
Las deidades del inframundo también fueron representadas por los artistas de la región huasteca, a manera de personajes cuyo tocado luce prominentes cráneos descarnados, o bien muestran debajo de la caja torácica el corazón o el hígado de los sacrificados. Asimismo, conoce mos figuras donde la deidad esquelética, con los ojos saltones, está pariendo a una criatura. En ambos casos, además de sus gorros cónicos, las deidades lucen las características orejeras curvas de Quetzalcóatl, asociando la presencia de esta deidad creadora con las imágenes del inframundo, advirtiendo entonces que la continuidad de la vida y la muerte también eran exaltadas en el culto del panteón huasteco.
Las imágenes de los ancianos sembradores constituyen uno de los conjuntos escultóricos más característicos de esta civilización. Para su manufactura se aprovechaban losas de arenisca de amplias superficies planas y poco grosor; estas obras mostraban siempre a un hombre de edad avanzada, encorvado, con las piernas ligeramente flexionadas; con ambas manos sujeta el palo sembrador, en el acto ritual con que se iniciaba el proceso agrícola. Los rasgos del personaje caracterizan a un individuo con cráneo deformado, con el típico perfil de los huastecos, de cara enjuta y mentón prominente.
En el mundo huasteco los cultos de carácter sexual tenían una íntima asociación con la fertilidad de la naturaleza y con la abundancia de nacimientos que requería la sociedad para la defensa de sus ciudades y la expansión en nuevos territorios; así, no debe extrañarnos que algunas de las figuras escultóricas muestren el sexo al descubierto, como el ya mencionado “Adolescente”.
El objeto ritual más singular del arte huasteco es un gran falo que fue encontrado por un grupo de viajeros hacia 1890, cuando visitaban el pequeño poblado de Yahualica, en la región hidalguense; la escultura se hallaba en el centro de una plaza, donde se le ofrendaban flores y botellas de aguardiente, buscando con ello propiciar la abundancia de la agricultura.
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