El abandono de Monte Albán
Las terrazas agrícolas de Xoxocotlán, Atzompa, Mexicapam e Ixtlahuaca ya se habían cansado, y el año era muy maIo en lluvias.
Cocijo, entendían los señores, estaba obligando a lo que los sabios habían visto en los libros y confirmado por los diferentes augurios: se avecinaba una hambruna como la del ciclo anterior: el búho no cesaba de entonar su canto. Los señores principales ya se habían marchado hacía algunas lunas, después de un fuerte temblor de tierra que les señaló la hora de partir. Se sabía que ellos ya tenían otro asiento, allá abajo, en el Valle, donde antes se encontraban algunos pequeños pueblos tributarios. Allá se fueron con sus familias y sus sirvientes, a establecerse y a comenzar otra vez, a sembrar la tierra, a formar nuevos núcleos de población con los que los benizáa volverían a ser fuertes, gloriosos y conquistadores, como era su destino.
Gran parte de la ciudad estaba abandonada; lo que antaño fuera todo esplendor por su colorido y movimiento, hoy lucía derrumbado. Hacía mucho tiempo que no se habían vuelto a decorar los templos y los palacios. La Gran Plaza de Dani Báa había sido cerrada con grandes murallas por los últimos señores, tratando de evitar los ataques de los ejércitos del sur que estaban adquiriendo gran poderio.
El pequeño grupo que quedaba ofrendó por última vez a sus dioses con sahumadores de copal; encomendó sus muertos al señor de las sombras, el dios Murciélago, y verificó que estuvieran a la vista las esculturas de serpientes y jaguares de los derruidos templos para resguardar en su ausencia, los amados espíritus que allí quedaban. Así mismo, los benizáa se aseguraron de dejar visibles los grandes guerreros tallados en las lápidas para intimidar a los saqueadores. Tomaron las escobas y barrieron por última vez sus casas, siguiendo la pulcritud que caracterizó a sus grandes señores y sacerdotes, y depositaron cuidadosamente pequeñas ofrendas a lo que habían sido sus moradas.
Hombres, mujeres y niños envolvieron en mantas sus escasas penenencias, sus armas, herramientas, utensilios de barro y algunas urnas de sus dioses para que los acompañasen en su trayecto, e iniciaron su camino hacia una vida incierta. Tal era su congoja que al pasar por el gran Templo de los Guerreros, hacia el lado sur de lo que fuera Ia Gran Plaza, ni siquiera advirtieron el cadáver de un anciano que acababa de morir a la sombra de un árbol y que quedó a los cuatro vientos, como testigo mudo del final de un ciclo de poder y gloria.
Con el llanto en los ojos iban bajando penosamente las veredas que antes habían sido los alegres caminos de los mercaderes. Tristemente voltearon para echar una última mirada a su amada ciudad, y en ese momento los señores supieron que no estaba muerta, que Dani Báa iniciaba a partir de entonces su camino bacia la inmortalidad.
Fuente: Pasajes de la Historia No. 3 Monte Albán y los zapotecos / octubre 2000
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