El arte de pintar con colores el espacio: los vitrales
No es imposible imaginar los orígenes de este arte. Estamos jugando con luz y con sombra, y con las modalidades de colores y de formas con las que se puede dibujar la primera.
Un rayo de Sol o de Luna se convierte en la emanación de un rojo rubí o de un azul profundo que acaricia en el piso las losetas… Todo comenzó en la Edad Media europea, cuando las iglesias y las catedrales y la cultura del Viejo Continente estaban construidas alrededor de la fe. La oscuridad de los grandes edificios religiosos promovía una fe llena de miedo y de humildad: el hombre en su pequeñez se sentía llevado a Dios para rogarle protección y misericordia. Sin embargo, no tardó en hacer su incursión la mirada del artista y nació el deseo de cambiar el orden de las cosas al vislumbrar los haces de luz perpendiculares por los que se asomaban partículas de polvo flotando en el aire. No fue difícil pintar de colores el vidrio para dibujar cuerpos y escenas bíblicas que se asomaran a las ventanas. Esos fueron los primeros intentos de vitrales. Pero no era suficiente: había que insistir en los colores: Había que explotar esa necesidad de belleza que, en los lugares más sombríos se aferraba como musgo a las aberturas llenas de luz blanca del exterior.
Era una necesidad insertar las expresiones íntimas y profundas en estos espacios austeros. Entrar a una iglesia ahora se convertía en una experiencia aún más espiritual porque estaba pintada de rompecabezas de tonalidades que atrapaban al Sol para dar vida y color translúcido a las imágenes de Cristo, de sus apóstoles, de la Virgen María y de Dios. Fue una progresión lógica y fructífera. Poco a poco, el vitral cobró fuerza y se puso de moda en la sociedad donde había nacido. Ahora todos los centros religiosos requerían de esta nueva forma de arte para crear en sus recintos ese ambiente espiritual. Los vitralistas comenzaron a desarrollarse y pronto existió una verdadera industria.
El cristal era comprado a las vidrierías; los colores “mágicos” y nuevos resultaban indispensables. Se añadían polvos metálicos a las mezclas fundidas sopladas dentro de grandes cañones; luego los cilindros de cristal eran cortados por la mitad, aún calientes, para abrir las láminas sobre superficies planas y crear grandes placas de matices sólidos. Estas eran transportadas a los talleres donde se trabajaban y transformaban. Las formas deseadas eran cortadas en un papel sobre el que se proponían los colores: por ejemplo, se dibujaba un pavo real. El siguiente paso era cortar los pequeños mosaicos coloridos a la medida requerida, observando, claro está, un espacio para las cañuelas maleables de plomo que iban a sostener posteriormente cada pieza en su lugar.
Hoy en día se usan tijeretas dobles para obtener esa separación con piezas de cartulina sin necesidad de dos o más cortes. Luego, cada porción del pavo real era puesta sobre vidrio del tono escogido y cortada con acero caliente, o más tarde, con navajas especiales. Muchas veces las piezas iban pintadas con detalles. Las caras se iluminaban de ojos y de facciones nobles, las vestimentas se llenaban de vuelos y de innumerables detalles. Los vitrales usaban un tinte especial conocido ahora como “pintura fuego”. Las placas eran después horneadas para permitir que lo pintado y el cristal se unieran. Algunas veces no era suficiente: se requerían varias capas de colores y de formas y, por lo tanto, varias horneadas… tomando siempre en cuenta la fragilidad del material y cuidando de no estrellar las placas con cambios bruscos de temperatura. La cara del pavo real, por ejemplo, sería dibujada con esa técnica. Ya listas todas las piezas, el artista se convierte nuevamente en artesano. Une cuidadosamente cada una de ellas sobre una mesa de madera.
Cada vidrio es abrazado por cañuelas de plomo y unido a nuevos pedazos. Todas las piezas son mantenidas en su lugar mediante clavos fijados a la mesa. A medida que su trabajo avanza, el vitralista va eliminando los clavos mientras sostiene firmemente la gran armazón de vidrio y plomo; se sueldan las láminas metálicas y se tapan las hendiduras con un mastique especial. Los vitrales llevaban en un principio toscas estructuras metálicas para sostener los encuadres más pequeños de plomo; estas grandes varillas cruzaban los cristales sin escrúpulos, rompiendo a veces el encanto de una cara o de un cuerpo. Pero, poco a poco, el artista buscó la manera de perfeccionar su obra: las varillas estructurales no podían ser eliminadas porque significaban el soporte del gran vitral, sin embargo, podrían ser ocultadas o disminuidas para evitar que con su tosquedad opacaran la belleza del conjunto.
En México la técnica del vitral casi no se ha visto modificada desde aquellas primeras apariciones del siglo XIII y XIV en Europa. Si en un principio los cuadros de luz eran importados desde España, pronto se vio la necesidad de crear un arte nacional. A principios de este siglo, quizá más que nunca, el vitral se convirtió en moda en nuestro país. Iglesias y casas vistieron sus interiores con la luz pintada del exterior… Obviamente, cada nueva obra reflejaba mejor el perfil nacional. Los colores usados eran los simbólicamente nacionales, los temas también: aves, santos, vírgenes, casas insectos y flores de México surgieron como sueños animados por el despertar del acento propio y no ya por las mañanas nubladas del Viejo Continente.
Aunque los talleres que los fabrican siguen usando técnicas medievales con muy pocos cambios y modernizaciones, el vitral ha vuelto a nacer: se ha recreado. Podríamos hablar de cientos de vitrales magníficos en nuestro país aunque sólo citaré unos pocos: los “cosmovitrales” de Toluca, los plafones del Gran Hotel de México o la grandiosa cortina de tífani del Palacio de Bellas Artes, en la capital. Casi todo el cristal que se usa en México es importado de Estados Unidos, Europa o del Oriente, debido a que México no produce la cantidad ni la calidad de los vidrios requeridos. Básicamente, en nuestro país se producen tres tipos de cristal conocidos como “concha”, “tapiz” y “gota”. Existen varios tonos de cada uno de éstos que pueden ser transparentes u opalinos.
Las pinturas también son mayormente importadas y el biselado casi siempre es mandado hacer fuera del taller, mientras que los mastiques y los esmerilados son logrados dentro del propio establecimiento, hechos con polvo de metal o con “vidrio chip”, método para abrir fisuras transversales. Quizás uno de los serios problemas del vitral actualmente –en nuestro país y en el mundo- es el de sus costos. Como todo lo elaborado manualmente durante semanas o hasta meses enteros de trabajo, el vitral es costoso. Por lo tanto, una nueva forma has hecho su aparición: se trata del vitral transparente. Se bisela cada pieza del gran rompecabezas antes de hacer el ensamblado. De este modo, la luz, aunque no es matizada por colores, es desprendida de sus cualidades comunes por los ángulos y contornos del vidrio. Esta técnica se usa sobre todo en puertas y está muy presente en la arquitectura actual.
Una de las formas más fáciles de trabajar el vidrio para darle una nueva perspectiva es pegando piezas de colores sobre una base de cristal transparente. Esta técnica, de “fusionado”, hoy está de moda. Con ella se logran desde grandiosos diseños hasta figuras mucho más sencillas y pequeñas, como cruces para bautizos, adornos para árboles de Navidad o figuras varias. El “fusionado” es laborioso aunque se esté eliminando completamente el plomo y el cemento. Es necesario elegir piezas de cristal compatible para no arriesgar que la expansión diferente de los materiales perjudique el producto acabado. Todo se hace con calor intenso de hasta 750°C salido de los hornos que ablandan e integran las diferentes piezas. Tanto en los primeros y más grandes talleres, como la Casa de la Peñas, o la Mansión de los Vitrales, en la ciudad de México, o en los recientes, como los de Ricardo Lemus, estos singulares vidrios siguen produciendo su magia. No hay límite para la imaginación cuando el artesano se viste de artista y comienza a pintar de luz el ambiente.
Fuente: México desconocido No. 252 / febrero 1998