El culto ritual del juego de pelota - México Desconocido
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Arte y Artesanías

El culto ritual del juego de pelota

Veracruz
El culto ritual del juego de pelota fifu

Los ayudantes de Ocho Conejo se movilizaban diligentemente: había que concluir con el honroso trabajo de ataviar a este afamado jugador de pelota...

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Desde las primeras horas de la mañana, después de que el personaje se había purificado en las aguas de un río cercano a El Tajín, sus dos servidores se afanaban por vestirlo y sahumarlo con el oloroso copal; ahora, después de sujetarle el protector que cubría la cintura le ataban una tira de cuero que protegía los glúteos, y una especie de rodillera, hecha también de la piel de un venado, que evitaba las heridas cuando el ágil jugador se tiraba al piso para golpear la pelota con la cadera.

Desde hacía muchos siglos, en toda la región costeña se practicaba el ritual del juego de pelota, incluso aquellos poblados pequeños que tenían pocos adoratorios para los dioses contaban con una cancha donde se desarrollaba el deporte sagrado, que atraía a los vecinos del lugar a vitorear las hazañas de estos heroicos jugadores.

Estos peculiares edificios se construían siguiendo un patrón especial; el patio central no tenía ningún techo que lo cubriera, por lo que el jue­­go se realizaba al aire libre y a la luz del sol. En efecto, la cancha era el reflejo del firmamento, por ello el pa­sillo central, donde se enfrentaban los jugadores tratando de golpear la pelota con la cadera o con el antebrazo, según fuera el caso, se pensaba que era el camino que seguían los dioses del firmamento protegiendo el movimiento del sol o impidiéndolo.

En los dos extremos de la cancha se ubicaban los cabezales, donde se reu­nían los jugadores de ambos equipos para cambiar de posición o recibir indicaciones y dar continuidad al ceremonial.

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Ocho Conejo escuchaba el rítmico sonar de los tambores, cuya música precedía el juego y atraía mágica­mente la atención de los dioses, de manera que al iniciarse la acción los hombres y las deidades estuvieran pendientes de su desarrollo. Finalmente, sus ayudantes concluyeron con el laborioso cuidado de colocar los protectores, y el jugador estaba listo para enfrentar su destino.

La fecha en que se realizaba esta compleja ceremonia deportiva correspondía al tiempo en que deberían llegar las lluvias; el tiempo caluroso había agotado a la gente, era necesario asegurarse de que el patrono celeste, encargado de traer el agua que calma la sed de la tierra, llegara puntualmente pero, sobre todo, que no viniera con demasiada violencia como en aquel tiempo en que las tormentas arrasaron con los pueblos de las montañas y los cadáveres fueron llevados por el indomable río, que en su crecida había inundado los campos de cultivo y destruido las casas de los agricultores.

Para esta ocasión asistieron ocho jugadores que representaban cada uno las esquinas del mundo, era importante para todos conocer el destino que aguardaba el universo en el cambio de estación; las secas terminaban y llegaban las aguas, había entonces que saber con precisión si habría obstáculos para la feliz continuidad de la existencia. Los caracoles sonaron y todo el mundo puso atención en el sacerdote principal, que llevaba en sus manos la sagrada pelota de hule.

La música cesó y se hizo un mágico silencio, Ocho Conejo fue el primero en dar el golpe con su cadera, iniciando así el rítmico y violento transcurrir del juego; los ocho jugadores, cuatro de cada bando, se habían ataviado con los ornamentos que los identificaban como dioses vivos, como deidades que se hallaban en cada uno de los rumbos del universo; nuestro personaje traía en su cinturón protector el signo del movimiento, que entre los ha­blan­tes de náhuatl se llama ollin, considerándolo como su amuleto que le infundía la fuerza para dar los golpes más fuertes, y hacer que la pelota llegara cerca del cabezal.

La pelota estaba hecha de ese material lechoso que escurría de ciertos árboles de la selva, a los que se hacía una incisión con las hachuelas de piedra, permitiendo que el líquido escurriera durante varias lunas. Después de que se le recolectaba, se vertía en ollas de agua hirviendo, don­de se mezclaba con algunas hierbas que sólo los sacerdotes conocían.

Pacientemente, uno de los ancianos que desde niño adquirió la experiencia de elaborar las pelotas siguiendo las instrucciones que le había da­do su padre, tomaba de la olla uno a uno los trozos de hule, estirándolos hasta formar bandas delgadas con las que daba forma a una esfera, enrollándola con el lechoso material hasta que adquiría el tamaño requerido. Con una navaja se punzaba la pelota para sacarle el agua que hubiera quedado aprisionada. El gru­po de trabajadores que había participado en todo el pro­­ceso contemplaba con admiración la forma en que aquel anciano rebotaba la pelota, al tiempo que les explicaba la calidad que debería tener este valioso objeto.

El juego requería de un arduo entrenamiento. Los jugadores habían de ser ágiles, poseer una mirada de jaguar y la destreza de los monos, ya que saltaban para enfrentar la pelota con su cadera, dando el golpe en el lugar preciso, donde se localizan los huesos más fuertes de la cintura; si la pelota pegaba en los muslos provocaba brutales moretones, incluso podía romper los huesos de la pierna, o peor aún, si golpeaba en las cercanías del estómago o el hígado, podía hacer estallar las vísceras del jugador. Se sabía de algún torpe participante que enfrentó la pelota con el pecho y murió de manera instantánea, pues a causa del golpe su corazón se había detenido.

Por todo ello los jugadores debían proteger sus órganos más delicados con gruesos cinturones, rellenos de tela y cubiertos de piel, que amortiguaban el peligroso impacto de la pelota. El cuidado de los antebrazos se lograba con bandas hechas también de algodón y de cuero, mientras que las manos se envolvían con tiras de piel de venado, muy curtidas. De este material se hacían las bandas que sujetaban los glúteos para impedir que en las caídas y sentones, esta parte del cuerpo sufriera daños. Los talones y las rodillas se envolvían también con pedazos de cuero.

Los asistentes al juego se emocionaban con la habilidad de los participantes en este deporte; para el pueblo en general, ellos eran dioses vivientes que tenían la delicada misión de mostrar las intenciones de las deidades; algunas de éstas buscarían el fin del universo; otras, por el contrario, trabajaban denodadamente por ofrecerles todos los elementos que requerían para su subsistencia, y el agua, siendo preciado líquido, era uno de los más importantes para la continuidad de la vida.

Durante muchas jornadas se veía y se oía el golpetear de la pelota, y en cada vaivén los sacerdotes, aquellos que se encargaban de leer en esos movimientos la acción y el designio de los dioses, intercambiaban entre sí sus impresiones y consultaban el firmamento buscando los signos que les ayudaran a interpretar el significado del juego de ese día.

El equipo de Ocho Conejo empezó a dar muestras de cansancio, mientras él les alentaba con palabras valerosas, amenazando a los cobardes y exaltando el destino luminoso de aquel que alcanzara el movimiento vital que hiciera posible la llegada precisa de las lluvias.

El destino en ese día marcó el final de una carrera de triunfos: Ocho Conejo saltó para recibir la pelota que desde atrás había lanzado el más ágil jugador del equipo contrario, y al golpear la pelota, ésta tomó otra dirección, provocando en el público un grito lastimero; de inmediato los sacerdotesordenaron que el juego terminara, habían observado con terror que la pelota marcaba el fatal designio.

El jugador, agitado y sudoroso, enfrentó con orgullo su destino, mientras los asistentes se preparaban para la brutal ceremonia. El sacerdote principal indicó al líder del equipo contrario que sujetara por los brazos a Ocho Conejo cuando éste se hubo aposentado en la piedra sagrada. Finalmente, aquel momento que esperó siempre, desde que aprendió los primeros movimientos del juego, estaba por llegar, su respiración agitada denotaba su miedo, pero su rostro impávido sacó de lo más hondo de su interior la hombría que le había identificado desde siempre y que le había convertido en el héroe de la chiquillada que le seguía animadamente cuando caminaba por el mercado o cruzaba por la ciudad.

Otro de los jugadores le espetó palabras de valor, mientras que el supremo sacerdote, que sujetaba el cuchillo de sílex con la mano derecha, mientras que con la izquierda sujetaba su cabellera, enterró de un golpe el navajón en el punto preciso, donde está la vena que nutre de sangre nuestro cuerpo, cortando así la vida de Ocho Conejo, para posteriormente, de manera muy ágil, cortar por el frente y concluir desprendiendo la cabeza de la columna vertebral.

La sangre brotaba incontenible, mostrando al pueblo que así llegaría la lluvia que tanto esperaban. La cabeza fue levantada en alto y algunas gotas de sangre cayeron sobre la pelota. La destrucción del universo se había conjurado, Ocho Conejo se uniría al sol con un destino glorioso, destino que tenían todos los jugadores que habían ofrendado su vida para evitar el final de la creación de los dioses.

El juego de pelota, en su interminable sucesión, como un ceremonial de vida y muerte, constituía uno de los elementos más importantes en la trama que hombres y dioses habían entretejido.

Fuente: Pasajes de la Historia No. 5 Los señoríos de la Costa del Golfo / diciembre 2000

autor Conoce México, sus tradiciones y costumbres, pueblos mágicos, zonas arqueológicas, playas y hasta la comida mexicana.
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