El entierro de un príncipe mixteco
No podía ser más grande el pesar que sentía nuestra gente: el más querido gobernante, el señor 5 Flor, había muerto de una extraña enfermedad.
Todavía joven a sus 25 años, 5 Flor tenía varias esposas, había sabido ser un buen gobernante y la gente lo respetaba.
Los preparativos para las ceremonias fúnebres ya habían comenzado. Toda la noche, sus más cercanos parientes habían acompañado al difunto, que aún se encontraba en su palacio, ubicado en un punto alto de Teozapotlán, la ciudad capital de su señorío. Aunque se encontraba lejos del reino de quien fuera su padre, el señor de Tilantongo, 5 Flor había levantado en Teozapotlán.
Un asentamiento mixteco desde hacía varios soles, desde que, por acuerdo de sus respectivos padres, se había casado con la hija del señor de Zaachila, y así había llegado a ser el amo absoluto de estas tierras, a cuya gente se había ganado con su infinita bondad.
Su madre y sus hermanas habían venido de las tierras altas de los ñuusavi, y apenas llegaron para verlo morir. Su madre sahumó el cuerpo y lo entregó a los dioses, ellos sabrían por qué lo recogían tan pronto. Seguramente porque había sido tan bondadoso le tenían otra misión encomendada. Pero ese razonamiento no liberaba al grupo de mujeres de una gran pena; su madre, sus esposas y sus hermanas lloraban a gritos la muerte del señor, lo mismo que sus sirvientes más allegados.
Las ceremonias fúnebres se iniciarían al amanecer. Mientras tanto, 5 Flor fue vestido por última vez por los sacerdotes con ropas de algodón blanco y sandalias nuevas de ixtle, y colocado sobre una estera con andas. Sus manos fueron cruzadas sobre el pecho y en sus dedos le pusieron cuidadosamente dos grandes anillos de filigrana de oro que representaban su linaje y su misión de conquistador, la cual había cumplido cabalmente. En su cuello llevaba varios collares de grandes cuentas de ámbar, de jade, de turquesa, de oro, de cristal de roca, de coral y de conchas de mar. También portaba las grandes orejeras de obsidiana que usaba cada vez que salía a recorrer sus dominios. Una gran cuenta de jade fue colocada en su boca, y en la cabeza la diadema de oro con que celebró su entronización diez años antes. En el pecho tenía una enorme máscara hecha de pequeños mosaicos de turquesa, coral y obsidiana sobre una base de madera fina, elaborada por un famoso artesano especialmente para este momento. Igualmente, portaba su chimalli o escudo simbólico que tantas veces lo librara de la muerte en el campo de batalla. El escudo era de oro macizo y estaba decorado con un xicalcohiuqui realizado en mosaicos de turquesa; sus bordes, de hilo de filigrana, simulaban los rayos del Sol, y en su parte inferior colgaban varios cascabeles de oro.
En una de sus manos se le colocó el bastón de empuñadura de oro con efigie de serpiente, símbolo inconfundible de su autoridad sobre los habitantes de estas tierras, el cual le había sido entregado por su padre al momento de contraer matrimonio, ya que representaba el nuevo poder que había adquirido al hacer la alianza matrimonial con estos señores del valle.
Rodeado de flores blancas y de sahumadores llenos de copal y tabaco, entre la música fúnebre de flautas y tambores, el cuerpo fue llevado en hombros hasta el templo principal, situado en el punto más alto de la ciudad, hasta donde acudieron sus súbditos a presentarle sus respetos.
El templo había sido sahumado, y vaciado de tal manera que únicamente el cuerpo de nuestro amado señor estuviera adentro, sólo acompañado por un sacerdote que periódicamente cambiaba los sahumadores y decía oraciones, mientras que afuera del templo la población se aglomeraba esperando la oportunidad de ver por última vez a su gobernante.
Hacia el mediodía habían llegado los señores de Cuilapan y Lyobáa (Mitla), y otros representantes de pequeños pueblos de la región. Sólo entonces se permitió el acceso al templo, para que estos súbditos entregaran sus ofrendas y presentaran sus respetos al difunto, que había sido su gobernante máximo y a quien debían sus reinos. Después de ellos, cada uno de los habitantes de Teozapotlán lo despedimos con flores del campo, lloramos, le hablamos y tocamos su cadáver.
Todo el resto del día y la noche duró la despedida. Los sacerdotes habían ordenado a las mujeres preparar alimentos para todos; chocolate, tortillas y mole se repartían entre los asistentes; los hombres ancianos fumaron tabaco y consumieron pulque, y cada uno de ellos dieron al difunto recomendaciones para su paso a la otra vida, tocaron su frente y colocaron un objeto sobre el cuerpo; uno de los ancianos puso un pequeño pájaro sacrificado dentro de una vasija, otro un abanico con mango de jade, otro más un vaso de alabastro; algunos cuentas de jade y figuras caprichosas de obsidiana que habían tallado ellos mismos; en suma, recibió una gran cantidad de objetos que le ayudarían a pasar a la otra vida.
En otro lugar, un grupo de hombres ya trabajaba afanosamente con el sacerdote principal en la apertura de la tumba. Ésta se encontraba debajo del piso de la casa del señor. Él mismo la había mandado hacer en forma de pequeña casa, toda de piedra, pintada de rojo y con techo plano de grandes lajas. En los muros laterales había pequeños nichos para que se colocase su ofrenda, y en el muro del fondo dos enormes lechuzas con las alas extendidas y grandes ojos abiertos para que lo acompañaran en la oscuridad de su viaje. El sacerdote principal ordenó traer al mismo escultor para que labrase una efigie del señor 5 Flor, con su nombre inscrito, con una bolsa de copal en una mano y su bastón de mando en la otra. De esa manera, pensaba, no perdería sus poderes ni con la muerte.
La tumba fue sahumada en su interior, los huesos de un anciano pariente del señor, muerto varios años antes, fueron amontonados en una esquina de la tumba junto con los pocos objetos que le habían ofrendado, de tal manera que la tumba quedara libre para el entierro principal. El acceso a la tumba se limpió, se roció con agua y se adornó con flores, y el escultor dio los últimos toques a la efigie del señor. Mientras tanto, en sus casas, sus tres esposas eran bañadas y purificadas con hierbas; las tres lloraban, al igual que sus familias, pues sabían que a la muerte del señor ellas debían acompañarlo, siempre lo habían sabido, pero llegado el desenlace sentían la gran pena de dejar a sus familias.
El temido momento del entierro llegó; todos marcharon del templo a la tumba del palacio; ya todos se habían despedido del difunto, ya lo habían llevado a sus lugares favoritos, a oír a los pájaros y al río que tanto le gustaba; había pasado por todos los templos en su último adiós. Al llegar a la tumba, el sacerdote principal lo recibió diciendo oraciones. El cuerpo fue depositado en la entrada, mientras le colocaban diversas ofrendas, como caracoles marinos, collares de jade y vasijas pintadas. Luego los sacerdotes bajaron a la tumba y deslizaron el cuerpo hasta acomodarlo con la cabeza cerca de las lechuzas esculpidas en el muro, y en medio de oraciones fueron poniendo toda la ofrenda que llevaría el señor: vasos en forma de garra de jaguar, platos pintados para su comida, ollas con alimentos y con agua, vasos con patas en forma de serpiente y cabezas de águila, pintados con fondo amarillo y colores rojos y negros, platones decorados con mariposas, monos y jaguares y grandes cantidades de copal, todo dispuesto para acompañar al señor.
De pronto llegaron las esposas, todas ellas jovencitas, bellas, vestidas de blanco y purificadas por los sacerdotes. Entre el llanto de su familia, las mujeres bajaron a la tumba, resignadas, aceptando humildemente su destino. Un solo golpe del sacerdote encargado bastó para que cada una de ellas cayera muerta, ofrendada a su señor, para su compañía en el otro mundo. Igual suerte corrieron dos de sus fieles servidores y su perro negro, que no podía faltar en el sepelio.
En medio del llanto a gritos de las plañideras y de las familias, fue notable el momento en que la madre de la esposa principal depositó la única ofrenda para su querida hija, un pequeño plato decorado con pintura roja, en cuyo borde estaba prendido un indefenso colibrí azul, testimonio del amor que le tenía.
Al final de la ceremonia todo el pueblo y los visitantes quedaron sumidos en la tristeza, conscientes de que nunca más verían a su señor 5 Flor deambular por las plazas, pero al mismo tiempo estaban contentos de saber que se había ido con los dioses, al inframundo, a donde pertenecía.
El señor de Mitla platicaba que en su pueblo las ceremonias fúnebres se hacían de manera similar; sin embargo, decía que sus tumbas eran mucho más grandes y que tenían forma de palacios. Esculpidas con grecas de piedra y con finos acabados, las habían mandado construir en forma de cruz, señalando con cada lado los rumbos del universo. El último señor que había muerto había recibido muchas ofrendas, casi tantas como nuestro señor 5 Flor, pero había sido un gobernante muy severo y no había recibido tantas muestras de cariño como el nuestro.
El pequeño hermano de 5 Flor, heredero del trono, el mismo día de su entronización expresó su voluntad de que a su muerte fuera enterrado allá arriba, en el Cerro del Jaguar (Monte Albán), en una de las tumbas de los grandes señores benizá, para así honrar a esa gran ciudad y a sus legendarios guerreros al momento de su muerte.
Así será, buscaremos una tumba para él, porque la palabra de nuestro señor es mandato, así lo haremos…
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