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Crónica del descubrimiento del Gran Tzompantli

Ciudad de México

Los mexicas los levantaron como un testimonio de su poderío militar; los conquistadores españoles lo describieron conmocionados, para luego sepultarlo bajo capas de piedra y olvido. Hoy, el Gran Tzompantli ha resurgido de las entrañas de la Ciudad de México para contarnos su historia con voz propia.

Poco ‒prácticamente nada‒ parece indicar que en el edificio con el número 24 de la calle República de Guatemala se ha abierto un boquete en el tiempo para dejar al descubierto el Gran Tzompantli. La puerta tapiada, el aliento a polvo volcánico que sale de sus resquicios, la fachada opulenta hecha un cascarón: los mismos achaques que padece todo palacio y monumento del Centro Histórico de la Ciudad de México se acumulan en esta casona apretujada entre vecindades y comercios, a espaldas de la Catedral. La diferencia es que aquí, apenas unos metros detrás del zaguán y otro par más debajo del adoquín, yace un ejército de antiguos guerreros. 

Encuentro fortuito del Gran Tzompantli

Fue a finales de junio de 2017 cuando se anunció que en dicha casa se descubrió uno de los monumentos más intrigantes de la antigua capital mexica: una torre con al menos 350 cráneos que formó parte del Huey Tzompantli (que se traduce como “la gran torre de cráneos”) de México-Tenochtitlan. Descubierta por arqueólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la torre en cuestión sirvió como soporte del gran tablero donde los mexicas exhibían los cráneos de sus cautivos de guerra sacrificados; con una altura aproximada de 45 metros, una longitud de 13 y una anchura de 6, esta sección del Huey Tzompantli no solo brinda pistas sobre la ubicación y disposición de los edificios principales de la capital azteca, sino que también representa una valiosa oportunidad para que los especialistas obtengan de él nuevos testimonios del pasado. Así lo afirma Raúl Barrera, director del proyecto de Arqueología Urbana del INAH y uno de los encargados del proyecto de Guatemala 24.

 David Paniagua

Su conversación no lleva prisa y, por el contrario, le hace honor a su vocación acudiendo de inmediato al pasado:

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“El descubrimiento se hizo luego de que los dueños del predio donde nos encontramos solicitaran al instituto (INAH) su colaboración para hacer un estudio sobre la cimentación de este edificio. Por su relación y cercanía con el Templo Mayor (apenas a media cuadra de distancia) y su semejanza con lo relatado por conquistadores como Andrés de Tapia, dedujimos que esta estructura formaba parte del Huey Tzompantli”

Afirma el arqueólogo, con los ojos puestos en la gran oquedad abierta al centro de lo que podría ser la sala de cualquier casa. Desde ese abismo, unos rostros de hueso se asoman por encima de la tierra apisonada; una canción ranchera se filtra desde el exterior (¡Volver, volver, a tus brazos otra vez…!) y todos los siglos y todos los Méxicos con sus ironías se amontonan en ese instante y en ese salón. 

El legado del emperador

Es justo el apilamiento, esa obsesión tan mexicana (al parecer, muy antigua) de encimar capa sobre capa, lo que permitió que estos cráneos permanecieran casi íntegros y en el mismo lugar donde fueron colocados hace más de quinientos años. Lo explica la arqueóloga Lorena Vázquez Vallín, jefa de campo en la excavación:

“Si el material óseo se ha podido conservar es gracias a que se ha afianzado con la misma tierra, cal, arena de tezontle y gravilla puestos en la construcción de la torre y del basamento del Huey Tzompantli. Mezclados estos elementos, formaron una especie de argamasa que ha mantenido los más de 10 mil fragmentos de cada cráneo en su lugar”.

Desde luego, la disposición realizada por los mexicas también ha tenido parte del mérito: perforadas a la altura de las sienes, las testas eran ensartadas en postes y vigas de madera a través de estos orificios, para luego ser exhibidas para fines rituales y de ostentación militar. Y aunque no existe certeza sobre el número total de cráneos apilados en esta estructura, lo que sí es un hecho es que el intrincado ensamble del tzompantli, sobre todo en la base de la torre circular recién develada, también permitió su perpetuación.

Hoy, son poco más de un centenar los cráneos rescatados y reconstruidos, y tanto Lorena Vázquez como Raúl Barrera no tardan en aclarar que los restos que apreciamos pertenecen a la sexta etapa constructiva del Templo Mayor, entre los años 1486 y 1502. “Corresponden al reinado del tlatoani Ahuizotl, antes de la llegada de los españoles”, puntualiza Barrera, pues las últimas fases fueron destruidas por completo por los europeos y sus aliados indígenas. Del reinado de los tres emperadores más célebres, los que dan nombre a calles, delegaciones o estaciones de metro (Moctezuma II, Cuitláhuac y Cuauhtémocno queda casi nada en pie.

De cara a los ancestros

¿Quiénes fueron las personas cuyos rostros sin cuerpo advertían sobre la ferocidad y devoción de los mexicas? ¿De dónde provenían? ¿Qué nos pueden decir sobre la práctica del sacrificio humano en la época prehispánica?

Cruzando un pasillo estrecho, también partido a la mitad por una zanja que deja al descubierto los siglos de adoquín y piedra, se llega a otra habitación. Amplia y de techo elevado, fungió como vidriería y tienda de muebles, y hoy es el cuartel desde donde los antropólogos miran el pasado a través de las cuencas vacías de los ancestros. 
Dispuestos sobre una enorme mesa, liberados de sus ataduras minerales, 84 cráneos reconstruidos con minucia y paciencia esperan para revelar sus secretos.

Como suponían los investigadores antes de la revelación del tzompantli, la mayoría de los restos pertenecen a adultos jóvenes de sexo masculino, muy probablemente capturados en batalla y sacrificados para honrar a Huitzilopochtli, deidad principal de los de Tenochtitlan; sin embargo, estudios de antropología física han revelado también la presencia de cráneos de mujeres y niños. Al respecto, hay más teorías que certezas.

“Por un lado, el hallazgo de individuos femeninos podría indicar que en Mesoamérica existieron guerreras que también combatían. Sin embargo, otra explicación posible es que estos cráneos fueran de mujeres sacrificadas durante festividades dedicadas a alguna advocación divina, no precisamente cautivas de guerra”, apunta Barrera.

Con su mismo tono solemne, taimado, el arqueólogo recuerda que entre los mexicas era habitual escoger a un individuo para encarnar las potestades de algún dios o diosa. Ataviados con pieles, telas y papel; ornados con pinturas minerales y piedras preciosas, estos elegidos portaban los símbolos y adquirían la personalidad del dios para luego entregar su vida y unirse a él en su trayectoria diaria a través del cielo, transitar los salones del inframundo o vivir rodeado de placeres y aguas brotantes en el paraíso de Tláloc.

“Para ellos, morir en sacrificio era un honor, el privilegio más elevado”, enfatiza Barrera.

Al caminar frente a esos 84 rostros resulta inevitable pensar en cómo lucían en vida, qué lengua hablaron y cómo era el lugar donde nacieron. En ese momento, Lorena Vázquez llega con algunas respuestas: “En algunos individuos se puede notar la deformación craneana característica de ciertas culturas. Este de por acá se corresponde con el estilo que preferían algunos pueblos indígenas de la misma cuenca de México, por ejemplo. También hay huastecos, reconocibles por la deformación tabular de su cabeza y la limadura de sus dientes, rasgo de belleza y estatus”. “Él es un pequeño de entre 3 y 4 años y medio de edad. Lo sabemos por su dentadura, que aún no corresponde con la de un niño mayor”, comenta mientras señala una cabeza que, por sus menudas dimensiones, sobresale entre los macizos guerreros. “Ella es ‘La Quinceañera’: su conformación craneal nos indica que es una chica de alrededor de quince años de edad”, dice Lorena, con cierto dejo de cariño y complicidad, acerca de un delicado cráneo al centro de la mesa. Su número de catálogo, 
el 15E.

Compromiso con el pasado

Al final del salón, la restauradora Vehelma Martínez-Garza une los frágiles fragmentos de hueso para traer al siglo XXI el rostro de un mexicano del siglo XV. Con las manos envueltas en paciencia y los dedos afinados como un instrumento musical, va colocando pequeñas piezas de humano en su lugar. 
Y aunque confiesa que antes pensaba más en la identidad de quien estaba reconstruyendo, algo que no ha perdido es el respeto por el individuo. Lorena, Raúl y Abel Badillo, antropólogo que también labora en la excavación, comparten ese respeto. Se palpa en las palabras precisas que utilizan para mencionar personajes, lugares históricos, el paso del tiempo; se percibe en sus movimientos cuidadosos dentro de la sala y en la emoción contenida de saber que están descubriendo un tesoro paso a paso, poco a poco, ya que los trabajos de recopilación e interpretación de todo lo hallado apenas comienzan.

Vendrán otras temporadas de excavación y con ellas, quizás, novedades que nos permitan profundizar en las raíces de hueso y obsidiana que tiene esta capital de concreto. Por lo pronto, los restos de los hombres, mujeres y niños cuya muerte pretendía alimentar al sol, hoy arrojan nueva luz sobre la rica y compleja vida del México antiguo. Han cumplido su misión.

Tzompantli en la ciudad de mexico
Arturo Torres Landa
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