En busca de las delicias gastronómicas de Holbox
Vive una experiencia gastronómica inigualable en la isla de Holbox, Quintana Roo, de mano de nuestra viajera experta.
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En un bote todo cambia. Ahora se mece taciturno, íntimo y dilatado al mismo tiempo. Las ondas se imponen, los pies dejan de moverse, la mirada es la única libre para andar el agua. Antes del horizonte, de su línea interminable, todo ocurre: la propia existencia, la de los otros navegantes y aquella submarina amenazada por las cañas de pesca. Partimos al alba, en circunstancias así, con un sol todavía apaciguado. Atrás quedaba la isla de Holbox, entrábamos al océano abierto. Íbamos en busca de lo que más importa, de comida.
Holbox vive de las olas, de la destreza de su gente para atrapar lo que hay en ellas. Pargos y robalos, curvinas, rubias, meros, pulpos y langostas terminan, si se descuidan, en alguna lancha, en alguna cocina. En su fin hay sustento, equilibrio cuando los seres humanos se interesan en procurarlo.
Ese día picaron unas cuantas rubias y un mero. A bordo, además de los pescadores y mi curiosidad, iba el chef del hotel Las Nubes, José Fernando Pérez. Su presencia era la promesa de un ceviche fresco. Nos detuvimos en Cabo Catoche, la punta más septentrional de la Península de Yucatán. Ahí se juntan el Golfo de México y el Caribe, también mis recuerdos.
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Las palmeras regalaban sombra, con sus caídas hojas improvisamos un mantel para la mesa que llevábamos. Corría el viento continental. La isla podía esperarnos un poco. El chef se dispuso a cocinar lo obtenido bajo las ondas, y mientras eliminaba escamas comenzó a dibujarse el hombre frente a mí. Eso tiene la gastronomía de cualquier lugar: el pasado de quien guisa ha de aparecer en los platos.
José Fernando no era de Quintana Roo sino de un pueblito de Yucatán llamado Tecoh. Llevaba consigo los olores de los mercados de su infancia: orégano y menta, cochinita pibil, caldo de pescado con axiote. Solía vender leña, también carbón, hasta que descubrió que el paisaje cabe en una cazuela y puede transformarse. Las manos que aprendieron a generar sabores con la sazón yucateca, son las mismas que ahora lo hacían a la usanza holboxeña. Así se forman las tradiciones culinarias, de sumas y multiplicaciones, de historias personales superpuestas a ingredientes o regiones.
Mientras divago, el pescado que prepara José Fernando se marina con jugo de limón, aceite de olivo y sal de mar de Las Coloradas —el litoral en Yucatán donde se extiende una resplandeciente salinera rosada—. Cebolla morada, tomate, cilantro, chile habanero y aguacate fueron añadidos. Al final no era ceviche lo que con tostadas y hambre degustamos, era nuestra paciencia en el océano horas atrás, la naturaleza convertida por el chef en un momento exquisito.
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El regreso
Se terminaron las tostadas, la mañana. Subimos de nueva cuenta al vaivén en que veníamos. Solo que el trayecto de vuelta no fue en línea recta. Antes pasamos por Yalahau, un ojo de agua dulce donde se origina la laguna del mismo nombre. Desde ahí, encaramado el cuerpo en una escalera, se alcanzan a ver las sabanas de Chiquilá.
Los hombres de mar que me acompañaban quisieron luego presentarme un par de islas cercanas a Holbox: Isla Pasión e Isla Pájaros. La primera es un pequeño universo de iguanas y árboles de mangle, con un mirador de madera donde se acumulan los años. La segunda posee un nombre elocuente, y para resguardo de alas y nidos solo puede ser observada desde un muelle elevado.
La tarde esperaba ya en el hotel Las Nubes. José Fernando, el chef, desembarcó deseoso de ver las consecuencias que su ausencia podría traer a la cocina. La carta del restaurante está llena de promesas (por él diseñadas) que deben cumplirse cabalmente: pulpo a la parrilla con hortalizas frescas, filete de mero en salsa de alcachofa, langosta al tequila con crema de Kahlúa. En una mesa frente al mar, ordené los ravioles rellenos de cochinita pibil, bañados en salsa de chaya —un pesto que en lugar de albahaca lleva la típica planta del sureste—. Aún no los olvido.
Curiosas son las manos de quienes viven en Holbox, no importa lo que hagan hay algo de mar y sal en todo lo que crean. El salobre resultado posee sutilezas que, valga la contradicción, endulzan el paladar. El mismo pan de Las Nubes puede servir de ejemplo.
Sin pan o ravioles en el plato, me quedaba solo replicar lo que había visto hacer a otros huéspedes mientras comía: caminar las olas. En lugar de mar abierto, hay delante de Las Nubes un banco de arena por donde la gente deambula.
El océano breve, adormecido, termina donde se deslizan lanchas o navegan kayaks. Más allá, el viento mueve nubes y papalotes de colores con surfistas detrás.
Se fue el sol, quedó su rastro rojo y violeta. Volví al hotel como quien regresa de un largo viaje. Subí a la terraza. Ahí, en un coctel con vino blanco y gotas de curaçao, mi alma de expedicionario encontró consuelo.
Otros sabores
Creí sentir, mientras bebía, la envidia de los marinos que no conocí. Poco sabía entonces, pero al día siguiente iba a probar, en el centro de Holbox, las empanadas de raya entomatada que las mujeres del restaurante Las Panchas preparan. Son varias y son hermanas. Crecieron con las albóndigas de pescado macabí que su mamá cocinaba. Fueron niñas acostumbradas a un patio trasero con tiburones puestos al sol. Su papá o sus hermanos los salaban después de atraparlos y terminaban empacados rumbo a Japón, o en los platos de todas ellas, guisados a la vizcaína.
Cuentan que aprendieron pronto el lenguaje de la candela, así le llaman al fuego. Con él transforman pescados y mariscos, de él viven ahora. Pero hablar de sus platillos y su restaurante es sal de otro día holboxeño.
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