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Ensenada, el verdadero jardín de las delicias

Baja California

Como si apreciáramos una obra de arte, pasamos tres días como tres piezas que conforman un viaje hacia una de las regiones gastronómicas más ricas del país.

Una bandada de pájaros (¿gaviotas?) levantó el vuelo, debió haberlos asustado algo que no vi. La escena del exterior que el ventanal de cristal del restaurante Muelle 3 me permitió observar era bastante limitada, pero pude ver a la parvada revoloteando en un ordenado caos de alas y graznidos. Después de vaciar el contenido de los tres grandes platos, enfoqué mi atención en el exterior, y de repente, entre el sopor de los excesos culinarios y los reflejos que las ventanas de las embarcaciones proyectan, la pequeña porción del malecón se convirtió en una escena olvidada pero conocida. La bandada de aves; los leones marinos acostados en los tablones del muelle formando una alfombra boluda y movediza, que bien podrían ser los animales fantásticos que habitan el cuadro; el agua que estaba ahí: la Bahía de Todos los Santos; los frutos exóticos y la tentación de pecar… palomita y palomita. Todo está ahí.
Rodolfo Vallado

El tercer botón de mi camisa, antes holgada, luchaba una batalla perdida, así como la poca capacidad de discernimiento que el plato de ceviche de camarón, pulpo, atún y almejas me dejó, ante una visión cuya veracidad no merece ningún tipo de cuestionamiento. Me encontraba viviendo la primera parte de El jardín de las delicias. Y no, no estaba en un edén bíblico de tierras ignotas, me hallaba en Ensenada y mi único consuelo ante esta gran revelación era que aún me faltaban los otros dos cuadros que conforman la obra.

EL PRIMER CUADRO: EXCESOS PERO NO TANTOS

Los libros y Google deben estar equivocados. Según la historia, Jheronimus van Aken (mejor conocido como el Bosco) nació en un lugar llamado Bolduque, Países Bajos, a un poco más de nueve mil kilómetros de Ensenada. Al parecer nunca visitó Baja California, ¡bah! Tratando de forzar una línea de pensamiento difusa, poco sustentada e ignorante de fechas y hechos de la vida real, traté de encontrar un vínculo entre el citado cuadro y el lugar donde me encontraba; porque no hay duda; el Bosco, de alguna manera que ahora escapa a mi entendimiento, se inspiró en las bondades que solo Ensenada puede ofrecer.

Para descrédito de mi teoría, la amable mesera no fungió como serpiente incitadora que me tentara a continuar explorando el pecado de la gula, todo lo contrario. Tal vez haya visto mi mirada perdida o el sufrimiento del tercer botón de mi camisa. No me ofrció otro platillo que igual no me cabía.

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Tras situarme en este extremo del malecón, enfilé mis pasos hacia la gran bandera. Todo lo que veía, a pesar de que el viento me había devuelto algo de razón, encontraba eco en algún rincón de la pintura. ¿Viste la película 23, donde Jim Carrey encuentra el número 23 en todo lo que lo rodea y termina enloqueciendo? Así pasaba acá, pero en lugar de cifras aparecían elementos deliciosos. ¿Había banderas tricolores en el cuadro? No lo creo, pero no importa. Lo capital es que la ligera caminata hizo espacio en mi estómago y requería ser llenado, así que no creí conveniente permitir que tanto mi imaginación como el tercer botón de mi camisa se relajaran.

Algo tiene Ensenada que logra incitar el apetito de personas que acaban de comer. El hecho de caminar por afuera del Mercado Negro, infranqueable obstáculo entre el Muelle 3 y la gran bandera que está adelante, despertó algo que apenas empezaba a cerrar los ojos. El peculiar aroma del pescado y marisco fresco (fresquísimo) hizo que cambiara de dirección. El clima de Ensenada no llegaba a su punto más cálido, pero ya había dejado atrás el frío invierno. La temperatura es la ideal para caminar. La bandera se hacía más chica mientras llegaba a la calle Primera. Entre tiendas de souvenirs, artículos de piel con el nombre Ensenada grabado de diferentes formas y artesanías hechas expresamente para turistas estadounidenses encontré La Conchería, un pequeño local de apenas un año de vida con una gran barra lateral, donde el chef Roberto de Anda (sí, él) acepta el papel de proveedor de materia prima para pecar: almejas y ostiones.

Del menú que cambia de acuerdo a la pesca del día, recomiendo también el ceviche de generosa, pescado y pulpo con toques de menta; o el ceviche de pescado con chile güerito. Si para el final de esta segunda (¿o tercera?) comida no te sientes como en el cuadro de el Bosco, debes buscar ayuda profesional.

Para cuando abandoné el agradable local, la tarde se había adueñado del puerto, y debió ser por el clima mediterráneo que empecé a verle parecido a Ensenada con las costas holandesas. ¿Bolduque tiene costa? No lo sé y tampoco importa. Con el paseo al hotel concluímos la primera parte del tríptico.

EL SEGUNDO CUADRO: LA ORGÍA GASTRONÓMICA

¿Cuántas horas de mi infancia habré pasado frente a una reproducción de El jardín de las delicias, colgado en la sala de la casa de mis abuelos? Por lo visto muchas. Cada visita, entre la hora de la comida y la de jugar, me planteaba el objetivo de descubrir alguna escena nueva. Mi favorito era el segundo cuadro, el más lleno de cosas; mi menos favorito era el tercero: oscuro y tenebroso.

Todo cae en su lugar, mi segundo día en Ensenada inició vertiginoso, a una velocidad mayor que la del día anterior. Para lograr una inmersión total en el mundo de la gastronomía local, decidí contratar un tour que me llevara a Valle de Guadalupe. El viaje tierra adentro fue corto, pero no exento de baches, hoyos, curvas insospechadas y polvo, mucho polvo. Aunque fuera con el estómago medio vacío —apenas había desayunado dos que tres cosas en los Mariscos El Gordito—, iba dispuesto a encontrar similitudes entre mi realidad culinaria y la otra realidad, la del cuadro, aun cuando no existiese ninguna.

La primera parada fue en Encuentro Guadalupe, un lujoso complejo que tiene cubiertos todos los placeres que se podrían pedir: hospedaje, restaurante y tienda vinícola, todo en un ambiente de tranquilidad y descanso. En el área que comprende hay veinte ecolofts y una ecovilla. La parte gastronómica está bien representada por Origen, el espacio de operaciones del chef Omar Valenzuela, donde se hacen cenas maridaje con el vino que sus tierras produce y que, además, cuenta con un huerto propio. Aquí volvió la vorágine alimenticia del mejor nivel. Si nunca has estado ante una mesa en Ensenada, lo encontrarás pretencioso; si ya has tenido el placer, creerás cuando te digo que no importa qué pidas del menú, lo que aparezca en tu plato será algo increíble. Lo único que brindaba paz a mi espíritu rebosante (y a mi estómago) era el paisaje que tenía ante los ojos.


El recorrido me obligó a moverme lo más rápido que podía, que en realidad no era mucho. La distancia entre viñedos y restaurantes no es mucha, pero los caminos de terracería y los vericuetos que las camionetas deben sortear hacían que pareciera más. En la parte central de la obra citada, los personajes se ven enfrascados en una verdadera orgía que no tendría cabida en estas páginas, así que lo sustituí gustoso por una comilona sin límites, no por nada me había puesto una playera sin botones.

El siguiente punto que visité en Valle de Guadalupe fue Olivia El Asador del Porvenir, un restaurante instalado en la casona de campo de la familia de la chef Giannina Gavaldón. Cuenta con sala, chimenea y una cocina abierta a la vista de los curiosos. Para los días calurosos hay una terraza amplia con vista a los viñedos; para las tardes frías, una de las largas mesas del interior es el lugar ideal. Las porciones de los platillos son abundantes, para compartir entre dos personas (o no). Debes probar el tiradito de lengua con ensalada de nopal y chicharrón o la codorniz con mole rojo y puré de plátano macho. Una vez más, todo con productos propios, de la casa o de la región.

¿Qué siguió después del Olivia? ¿La cervecería artesanal Media Perra? ¿Las creaciones de Vinícola Torres Alegre y Familia? Recuerdo que visité las dos, pero no el orden. De lo que no me queda duda es que el segundo día fue coronado con varias copas de Vino del Viko versión tinto; una mezcla de uvas Nebbiolo, Grenache, Tempranillo, Zinfandel, Cabernet Franc y Merlot.

EL TERCER CUADRO: ¿POR QUÉ HACEN TANTO RUIDO?

El mismo Bosco llamaba “el infierno musical” al tercer cuadro de este tríptico, debido a los numerosos instrumentos que incluyó en la escena: gaitas, trompetas, arpas; eso debió ser un escándalo. Vaya que sí hay coincidencias: oscuridad, visiones mareadoras, confusión y, sobre todo, un incesante y estruendoso ruido provocado por todo lo que había alrededor. A estas alturas, el análisis artístico-culinario que había iniciado dos días atrás había perdido casi todo su encanto. No por haberse visto agotado o exhibido como falso, sino porque mi imaginación se encontraba cansada, no así mi apetito. Decidí, no sin un poco de pesar, dejar de lado la obra de el Bosco para entregarme, sin pensar en nada, al desayuno que significaría el fin del viaje. Terra Noble, el restaurante que, a voz del chef y propietario Edgard Romero, tiene la mejor vista de Ensenada.

El desayuno transcurrió tranquilo, sin criaturas fantásticas comiéndose a otras, ni infiernos, ni pecadores, solamente unos benedictinos mexicanizados; huevos montados en una gordita de rajas, con papa, salsa pico de gallo y la receta de la crema de frijol que Edgard creó para su examen profesional. Fue cuando mordí incauto la gordita de rajas cubierta, rodeada y aderezada con todo lo antes mencionado, que me di cuenta de que el mar abierto frente a la mesa se estaba moviendo de una manera inusual, dando vueltas. Para mi asombro, noté que el cielo y las nubes también. La propia gordita era un remolino de color y textura, imposible describirlo. Terminé el plato lo mejor que pude y me pregunté si acaso Vincent Van Gogh, otro holandés, sí habría visitado Ensenada. Todo parecía indicarme que sí.

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