Joyería del México Colonial y Republicano
Si bien es cierto que en 1520 ya había llegado a España un primer cargamento enviado por Hernán Cortés a Carlos V.
Que incluía, entre otras cosas, un collar de oro con 183 esmeraldas pequeñas, una vara (como cetro) rematada con dos anillos de oro y perlas, es fácil imaginar el asombro que causó a los frailes del monasterio de Guadalupe, en Extremadura, el obsequio que el propio Cortés llevara, a su regreso a España, a la virgen patrona de los conquistadores. Se trataba, según la descripción que se conserva en los archivos del propio monasterio, de un «escorpión» de oro: «el cuerpo del horrible animal encestado en mosaicos verdes, azules y amarillos y adornado con 45 grandes y claras esmeraldas, varias perlas, dos de ellas de un oriente excepcional en las tenazas de la sabandija».
Esta curiosa joya, obra de un orfebre indígena, era un ex voto ofrecido a la Virgen por el conquistador por haber salido bien librado de «una mordedura de alacrán o escorpión durante su estancia en Yautepec». Cabe aclarar que ciertas lagartijas venenosas eran llamadas -y son aún así nombradas en ciertas partes del país- escorpiones. Cortés, como hombre de su época, era muy amante de las hermosas joyas: llevaba siempre un relicario, un anillo con gran diamante y un medallón en el gorro.
Por coincidencia, al llegar Hernán Cortés a Guadalupe con su espectacular obsequio, se encontraba en el monasterio doña María de Mendoza, casada con Francisco de los Cobos, quien como secretario de Carlos V fue uno de los hacedores del imperio español. Doña María iba acompañada de su hermana y a ambas Cortés las colmó de regalos: joyas de oro y plata, perlas y plumas de quetzal, entre otras curiosidades. Desde ese momento, las damas españolas, siempre muy amantes de las alhajas, apreciaron los tesoros’ que ofrecía el Nuevo Mundo. Aunque en el testamento de Hernán Cortés no aparecieron alhajas, en el de su hijo Martín se inventariaron gran cantidad de joyas, entre otras, «doce botones de oro con dos rubíes cada uno y un diamante, una pluma con diamantes y rubíes, con camafeos, trece camafeos de gorra, innumerables botones de oro esmaltados, con piedras preciosas y dos sortijas «.
En el inventario de doña Juana de Zúñiga, su mujer, había collares de oro con diamantes tablas (corte de poca profundidad y en ángulos rectos muy en boga en el siglo XVI), sortijas de esmeraldas, rubíes y diamantes, muchas perlas, camafeos italianos y un rosario de piedras de Ixada (jade) y otras magnificencias. En cuanto a la plata, principal riqueza de la Nueva España, ésta y el oro ya eran trabajados por los orfebres prehispánicos mucho antes de la llegada de los conquistadores. A raíz de la Conquista, su explotación fue prohibida a los particulares en 1563, cuando el monarca Felipe II ordenó que tanto el oro como la plata fueran quintados y que todos los plateros establecieran sus tiendas en una misma calle de la Ciudad de México, a manera de la Platerías, en Valladolid. Esta calle llevaría hasta principios de nuestro siglo el sugestivo nombre de Plateros.
La medida tenía como fin el control, por parte de las autoridades virreinales, de los metales preciosos. Curiosamente, hay cosas en México que se rehúsan a desaparecer a pesar de todo: en dicha calle aún continúan establecidos plateros y joyeros. En vista de la cantidad y calidad de los metales y piedras preciosas de las tierras recién conquistadas, muy pronto empezaron a arribar lapidarios extranjeros, entre ellos Juan Alemán, de Alemania, y José de la Aya, de Holanda. Sin embargo, las joyas de las damas a menudo procedían de Europa, las piedras preciosas engastadas en el oro y plata novohispanos, enviados a la Metrópoli en lingotes. Otra de las grandes riquezas de la Nueva España fueron las perlas, descubiertas en los grandes ostrales por Hernán Cortés en el Golfo que lleva su nombre, en la Baja California, sobre todo en la llamada Isla de las Perlas. Cabe recordar que Porfirio Díaz recomendaba a las señoras mexicanas que compraran las perlas bajacalifornianas en vez de las orientales. Tristemente, hacia los años treintas una supuesta plaga acabó con los placeres. A últimas fechas se están tratando de rehabilitar exitosamente.
En 1596 Felipe II ordenó que todas las perlas del Pacífico se guardaran en «caja fuerte» y que sólo se permitiera a los negros, por su recia constitución física, pescar en los ostrales del Pacífico. Ya para principios del siglo XVII las perlas figuraban en todos los inventarios de la Nueva España. Hombres y mujeres las usaban en sus atuendos, como se puede constatar en los retratos, sobre todo en los dieciochescos. Las imágenes religiosas también las lucían con profusión.
Dichos collares y pulseras eran famosos, tanto en la Madre Patria como en la Nueva España. A finales del siglo XVIII, la astuta virreina Branciforte, hermana del valido Godoy, ingenió una treta a fin de adquirir una considerable cantidad de perlas. Empezó a lucir a toda hora collares de corales traídos de Italia, aduciendo que éstos habían reemplazado a las perlas en el gusto de las cortes europeas. No pocas damas novohispanas empezaron a vender sus perlas a precios ridículos para adquirir hijos de corales que la virreina había distribuido previamente entre los joyeros. Ella, por su parte, adquiría inmediatamente las perlas y las vendía en España, obteniendo así buenas ganancias.
Como se menciona antes, es en los retratos donde se puede apreciar la riqueza de las joyas del Virreinato. En el siglo XVIII estaban de moda los lazos y los botones de casaca de diamantes. Los relojes eran llevados en pares por las señoras, colgando de la cintura: poco importaba que marcaran horas distintas. Collares, pulseras, pendientes y arracadas de diamantes y perlas se aunaban con las esmeraldas -colombianas en su mayoría- a los diamantes en costosas montaduras de oro y plata.
El 21 de mayo de 1822, al ser coronado emperador Agustín de Iturbide, su esposa, Ana Huarte, iba ricamente alhajada con joyas prestadas por distinguidos miembros de la sociedad mexicana cuyos nombres, escritos en un pequeño papel, fueron pegados en el interior del atuendo imperial para así evitar confusiones en el momento que las piezas fueran devueltas a sus auténticas propietarias. Los niños no permanecían ajenos a la ostentación de las alhajas. Se hacían joyas en miniatura, réplica de las de sus madres, para el lucimiento de los hijos. Cuando un menor fallecía se le colocaban en el ataúd diademas, pulseras, collares y sortijas pertenecientes a sus familiares y amigos cercanos. Desde luego, la rapiña en las iglesias y cementerios en donde yacían los acaudalados difuntos estaba a la orden del día. Para ilustrar lo anterior, nada mejor que el caso de la marquesa de Sierra Nevada, a quien, según Artemio del Valle Arizpe, un buen día: «le dio un mareo, se puso pálida, le vino un dolor, se dobló blandamente y de pronto se quedó rígida en su lecho de cedro».
Conforme a la usanza, la marquesa fue ataviada con su mejor traje y se le colgaron algunas de sus magníficas alhajas. Se le veló en el Camerino de Nuestra Señora de Ocotlán, en Tlaxcala. Durante la noche, cuando el féretro quedó solo, dos sacristanes decidieron apoderarse de algunas de las joyas de la difunta y eligieron una sortija. Cuando trataban de cortarle el dedo para sustraer el anillo, la marquesa despertó horrorizada y suplicó a los sacristanes que respetaran su vida a cambio de no delatarlos. La marquesa, que estaba embarazada, había sufrido un ataque de eclampsia. Tanto la madre como el bebé salieron con bien de tan difícil trance. La agradecida marquesa ofreció a Dios a su hijo, el cual llegaría a ser el ilustre Monseñor Gillow, el «Obispo Charro», con sede en Antequera y gran restaurador de la magnífica iglesia de Santo Domingo de Oaxaca y uno de los hombres más ricos de México. Al heredar las joyas de su madre, las obsequió a Nuestra Señora de Guadalupe el día de su coronación como Reina de América en 1895.
Otro caso digno de mención es el de las monjas de familias ilustres. Cuando ingresaban al convento, sus padres las cubrían de joyas que más tarde servirían para obras pías, como erigir un templo, reparar el convento o adquirir lujosos cálices y custodias. Al tomar el hábito, las religiosas iban cubiertas con un velo negro bordado en seda, hilos de oro, perlas y cruces de piedras preciosas; posteriormente se desprendían de sus joyas y usaban los preciosos “escudos de monja” en el pecho. Las concepcionistas y las clarisas, en ciertos casos, llevaban otro más sobre el hombro izquierdo. Los rosarios serían de azabaches, engarzados con filigrana de oro y algunas pulseras podían ser también de azabaches por ser esta una gema humilde por su color y poco destello.
En el siglo XIX, con el romanticismo, la mujer se vuelve más austera en su adorno personal, prescinde de los afeites, casi no usa joyas y cuando las lleva prefiere piezas antiguas o bien las inspiradas en Egipto, Grecia y Roma. Cobran popularidad la serpiente como elemento ornamental y las cadenas y brazaletes de oro. Por aquellos años, las mujeres mexicanas lucen hermosas peinetas de carey con incrustaciones de oro y piedras preciosas muy pequeñas, conocidas como «cachirulas». Sin embargo, el diamante sigue siendo la estrella más rutilante en el universo de las joyas: “No hay piedra más bella en las entrañas de la tierra…es una gota de luz purísima, una estrella que deslumbra con sus fulgores…”, escribía Ignacio Cumplido en 1850, sobre todo si tenía como fondo el oro de América. Se puede afirmar que las joyas coloniales son un testimonio de la historia de México y uno de los más bellos de su riqueza.
Fuente: México en el Tiempo No. 34 enero-febrero 2000