La Alameda Central de la Ciudad De México
Salpicada de coloridos enjambres de globos, boleros incansables y cilindreros afanados en sobresalir, la Alameda es anfitriona, de paseantes, niños, enamorados y de quienes a falta de hacer otra cosa mejor ocupan una banca.
Aunque está prohibido pisar el pasto, el verde invita al reposo y a la expresión plena de los arreglos domingueros y festivos: el cuerpo bañado, el cabello oloroso y el atuendo luminoso (seguramente nuevo) propician el jolgorio en posición horizontal, ahí junto a una figura blanca que aparece tímida en su desnudez marmórea, acariciando una paloma ceñida contra el pecho de piedra. Más allá dos gladiadores se preparan para la lucha en una actitud contenida de blanquísimas formas. De pronto, frente a ellos, pasa corriendo una niña que agita el rosa de un “algodón” desmesurado, que a lo lejos se transforma en una tímida manchita, en confeti pasajero.
Y en el bochornoso soleado de las 12:00 del día, cuando se cumple el ritual de los consabidos fines de semana, parece que la Alameda siempre ha sido así; que con esa apariencia y esa vida nació y con ellas habrá de morir. Sólo un suceso extraordinario, un desajuste que rompa el ritmo impuesto: un temblor, la destrucción de una escultura, una marcha de protesta, el asalto nocturno a un transeúnte, hará que alguien se pregunte si por la Alameda no ha transitado el tiempo.
La memoria histórica reconstruida a través de decretos, bandos, cartas, narraciones de viajeros, noticias periodísticas, planos, dibujos y fotografías nos indican que los efectos del tiempo sobre la vida de una sociedad han alterado la fisonomía de la Alameda. Añeja biografía la suya, que se remonta al siglo XVI cuando el 11 de enero de 1592 Luis de Velasco II ordena construir una alameda en las afueras de la traza urbana donde, obviamente, debían plantarse álamos que a la postre resultaron fresnos.
Considerado como el primer paseo mexicano, en el laberíntico jardín se daba cita la élite de la sociedad novohispana. Para que la gente descalza no empañara el verde espejismo de los adinerados, en el siglo XVIII fue puesta una reja a todo lo largo de su periferia. Fue también a fines de ese siglo (en 1784) cuando se reglamentó la circulación de los coches que transitaban por sus calzadas en los días de fiesta, después de tener la cantidad exacta del gran número de automóviles en la ciudad capital: seiscientos treinta y siete. Por si a alguien le cabía la duda de que tal cifra fuera real, las autoridades anunciaron que las personas de quienes se obtuvieron los datos eran de fiar.
Con el siglo XIX, la modernidad y la cultura se apropiaron de la Alameda: la primera como símbolo de progreso y la segunda como muestra de prestigio, dos motivos de confianza en el futuro que buscaba la sociedad recientemente liberada. Por eso en reiteradas ocasiones fueron plantados árboles, se instalaron bancas, se levantaron cafés y neverías y fue mejorado el alumbrado.
Las bandas militares ensanchaban la atmósfera del parque y las sombrillas contraían la mirada que se desplazaba después hasta un botín o al pañuelo caído, y volvía a subir desde la punta de un bastón. El señor Regidor de Paseos, se pavoneaba con su cargo municipal y obtenía fama de sus reformas arbóreas y de su imaginación aplicada al chorrito de los surtidores en las fuentes. Pero las objeciones protagonizaron polémicas acres cuando la cultura adquirió forma de Venus, pues la pía sociedad porfiriana no reparó en la belleza sino en la falta de vestidos de aquella mujer desnuda en un parque y a la vista de todos. Realmente, en aquel año de 1890, la cultura hacía esfuerzos por adueñarse, aunque fuera de una pequeñísima zona, del renombrado paseo de la capital.
La Estatuaria
Ya en pleno siglo XX, podría pensarse que ha cambiado la actitud ante una estatuaria que recrea el cuerpo humano, que la reeducación de los ciudadanos más allá de la escuela y del hogar, en las salas de cine o en sus casas frente al televisor, ha abierto la sensibilidad a la hermosura del lenguaje que la imaginación del artista provee de espacios y formas humanas. Las esculturas presentes por años en la Alameda dan cuenta de ello. Dos gladiadores en actitud de combate, uno cubierto a medias con una capa que cuelga de su brazo y el otro en franca desnudez, comparten el fondo arbolado con una Venus de delicada actitud que un paño recupera al cubrir el frente de su cuerpo, y es reiterada por la presencia de dos palomas.
Mientras, en sendos pedestales bajos, a la mano de quienes circulan sobre avenida Juárez, yacen las figuras de dos mujeres que se desarrollan en el mármol con el cuerpo bocabajo: una con las piernas dobladas en forma de ovillo y los brazos lacios junto a la cabeza oculta en actitud de tristeza; la otra, en tensión por franca actitud de lucha contra las cadenas que la sometían. Sus cuerpos no parecen sorprender al transeúnte, no han provocado gozo ni enojo durante décadas; simplemente, la indiferencia ha relegado a estas figuras al mundo de los objetos sin rumbo o sentido: pedazos de mármol y ya. Sin embargo en todos esos años a la intemperie sufrieron mutilaciones, perdieron dieron dedos y narices; y el «graffiti» malintencionado cubrió los cuerpos de aquellas dos mujeres yacientes nombradas en francés Désespoir y Malgré-Tout, siguiendo la moda del mundo finisecular en que nacieron.
Peor destino arrastró a la Venus a su total destrucción, pues una mañana amaneció aniquilada a martillazos. ¿Un loco enfurecido?, ¿unos vándalos? Nadie contestó. Por toda respuesta, los pedazos de la Venus manchaban de blanco el suelo de la viejísima Alameda. Después, en silencio, los fragmentos desaparecieron. Se esfumó para la posteridad el cuerpo del delito. La ingenua mujercita esculpida en Roma por un escultor casi niño: Tomás Pérez, discípulo de la Academia de San Carlos, enviado a Roma para, de acuerdo con el programa de pensionados, perfeccionarse en la Academia de San Lucas, la mejor del mundo, el centro del arte clásico a donde arribaban artistas alemanes, rusos, daneses, suecos, españoles y, por qué no, los mexicanos que debían regresar a dar gloria a la nación mexicana.
Pérez copió la Venus del escultor italiano Gani en 1854, y como muestra de sus adelantos la envió a su Academia en México. Después, en una noche, murió su esfuerzo en manos del atraso. Un espíritu más benigno acompañó a las cuatro esculturas restantes del añejo paseo a su nuevo destino, el Museo Nacional de Arte. Desde 1984 se comentaba en los periódicos que el INBA tenía intención de retirar las cinco esculturas (aún se contaba con la Venus) de la Alameda para restaurarlas. Hubo quien escribió pidiendo que su remoción no fuera causa de mayores desastres, y quien denunció su deterioro aconsejando que el DDF las entregara al INBA, pues desde 1983 el lnstituto había manifestado su interés en ponerlas en manos de restauradores profesionales. Finalmente, en 1986, una nota afirma que las esculturas resguardadas a partir de 1985 en el Centro Nacional de Conservación de Obras Artísticas del INBA ya no regresarán a la Alameda.
Hoy pueden admirarse perfectamente restauradas en el Museo Nacional de Arte. Habitan en el vestíbulo, un lugar intermedio entre su mundo anterior al aire libre y las salas de exposición del Museo, y gozan de un cuidado constante que impide su deterioro. El visitante puede con toda tranquilidad rodear cada una de estas obras, sin costo alguno, y aprender algo de nuestro pasado inmediato. Los dos gladiadores de tamaño natural, creados por José María Labastida, lucen en total plenitud el gusto clásico tan en boga a principios deI siglo XIX. Por aquellos años, en 1824, cuando Labastida trabajaba en la Casa de Moneda de México, es enviado por el Gobierno Constituyente a la renombrada Academia de San Carlos para que se adiestrara en el arte de la representación tridimensional y regresara a crear los monumentos e imágenes que la nueva nación necesitaba, tanto para la formulación de sus símbolos como para la exaltación de sus héroes y momentos culminantes de la historia que estaba por crearse. Entre 1825 y 1835, durante su estancia en Europa, Labastida envió a México estos dos gladiadores, que puede pensarse aluden en sentido alegórico a los hombres que pelean por el bien de la nación. Dos luchadores tratados con un lenguaje reposado, de suaves volúmenes y superficies lisas recogen en versión completa cada uno de los matices de la musculatura masculina.
En contrapartida, las dos figuras femeninas recrean el gusto de la sociedad finisecular porfiriana que tema puestos los ojos en Francia como paladín de la vida moderna, culta y cosmopolita. Ambas reproducen el mundo de los valores románticos, del dolor, la desesperación y el tormento. Jesús Contreras al dar vida a Malgré-Tout por allá de 1898, y Agustín Ocampo al crear Désespoir en 1900, utilizan un lenguaje que habla del cuerpo femenino -relegado a segundo término por Ias academias clásicas-, combinando texturas lisas y rugosas, mujeres lánguidas sobre superficies abruptas. Contrastes que llaman a la experiencia de la emoción inmediata por encima de la reflexión que viene después. Sin duda el visitante sentirá el mismo llamado, desde el fondo del vestíbulo, al contemplar Aprés l’orgie de Fidencio Nava, escultor finisecular que ha trabajado con el mismo gusto formal a la mujer desfallecida de su obra. Escultura de excelente factura que gracias a la intervención de su Patronato, este año ha pasado a formar parte del acervo del Museo Nacional de Arte.
Una invitación a recorrer el Museo, una incitación a saber más del arte mexicano son estos desnudos que habitan bajo techo y cuyos remedos en bronce quedaron en la Alameda.
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