Breve historia del desarrollo de Aguascalientes
Aguascalientes es una ciudad que ha crecido mucho en los últimos años, pero que mantiene esa esencia de ciudad tranquila. Aquí una revisión de ese proceso...
Conocí Aguascalientes hace cuarenta años, cuando yo tenía apenas veinte y ella pasaba ya de trescientos cincuenta y tantos. Era un centro ferroviario muy activo –recién empezaba la revolución de la carretera– y una pequeña ciudad apacible, muy tradicional, con sus templos coloniales y sus repiques de campanas que le hacían la competencia al silbato de las locomotoras y a la sirena de los talleres del ferrocarril; recuerdo que la estación, exóticamente inglesa, se encontraba a las afueras de la ciudad.
El joven estudiante francés no sabía que se iba a convertir prácticamente en aguascalentense (no es fácil de pronunciar pero me gusta más que “hidrocálido”) a partir de 1976; por eso viví el cambio. ¿Cuál cambio? ¡La revolución! No estoy hablando de la Revolución Mexicana (1910-1940) que pasó por Aguascalientes con todo y Madero, Huerta, Villa, la Convención, los agraristas, los cristeros, los ferrocarrileros, los sinarquistas i tutti quanti; hablo de la revolución industrial que a su vez propició la revolución urbana de los últimos veinte años. Conocí una pequeña ciudad metida en lo que hoy es el “centro histórico” y que no cubría más de mil hectáreas.
Para 1985 ya pasaba de los 4,000 kilómetros cuadrados y para 1990 de los 6,000; con el cambio de siglo perdí la cuenta, pero sigue creciendo, lo juro. Conocí al primer anillo de circunvalación (no le decían así porque nadie sabía lo que vendría, le decíamos “Circunvalación”); luego al segundo, que se me hacía muy lejos de la ciudad y al que los del “jogging” utilizábamos para correr, tan poquitos eran los coches; y luego al tercero. Es que la ciudad se brincó la barda, o mejor dicho, corrió y saltó como el fuego en el pinar, a toda velocidad, sin tomarse el tiempo de ocupar todo el espacio, dejando grandes baldíos de por medio. De su pasado de ciudad-estado agrícola, oasis en el desierto, prodigio de huertas y parras debido a las bienhechoras aguas que le dieron su nombre, Aguascalientes no ha conservado gran cosa; de su primer pasado industrial, se acabó la fundidora, luego el ferrocarril; queda, modernizada y tradicional, la industria de la confección que emplea a unas cuarenta y cinco mil mujeres y que es conocida en toda la República (cuando China no le hace la competencia). Lo nuevo, lo que le dio el chicotazo a la ciudad es la metalmecánica, con la Nissan, y la electrónica con Texas Instruments, la Xerox, etcétera.
Ese crecimiento explosivo rebasa por mucho el crecimiento natural de la población: el campo se fue a la ciudad, luego la gente vino de los estados vecinos y hasta del Distrito Federal, con el traslado, por ejemplo, del INEGI (Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática).
Un programa exitoso y algo irresponsable de vivienda popular hizo lo demás; corrió la voz en Zacatecas, San Luis Potosí, Jalisco y hasta en Durango, que “en Aguas regalan casas” (bueno, casitas), y así se hincharon los nuevos suburbios populares, sin prever los serios problemas de agua que no tardó en sufrir la nueva gran ciudad.
Aguascalientes ya no es una ciudad donde todo el mundo se agrupa alrededor de catedral, el zócalo, palacio y el Parián, y en unos pocos barrios apartados con fuerte personalidad, como el Encino, San Marcos, la Salud, Ferrocarriles; como todas nuestras ciudades modernas, reventó en una multitud de barrios residenciales e industriales a la periferia y, más lejos aún, de nuevos barrios populares. Se perdió la mezcolanza social y económica de la antigua ciudad, aunque se conserva el ambiente bonachón y familiar de rancho grande; sigue funcionando el sistema que impresiona a los automovilistas de fuera: sin necesidad de semáforos, “uno y uno”, en cada crucero pasa un coche, y el que sigue cede el paso a la otra calle. Los “viejos” aguascalentenses se quejan de la inseguridad, pero todo es relativo y la nueva inseguridad de la ciudad bien la quisieran tener todos los mexicanos: el ambiente es “bon enfant”, para hablar como en mi gabachilandia natal. Ahí tienen ustedes una ciudad que con sus casi quinientos mil habitantes (la décima tercera o décima cuarta del país) se da el lujo de vivir a gusto, como si tuviese cincuenta mil.
Eso no tiene precio, eso se llama calidad de vida.
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