La medición del tiempo en Mesoamérica
La conciencia del tiempo parece ser un asunto exclusivamente humano. Su transcurrir afecta el ámbito de lo material, mientras que lo eterno, el no-tiempo, se reserva a los dioses.
La medición del tiempo adquiere diversas dimensiones según la época. Hoy hablamos de milésimas de segundo, cuando hace apenas un siglo se consideraba de máxima precisión el segundo; y un milenio atrás apenas podíamos medir las horas. Hoy fragmentamos nuestro día en multitud de momentos, en cada vez mayor número de actividades, cuando apenas hace unas décadas nuestros antepasados se sentaban a observar plácidamente el crepúsculo o a jugar con los niños.
¿Cuándo empezó todo? ¿Cómo fue que adquirimos esa idea abstracta, acaso opresiva, de lo que llamamos tiempo? En Mesoamérica seguimos el mismo camino que en otras partes del mundo: notamos los periodos más evidentes, las horas de luz y oscuridad, las épocas de frío y calor, de lluvia y estiaje, de abundancia y escasez. Tal vez fue en el momento en que nos volvimos agricultores, cuando se dio la verdadera necesidad de medir el tiempo y de darle un nombre a la transición estacional y a los periodos que se iban desprendiendo de los cambios que observábamos en los animales, las plantas, los ríos y las montañas.
Dentro de un esquema de aislamiento, con respecto a otras culturas del orbe que hicieron exactamente lo mismo, habríamos de caer en la observación de los movimientos astrales, el más preciso y confiable entre todos los fenómenos de la naturaleza que marcan el tiempo. Así, empezamos a observar un universo que parecía girar en torno nuestro.
Donde aparece y se pone el sol
Al tomar como referencia los sitios donde se ubicaba el sol en ortos y ocasos, el hombre pudo conocer los puntos clave del calendario. Los extremos de un aparente camino solar sobre el horizonte, a lo largo de poco más de 365 días, serían llamados solsticios y los puntos medios se conocerían como equinoccios.
En cada sitio importante de Mesoamérica existió un calendario de horizonte, donde al observar la salida o puesta solar sobre accidentes geográficos o sobre elementos artificiales se podía conocer el transcurso del tiempo. El punto donde se ubicaba el observador, fuese el vestíbulo de un edificio, sus escalinatas, las jambas o los tableros de un templo, era considerado como un observatorio astronómico de horizontes. A pesar de que las funciones de esta construcción fueron múltiples, debemos decir que principalmente eran religiosas y científicas.
Además de aprovechar los elementos del paisaje, el astrónomo preshispánico inventó instrumentos para realizar observaciones. Dos son los ejemplos más representativos: al primero de ellos se le ha llamado “conjunto de conmemoración astronómica” y consiste en un sistema de tres edificios que se oponen a un cuarto en el que está el observador. Funciona de la misma manera que los calendarios del horizonte y se usó en zonas donde no hay topografía relevante, como fue el caso de las tierras llanas habitadas por los mayas. Hasta la fecha, el más representativo y exacto de estos conjuntos es el de Uaxactún (Guatemala), aunque sabemos que hubo al menos una veintena de ellos en el Petén y la península de Yucatán.
Los segundos instrumentos son mucho más precisos. Los he llamado “observatorios subterráneos”. Consisten en tubos cenitales, en cámaras oscuras que indican incluso las variaciones de un día cada cuatro años (lo que conocemos como año bisiesto, de 366 días). Debieron existir docenas de ellos; sin embargo, hasta hoy sólo he podido estudiar cuatro y en todos ellos constaté la posibilidad para el cómputo de la duración de un año trópico de 365.25 días, precisión sólo superada en épocas recientes.
Por esto, estamos de acuerdo en que la mayor proeza intelectual del pueblo mesoamericano fue la gran precisión que logró en la medición del tiempo. Si bien esto se logró en la época Clásica (250-900 d. C.), los calendarios prehispánicos existían desde hacía muchos siglos. Tenemos los primeros numerales asociados a glifos en áreas donde la iconografía habla de una presencia olmeca: en Veracruz, Oaxaca, Guerrero y la costa de Chiapas y Guatemala. Esto se dio al final del Preclásico, pero podemos sospechar que la invención del calendario prehispánico se dio antes de esta época, probablemente en el Preclásico Medio (600-900 a.C.)
Sol y Luna, opuesto y complementario
El Sol era el cuerpo celeste por excelencia y en Mesoamérica se le identifica con el tiempo mismo. A través de manuscritos, como el Códice Matritense del Real Palacio, podemos abrir una ventana hacia mitos cosmogónicos fundamentales para el pueblo mexica. En ellos vemos fielmente reflejada la creencia de que el Sol, como ser vivo, puede nacer y morir.
Hubo cuatro soles antes del actual. Cada uno marcó eras distintas, entre las cuales se detuvo el tiempo y se hizo la profunda oscuridad. Para que naciera el Quinto Sol, los mismos dioses debieron sacrificarse, morir, purificarse en el fuego, elemento producido por el más viejo de todos lo dioses. A pesar de que ya había nacido el Sol y poco después la Luna, cuerpos celestes fundamentales para elaborar el calendario, aún no estaban dotados de movimiento.
La esencia del tiempo era, aparte de la luz, el movimiento. Ambos astros permanecían estáticos hacia el oriente. Para echar a andar la precisa maquinaria del tiempo debía intervenir el dios del viento, que no sólo impulsó al Sol y la Luna para que avanzaran en sus caminos celestiales, sino que los colocó en los sitios del espacio que les correspondía para desempeñar su tarea.
La conceptualización del tiempo se une de esta manera a la del espacio para conformar uno de los principales elementos que caracterizan a las culturas autóctonas de Mesoamérica. Algunos códices prehispánicos sobrevivieron para mostrarnos sencillos esquemas que representan esta compleja relación. Tal es el caso de la página 1 del Códice Féjérvary Meyer, en el que en los rumbos cardinales están no sólo los dioses, sino los signos calendáricos, las aves y los árboles cósmicos. Leyendo de derecha a izquierda, podemos ir de un día a otro hasta completar un tonalpohualli o calendario sagrado, dando a cada día su connotación positiva, negativa o indiferente.
Estos libros, leídos sólo por los especialistas denominados tonalpohuques, eran considerados sagrados y secretos, hablaban de un mundo lejano al hombre común, del ámbito de los seres que dominan el tiempo cíclico que rige el destino de todo cuanto vive, donde todo regresa cuando se repite el símbolo y el numeral del día y el año. Su cargador (bacab en maya e i mamal en náhuatl) los lleva sobre su espalda, cual pesado fardo, hasta el final del día, cuando dejaba su mecapal (bulto) para que un nuevo mecapalero iniciara su camino. Ellos representan a los astros en la ruta que parte del oriente hacia el poniente, como el Sol, que asumía un aspecto masculino y dominaba la época seca del año, como la Luna, de aspecto femenino, que dominaba la época húmeda del año. Opuestos y complementarios, ambos son indispensables para el florecimiento de la tierra.
Kin, tonalli y chij
Un origen común y muy antiguo de ideas relacionadas con el tiempo, la astronomía y los calendarios se derivan de la similitud de términos y conceptos entre diferentes pueblos mesoamericanos. Los mayas conocieron al Sol como kin, en náhuatll se le llamó tonalli y en zapoteco chij, chee o copicha, palabras que se pueden traducir al español como día-sol. Por otro lado, la Luna y sus fases marcaron otro tipo de ciclos: las semanas y los meses y, al igual que en el caso del sol-día, tenemos una identidad luna-mes tanto en maya –Uo– como en náhuatl –metztli– y en zapoteco –peo–.
Los dos calendarios principales también tendrían iguales periodos en las culturas mencionadas. El maya, al igual que el piye zapoteco y el tonalpohualli náhuatl, tendría 20 trecenas, o sea 260 días; el xiuhpohualli náhuatl, el yza zapoteco y el haab maya tendrían 18veintenas y un mes adicional de 5 días, o sea un total de 365 días.
Estos hechos son evidencia clara de un modo de pensar acerca del tiempo que se convierte en la columna vertebral que articula y da solidez extraordinaria a la cosmovisión prehispánica. Las nociones vertidas hace más de tres mil años en este ámbito del pensamiento no sólo rebasarían las fronteras mesoamericanas, sino que vencerían invasiones armadas e ideológicas para llegar hasta nuestros días.
Los calendarios buscaban su coincidencia dentro de periodos mayores: los tlalpillis, lapsos de 13 años que en número de cuatro completaban el atado o xiuhmolpilli de 52 años, en el cual coincidían el primero de los días de los dos calendarios (xiuhpohualli y tonalpohualli). Había además el gran periodo de la vejez o huehuetiliztli, que comprendía dos atados (104 años).
Los astrónomos prehispánicos también contaron con un calendario venusino, que constaba de 584 días, cuyo inicio coincidía con los otros dos calendarios luego de 104 años. Los 584 días del periodo de Venus son la cifra, en números redondos, más precisa en relación con los actuales cálculos del periodo sinódico de dicho planeta (583.92 días).
La mitología juega un papel fundamental dentro de las ideas acerca del tiempo en Mesoamérica, ya que en ella se mezclan leyendas cosmogónicas, deidades celestes y la creencia en un destino determinado por ciclos calendáricos. La ciencia no está ausente y, a pesar de permanecer indisolublemente ligada al mito, cuenta con elementos de predicción y precisión que hacen destacar al habitante de Mesoamérica entre todas las culturas y civilizaciones de la antigüedad. Esto se logró con base en complejos cálculos matemáticos, en observaciones astronómicas de varias generaciones, en registros cuidadosos y en conocimientos de geografía y arquitectura.
Los esquemas cósmicos serán una amalgama de filosofía, arte y ciencia. Las evidencias las tenemos en múltiples creaciones, desde las frágiles hojas de los códices hasta la compleja urbanización de los centros ceremoniales, y desde delicados pendientes de jade, hasta la monumental escultura en roca.