La orden Jerónima
Habían transcurrido sesenta y cuatro años desde la consumación de la conquista de la Nueva España y ya había cuatro grandes conventos de monjas; sin embargo los siglos y la tradición religiosa pedían el nacimiento de más conventos.
Habían transcurrido sesenta y cuatro años desde la consumación de la conquista de la Nueva España y ya había cuatro grandes conventos de monjas; sin embargo los siglos y la tradición religiosa pedían el nacimiento de más conventos.
Aunque las Jerónimas de la orden de San Agustín habían llegado a México desde 1533 no tenían un sitio todavía en México. Fue la familia de doña Isabel de Barrios: su segundo esposo, Diego de Guzmán y los hijos de su primer marido Juan, Isabel, Juana, Antonia y Marina Guevara de Barrios, los que tomaron a su cargo el deseo familiar de fundar un convento de la orden de San Jerónimo cuyo titular sería Santa Paula.
Juan e Isabel, los dos hermanos, compraron la casa del mercader Alonso Ortiz por 11,500 pesos oro común de 8 reales. Esta última fue la orquestadora de todo lo siguiente: la obtención de aprobaciones, el diseño arquitectónico y de la adecuación de la casa en convento, como la compra de muebles, de imágenes y de plata para los servicios religiosos, alimentos para un año y esclavos y criadas para el servicio.
Doña Isabel de Guevara, patrona y fundadora, consiguió también servicios gratuitos de médico y barbero por un año, boticario por tres años y el servicio de capellán del poeta Hernán González de Eslava, que lo hizo así por pura generosidad de corazón.
El segundo patronato se establecería en la segunda década del siglo XVII cuando Luis Maldonado dió a las monjas 30 mil pesos para edificar una nueva iglesia reclamando para sí el patronato. El templo de las jerónimas se inauguró hasta 1626 y fue dedicado a San Jerónimo y a Santa Paula, obteniendo el nombre del primero y no el de Nuestra Señora de la Expectación, siendo el que habían pensando para él sus fundadores.
VIDA CONVENTUAL
El ingreso al convento debía ser autorizado por el Arzobispo o su representante y como no se trataba de una orden mendicante, las novicias eran españolas o criollas y debían pagar una dote de 3 mil pesos. Al profesar, la joven se comprometía, por el resto de su vida, a guardar los votos de pobreza, castidad, obediencia y clausura.
Según las reglas tenían obligación de realizar alguna ocupación común, es decir, ejecutar diariamente algún trabajo en una sala especial, la de labor, con toda la comunidad.
Podían las monjas tener cama, colchón, almohada «de lienzo o de cáñamo», más no sábanas. Con permiso de la priora podían tener multitud de utensilios especiales: libros, imágenes etc.
Cuando alguna monja infringía la regla, si la falta era leve, la priora dictaba un castigo muy sencillo, como rezar ciertas oraciones, confesar su falta frente a la comunidad reunida, etc. pero si la falta era grave se castigaba con la cárcel, ésta con todos «los aparejos de las prisiones» para que «la que no cumpla lo que debe por amor, sea obligada a cumplirlo por temor».
En el convento había dos correctoras, una procuradora – la que proveía a las monjas de lo que necesitaban para su diario sustento-; cinco definidoras, que resolvían los asuntos dudosos; una hebdomaria que dirigía los rezos y los cantos y una contadora encargada de los negocios temporales. Había también un mayordomo seglar que arreglaba los asuntos de las monjas fuera del monasterio y dos hermanas depositarias que eran las encargadas de guardar el dinero en arcas especiales, teniendo que dar cuenta a la superiora de los gastos anualmente. Había también puestos menores: archivera, bibliotecaria, tornera, sacristana y portera, por ejemplo.
La superiora, ya que el convento estaba sujeto a la regla agustina, era elegida por mayoría de votos y duraba en su puesto tres años, siendo la de mayor responsabilidad en el convento. En cuanto a rango le seguía la vicaria que era también electa por mayoría.
Respecto a las ocupaciones en el claustro, por la regla, las hermanas se hallaban obligadas a rezar el Oficio Divino, a asistir a misa y a la ocupación comunitaria en la sala de labor. Aunque los rezos les ocupaban la mayor parte del día, los ratos libres los dedicaban a labores domésticas – pocas, porque tenían criadas a su servicio- y a la actividad que cada una prefiriese, por ejemplo, la cocina, especialmente en su faceta de dulcería, llegando a tener el convento verdadera fama por las golosinas que hacían. Otra ocupación importante fue la enseñanza de niñas. Anexo al Convento de San Jerónimo, pero formando aparte de él, existió un famoso Colegio de Niñas, donde multitud de pequeñas fueron instruidas en las ciencias humanas y divinas. Estas eran admitidas a la edad de siete años y quedaban como internas hasta haber completado su educación, momento en el que volvían a casa. Esto, por supuesto si no querían abrazar la fé religiosa.