La paternidad transoceánica del Kiosco de Guadalajara (Jalisco)
El hermoso kiosco de cariátides de Guadalajara tiene su marca de fábrica; sin embargo hasta ahora no se había investigado sobre sus paternidad.
Este artículo pretende devolverle su historia. Para ello era necesario hacer el viaje, ida y vuelta, con el fin de relacionar las dos piezas claves: el kiosco, en América y la fábrica en Francia, ubicada en el departamento oriental de Haute Marne, cuna de la protosiderurgia francesa y uno de los lugares de nacimiento de lo que habría de alcanzar un desarrollo excepcional con el siglo del hierro y la locura por los objetos: la industria del hierro colado artístico.
Los franceses de Jalisco
El proceso se repite. Entre las imágenes de abundancia que llegan de las metrópolis, se escoge mentalmente una. El kiosko se impone como un signo vigoroso y placentero de novedad, es solicitado por catálogo y unos meses después, la estructura llega en ferrocarril procedente de Nantes, Havre o St Nazaire, vía Tampico o Veracruz.
En los inicios del siglo, los franceses de Guadalajara participaban en el auge porfiriano con la industria textil, el comercio y la banca. Probablemente, en el seno de la comunidad, se juntó el dinero para mandar traer un kiosco de Francia. Fue un adecuado obsequio a la ciudad, pues se instaló, firmado, en plena Plaza de Armas o Plaza Mayor, frente a la catedral. Entre las columnas y los barandales, repetidamente aparece, el nombre de la firma que lo fabricó: Le Val d’Osne.
La fundición Le Val d’Osne en Osne-Ie-Val
Pasemos al otro lado del Atlántico, a Francia, al llamado «triángulo del hierro» de Champagne-Ardenne, donde se reunían los tres elementos de la metalurgia antigua: el hierro, la madera y el agua.
En 1833, Jean Pierre Victor André, un ingeniero parisino administrador de forjas, compró el terreno de un antiguo convento de monjas benedictinas. Allí instaló un bocarde (para quebrar el mineral) y un alto horno (para fundirlo). Victor André fue uno de los industriales que a principios de siglo pasado vislumbraron el provecho que se podía sacar del hierro colado, excelente para moldear, en la ornamentación urbana.
A mediados del siglo XIX, Le Val d’Osne empleaba 220 obreros y agregó a sus instalaciones dos altos hornos y dos máquinas de vapor. Los negocios de M. André iban bien, incluso se convirtió en figura nacional al ser galardonado con una medalla de oro en la exposición nacional de 1844, donde fue condecorado por el rey Luis Felipe de Francia en persona. Al morir André, en 1851, su mujer se hizo cargo de la empresa durante cuatro años antes de venderla a un antiguo alumno de su marido, Gustave Barbezat, otro nombre que se asocia al del Val D’Osne. Barbezat fue quien construyó viviendas para los empleados, mismas que perduraron hasta 1987, cuando se cerraron las fábricas. La fundidora fue un verdadero centro industrial en el que todos encontraban trabajo.
Bajo el mando férreo de sucesivos administradores, Le Val d’Osne alcanzó, en las postrimerías del siglo XIX, un desarrollo excepcional. Se benefició ampliamente con la remodelación de París debida al barón Haussmann y la generalización de lo que ya empezaba a llamarse mobiliario urbano, que incluye los kioskos de madera o metal, surgidos de las nuevas formas musicales y de los conciertos al aire libre. En Bélgica, Gran Bretaña y Francia, grupos instrumentales y corales empezaron a tocar gratuitamente los domingos, para las familias. Esta costumbre se extendió a toda Europa.
El kiosko de música nace de una legislación: los conciertos al aire libre debían celebrarse, para su control, en un lugar accesible a las fuerzas policíacas. Los catálogos proponían toda una jerarquía de kioskos: kiosko sencillo, ordinario, ornamentado y rico. A esta última categoría pertenece el de Guadalajara. La belleza de su ornamentación 1900 habla de su procedencia de talleres escultóricos y no simplemente constructivos, como solía ser.
En 1892, Le Val d’Osne se asoció con otra fundición artística de renombre, la de JJ Ducell, entre ambas llegaron a reunir 40 000 moldes, “la colección más considerable y más rica del mundo”. Había formas de jarrones, estatuas, rejas, balcones y balaustradas, fuentes, candelabros, cruces de tumbas, puertas de capillas, canastas funerarias y toda clase de objetos de culto. En esa época de retorno a lo religioso el hierro forjado llenó los templos y se hizo muy popular en los países de ultramar.
El patrimonio esculpido
Subproducto de la metalurgia, la nueva industria recibió impulso en el cruce de la modernidad industrial y de un savoir-faire culto, la fundición de bronce, que utilizaba una técnica de moldeado con arena. Con el tiempo, esta manifestación artística llegaría a un grado máximo de maestría, produciendo un hierro colado fluido, poco carburado, desfosforado. Un trabajo finísimo que da como resultado un objeto de delicada “piel”, en el que participan un sinnúmero de operarios desde aquellos que confeccionan los moldes hasta los encargados del acabado que darán a las piezas fundidas el brillo azulado de la plata o la apariencia del mármol (muchas piezas estaban pintadas de blanco, lo que abre la polémica acerca del incierto status artístico de estas obras productivas.
Las fundidoras tenían sus escultores favoritos, así como los escultores tenían sus fundidoras predilectas. Estos producían figuras originales y las primeras sacaban los moldes, dando paso a la reproducción en serie. El pantógrafo permitía variaciones de escala, sin necesidad de una mayor inversión. Así, piezas tan famosas como el Moisés de Miguel Ángel o la Venus de Milo en todos tamaños llegaron a los hogares.
En el vestíbulo del teatro Juárez de Guanajuato hay estatuas de mujeres de metal importado (¿Val d’Osne?) que fueron muy admiradas en el momento de su colocación. En todas partes, la mujer, se instaló en la plaza pública. Las columnas- cariátides de Guadalajara o la ninfa de la fuente de Mérida, otra producción del Val d’Osne, comunican una visión hierática y sensual a la vez.
Val d’Osne, continuación y final
La guerra de 1914-1918 fue el último gran tema de los fundidores. Gravemente herida, Francia erigió en todos los pueblos monumentos metálicos en honor de sus hijos muertos. Por su parte, los kioskos conocieron un último resurgimiento en los años treintas, aunque de concreto, con formas geométricas y sin ornamentación alguna.
En 1931, Le Val d’Osne fue adquirida por otra gran fundidora de Haute Mame, la casa Durenne, que reorientó su producción a la fabricación de piezas mecánicas, con la progresiva desaparición del sector artístico. La empresa se tambaleó durante años y en 1987 se declaró en quiebra, generando un paro masivo en el valle. Después de la liquidación de Le Val d’Osne, se vendió como chatarra todo lo que se podía desarmar, edificios y maquinaria. Sobrevino el desmantelamiento, hasta 1993, fecha en que el sitio quedó bajo el resguardo de la Dirección del Patrimonio Francés. Aún quedan algunas piezas de edificios, un legendario alto horno y algunos objetos diseminados aquí y allá, en muy mal estado. Casi no hay nada de los 40 000 moldes. Algunos se vendieron, pero la mayoría fueron refundidos y los yesos destruidos.
Esto fue le golpe de gracia. Solo los modelos religiosos se salvaron. Aún se almacenan en una bodega llamada El Paraíso.
Fuente: México en el Tiempo No. 17 marzo-abril 1997
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