Las selvas del sur de Campeche
Desde la creación del municipio de Calakmul, los límites entre Quintana Roo y Campeche se han indefinido más que nunca, y aunque el título alude a las selvas de Campeche.
Catorce años han pasado desde la última vez que visité estas selvas. No me trajo de vuelta únicamente la necesidad de recordar, sino una añoranza, algo así como un llamado especial que quizá quienes han cruzado por estos parajes pueden sentir. Al igual que aquella vez, decidí viajar solo. No es tan peligroso como se cree y sí muy enriquecedor. En Xpujil, Campeche, inicié el camino que me llevaría al corazón de la selva. Allí abordé una vieja pero confiable camioneta que sirve de transporte colectivo a los pobladores y sin mayores incidentes inicié el trayecto hacia el sur.
MACHETE EN MANO
Más al sur el panorama es menos desolador. Bajé de la camioneta a diez km al norte del poblado Once de Mayo y a casi 30 km de la frontera con Guatemala. Tardé un poco en decidir por dónde ingresar a la selva. No es fácil, ya que se deben atravesar esos terrenos que la mano del hombre ha destruido y que se han llenado de vegetación secundaria, muy cerrada, llamada acahual, compuesta por bejucos, árboles pequeños y arbustos. Es imposible abrirse paso a través de ella sin usar continuamente el machete. Al fin, después de una hora de raspones, sudores, arañazos y golpes, llegué a la selva. Los árboles, de algo así como 20 m de altura, con sus grandes contrafuertes y denso follaje, forman bóvedas a través de las cuales caminé con relativa tranquilidad, pues no hay que olvidar que los peligros de la selva acechan a cada paso. Estaba ensimismado en mis preparativos para acampar, pero noté la llegada de otro viajero.
Se trataba de un joven de la zona, Genaro Martínez de la Cruz, de 20 años, quien se dirigía al poblado de Dos Naciones y estaba cortando camino por la selva. Viajaba solo también y como todo equipo llevaba una cantimplora con pozol y un machete. Resultó ser todo un conocedor, su sentido natural de la orientación encontraba el rumbo correcto sin problemas y no había muchos secretos del monte que escaparan asu experiencia. Reconocía árboles e identificaba animales desde muy lejos, así como los rastros que dejaban venados, pavos ocelados y tigrillos. Mientras, yo necesitaba realizar laboriosos cálculos con la brújula y el mapa. Durante los días que viajamos juntos aprendí cosas sobre la selva que hasta entonces ni siquiera imaginaba.
ENTRE MONTAÑAS Y VENDAVALES
Me despedí de Genaro en Dos Naciones y continué mi viaje internándome en las montañas. Esta región es muy diferente del resto de la península de Yucatán. Por principio de cuentas, el terreno no es plano, sino muy montañoso. Localmente lo conocen como la serranía. Las montañas no son muy altas, claro, pero algunas sí bastante empinadas, con pendientes de más de 65º. También se llegan a encontrar barrancos de hasta 80 m de profundidad. Todo esto hacía el avance difícil y acampar casi imposible.
Los ríos intermitentes que bañan la región parecen estanques, pues su corriente es muy débil. Corren con un poco más de fuerza cuando llueve, pero no sería éste el caso. Según me dijeron había llovido poco recientemente, pero no esperaba tal sequía. Conseguir agua para beber se convirtió en una preocupación constante. Charcos lodosos, bejucos y otras plantas que guardan el agua, incluso el rocío matinal, fueron fuentes que debí aprovechar. Todo sea por evitar la sed. Por lo visto, la fauna sufría también la sequía, como mudamente loatestiguaba el sin fin de huellas de venados, tepezcuintles, coatíes y otros animales impresas en los lodazales que circundaban los remanentes de lo que fueron grandes charcas. En ocasiones encontré grandes aguadas y cenotes, pero no podía abastecerme más que con unos pocos litros. El agua pesa mucho y el camino por recorrer todavía era muy largo. Durante días avancé por la selva, que imperceptiblemente se hacía más alta y majestuosa.
El estrato alcanzaba ya 40 m y la penumbra era omnipresente. La rutina de caminar por estos parajes podría haber sido monótona si no fuera por todos esos pequeños retos encadenados que se entrelazan en lo cotidiano de quien viaja por estos montes desiertos. A cada paso se descubre algo nuevo, sea en la belleza natural o dentro de uno mismo. Y es que la soledad, combinada con el cansancio, genera un estado muy especial, indescriptible, de paz interna y reflexión.
A lo largo de mi camino tuve que dar algunos rodeos para evitar los terrenos sujetos a inundación en épocas de lluvias llamados bajeríos por los pobladores; son interesantes debido entre otras cosas a sus numerosas epífitas, pero sumamente difíciles de atravesar por lo intrincado de la vegetación y muy insalubres, ya que están infestados de moscos y garrapatas. La curiosidad por penetrarlos rápidamente fue vencida por las nubes de tábanos y mosquitos que inmediatamente me rodearon todas las veces que quise entrar en ellos. En uno de esos días encontré un armadillo sin cabeza enterrado en un montón de tierra y hojas.
A veces los jaguares, cuando cazan una presa la esconden así. Junto con algunas marcas de garras en los árboles, eso sería lo más cerca que estaría del majestuoso animal. Observar la fauna silvestre nunca es fácil.
Las aves son menos tímidas y aunque sea de lejos se dejan ver, pero los otros animales sólo aparecen si se permanece mucho tiempo en el mismo sitio. En todo el viaje los únicos mamíferos de importancia que vi fueron un par de viejos de monte, un grupo de saraguatos e insólitamente un jabalí solo, pues estos animales son gregarios y el que vi era muy joven; quizá hubiera perdido a su piara.
Sea como sea, sele veía bastante fuerte y saludable. Pasó rozando a toda prisa, como si buscara a sus compañeros perdidos. En mi recorrido encontré varias ruinas mayas aún cubiertas por selva. La mayoría son pequeñas, aunque las hay hasta de 20 m de altura. Todas las que tienen aberturas han sido saqueadas y en sus cámaras se refugian diversos animales, principalmente murciélagos y serpientes. Los signos del saqueo se manifiestan sobre todo en la cerámica despedazada y paredes rotas.
Una noche se desató un vendaval. El viento, furioso, inclinaba peligrosamente las copas de los árboles. Temiendo que alguna rama fuera a romperse y caer sobre la casa de campaña, la desmonté y la armé de nuevo entre los contrafuertes de un gran árbol. A la mañana siguiente vi varias ramas grandes rotas e incluso un árbol caído. Me había internado mucho en la selva y la lluvia, fuera de lloviznas esporádicas, no llegaba. Con temperaturas de entre 30 y 35º, la sed pasó de preocupación a ser una obsesión. Opté por avanzar más directamente hacia mi destino y dejé el rodeo que venía describiendo desde el primer día. Algún tiempo después, súbitamente, apareció frente a mí la carretera. Después de tantos días en el monte y casi 65 km recorridos, tal visión resultó muy alentadora.
Pero antes de irme eché una última ojeada al monte y me fui pensando en la responsabilidad que tenemos de ayudar al espíritu de los antiguos mayas a orientar los pasos de los jabalíes perdidos, proteger las caobas recién nacidas, sanar las heridas de los termiteros rotos y velar la armonía y la subsistencia de las selvas del sur de Campeche.
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