La música en la calle: México nunca está triste, aunque lo esté - México Desconocido
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Arte y Artesanías

La música en la calle: México nunca está triste, aunque lo esté

La música en la calle: México nunca está triste, aunque lo esté fifu

Si algo caracteriza a México, es su música. Y cuando ésta suena en la calle, es imposible no bailar y cantar a ritmo, sobre todo, de mariachi en Garibaldi.

Como les contaba, hace varias semanas, una de las cosas que más me llama la atención de la Ciudad de México, son todos los sonidos que uno escucha cuando sale a caminar por ella.

Es cierto que algunos de ellos pueden llegar a crispar, pero más allá de eso, hay otros que calman, que llenan de alegría, que invitan a reír, y sobre todo a mover los pies cuando uno pasea por esta megalópolis inmensa. La música es una de las señas de identidad de la ciudad, pero también del país. No sé si se han fijado, o más bien escuchado, cómo suena la calle. Yo siempre digo que México nunca está triste, aunque esté triste. Y es que cuando uno va caminando por cualquier colonia, es fácil escuchar una salsa, o una cumbia o cualquier otro tema de banda, cuyas notas salen desde el interior de cantinas, bares o restaurantes. Y si uno tiene la suerte de mirar dentro, ve cómo todos giran al compás de la música, sea el día que sea. 

La calle invita a bailar, y es literal. ¿No han bailado en la Ciudadela los sábados? ¿O en la Alameda los domingos? ¿O en la plaza de Coyoacán? Yo sí. Es maravilloso ver cómo se baila el danzón, con las guayaberas bien planchadas, el ala del sombrero en su lugar, y los zapatos lustrados. O como la salsa hace felices a esos que salen a la calle con sus mejores galas, como cuando iban a los salones de baile de antaño, para pasar un rato agradable, y gratis, al lado del Mercado de Artesanías. Solo sentarse y observar, alegra el día.

Es más, hasta el Centro Histórico tiene una calle dedicada al sonido, donde comprar grandes bocinas y música en vinilo de dos sonidos que me acaban de descubrir: Fascinación y Sonorámico. Hasta el metro suena a música, cuando los vendedores llegan con los últimos hits del momento de la música salsa, bachata, cumbia, todo.

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Pero, además de todas esas melodías bailables, hay un nivel superior en los sonidos musicales mexicanos: el mariachi. La música del mariachi, aunque yo sea española, me ha acompañado desde la infancia. Mi madre, una fan de ella era la encargada de despertarnos con Las mañanitas y de que yo pueda cantar temas como La de la mochila azulVolver, volver,  o los duetos de Juan Gabriel con Rocío Dúrcal.

Ella siempre me preguntaba desde que llegué a esta tierra: “¿Y ya fuiste a Garibaldi? Debe ser impresionante ver a todos los mariachis allí”. Pero, cuando hablaba de Garibaldi con mis amigos mexicanos, todos me decían: “No, ten cuidado, no es seguro. Ya no es lo que era, si lo hubieras conocido antes“. Me parecía extraño estos dos puntos tan dispares, así que, decidí hacer caso a mi madre y llegar a la famosa Plaza de Garibaldi.

En el corazón del mariachi

Es imposible seguir teniendo un mal día, cuando se pisa la plaza de Garibaldi. Lo primero que haces al llegar ahí es sonreír, cuando se ve cómo los grupos de mariachis muestran sus encantos. Es imposible no corear alguna canción, mientras se saborea un tequila en la terraza del Tenampa. 

Ahí te das cuenta del poder del mariachi. De cómo ha acompañado la vida de la mayor parte de los mexicanos. De cómo forma parte de la historia de miles de familias, de las épocas más doradas de México, pero también de las más oscuras. Es un lugar al que llegar cuando te han roto el corazón, para sentarte y cantar a pleno pulmón esperando que las lágrimas se vayan, como se fue el amor. Es un lugar en el que encontrar ese sonido que ayudará a celebrar la llegada de un nuevo familiar, o de festejar el cumpleaños de los más queridos. O de llevar serenata a ese amor encontrado, con el que pasar la vida. 

El guitarrón, los violines, las trompetas, las voces. Esos trajes. Los zapatos brillantes. Los sombreros a juego. Los reflejos de los botones de plata. El orgullo al portar ese traje. La elegancia. Y los más jóvenes, ésos que siguen queriendo ser parte de una tradición a la que quizá muchos miran como algo caduco, aunque no lo sea.

Si no se han sentado en Garibaldi desde hace mucho tiempo, háganlo. Dense un tiempo para recordar otros tiempos. Observen cómo la alegría inunda ese espacio que quizá hoy no es como era, pero sigue siendo. Donde todo el mundo, de todos los colores y formas, canta, baila y regresa a quien fue, o a sus recuerdos. Donde se permiten un momento para no estar triste, aunque lo estén.

 

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autor Periodista, española, aventurera y contadora de historias. ¡Sigue su columna: #Pásele!
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