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Cuando cae la noche, el panteón de Santa María Atzompa, en Oaxaca, le da la bienvenida a la muerte entre flores, velas y velones.
El panteón de Santa María Atzompa, comunidad indígena a 20 minutos de la ciudad de Oaxaca, tiene aroma a los campos cultivados que lo rodean y limita con la oscuridad de la noche rural apenas interrumpida por las luces en los cerros lejanos.
Con poquísimas lápidas, es más bien un jardín de pura tierra, árboles antiguos y en el centro un arco de piedra que parece ser la ruina de alguna capilla. A medida que llega la gente – familias con niños, mujeres solas, ancianos y ancianas- los montículos de tierra desnuda se va cubriendo con miles de flores amarillas, moradas y de otros colores; en arreglos frescos y silvestres sobre las tumbas.
Es una celebración tranquila, campesina, sin ostentación, ni plásticos, ni estridencias. Solamente miles y miles de flores, velas y velones de todos los tamaños e intensidades que se superponen, se intercalan y a medida que avanza la noche cubren cada milímetro de suelo hasta que ya no se puede caminar.
A eso de las 3 de la mañana me parece estar en medio de una selva mágica llena de vida luminosa. Aquí y allá, las familias toman chocolate, mezcal, conversan y nos miran mirar.
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