Nuestra Señora de Ocotlán, Tlaxcala
A escasos diez años de la aparición de la Virgen de Guadalupe al indígena Juan Diego de origen mexica, se aparece de nuevo a otro Juan Diego del pueblo enemigo de éstos: Tlaxcala.
A escasos diez años de la aparición de la Virgen de Guadalupe al indígena Juan Diego de origen mexica, se aparece de nuevo a otro Juan Diego del pueblo enemigo de éstos: Tlaxcala.
La aparición se llevó acabo en Ocotlán. Al atardecer de un día ya próximo a la primavera de 1541, iba Juan Diego Bernardino cruzando un bosque de Ocotes (que esto quiere decir Ocotlán), cuando la Virgen se le aparece y le pregunta que a dónde va. El vidente contesta que lleva agua para sus enfermos que mueren sin remedio por la terrible epidemia, y la Virgen le contesta: “Ven en pos de mí, yo te daré otra agua con que se extinguiría el contagio, y sanen no sólo tus parientes sino cuantos bebieren de ella …” El indígena llenó su cántaro de un manantial hasta entonces inexistente y se fue a Xiloxostla, su pueblo natal. Antes la celestial señora le ordenó que comunicara lo sucedido a los franciscanos, indicándoles que encontraría una imagen suya en el interior de un ocote que debería de ser trasladada al templo de San Lorenzo.
Fueron ya al atardecer los frailes con el superior a la cabeza y vieron el bosque incendiado, pero con llamas que no consumían. Había un gran árbol que irradiaba especial luz, lo señalaron y al día siguiente viendo que estaba hueco, lo abrieron a hachazos encontrando en su interior la escultura de la Virgen María que hoy está en el altar mayor.
La virgen que cambia de color
Cuenta la leyenda que el celoso sacristán, cuando ya todos se habían ido, volvió al patrono San Lorenzo a su sitio, poniendo a la nueva imagen en el lugar vacante y que los ángeles por tres ocasiones restituyeron a la Virgen al sitio de honor.
La figura de Nuestra Señora de Ocotlán es una buena talla estofada de posición vertical en eje, en donde apenas se insinúa un ligero movimiento de paños. Las manos juntas entre abiertas se encuentran en una posición muy baja y la cabeza totalmente recta. Está enjoyada con peana, luna y una gran estrella, como mandorla de plata. Su corona es de oro.
Existe la versión de que el rostro de la Virgen cambia de color entre el rojo y el pálido, según las etapas del calendario cristiano o los acontecimientos que vive la sociedad , incluso hay testimonios de quienes la han visto sudar.
El padre Juan de Escobar inició la construcción del nuevo santuario en 1687 supliendo al de San Lorenzo, que se hizo, quizá por orden de Motolinia, para suplantarlo por el “cu” o teocalli existente; quien más participó en la terminación de la obra y en el revestimiento de retablos y camarín fue Manuel Loayzaga (1716-1758). Se dice que no tenía más ropa que la que llevaba puesta, pues todo lo invertía en el Santuario. La fachada se debió al capellán José Meléndez (1767-1784).
El templo de Nuestra Señora de Ocatlán es, sin duda, uno de los mayores logros del barroco estípite o churrigueresco en México. Logra, como Santa Prisca, una sensación de fuga al angostar visualmente el basamento de las torres. Es solamente un efecto visual que logra el arquitecto con la introducción de una media caña sobre la base que divide el espacio en tres, y el pronunciamiento de cornisas combadas, así como el adosamiento de una pilastra y dos columnas por esquina en los cuerpos de las torres.
La fachada es la composición más rica lograda en la construcción poblano-tlaxcalteca de ladrillo y argamasa. Se compone como un impresionante retablo nicho, bajo una producción conchiforme . En dos cuerpos revolotean los siete arcángeles que flanquean a la Inmaculada Concepción, que se yergue sobre un San Francisco de Asís con los tres globos, símbolo de sus órdenes.
El conjunto escultórico central tiene como mampara la ventana estrellada del coro que contribuye al efecto etéreo. Los doctores de la iglesia avalan la doctrina de la fe en grandes medallones. Los apóstoles ocupaban los cubos. La herrería es otro elemento considerable en Ocotlán, logrando un abarro-camiento de verdadera fantasía.
El interior nos lleva a la llamarada a la que hace alusión la aparición de la Virgen en un bosque en llamas. Este ambiente está logrado en los claroscuros producidos por el oro de los retablos y la iluminación . Toda la iglesia es una ascua dorada. No hay espacio vacío.
No hay lugar para el descanso de la mente; retablos, muros y techos entonan el himno de la fe y del amor que se continúa en el camarín.
La iconografía se vuelca en tallas y lienzos hablándonos de mil sermones condensados en esta teología formal. Las grandes predelas y lámparas de plata repujada se sienten como algo normal en la riqueza de este tabernáculo. Los muebles de madera tallada son pieza de museo de primer orden. La antesacristía conserva el testimonio pictórico de la aparición. Con mano popular se narra en una serie de lienzos los diversos pasajes del milagroso acontecimiento de la Virgen de Ocotlán.
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