Por los alrededores de Pátzcuaro (Michoacán)
Si te escapas de las rutas turísticas principales y te adentras en los poblados de los alrededores de Pátzcuaro descubrirás múltiples tesoros que suelen permanecer desconocidos para la mayoría de los visitantes.
Vive una experiencia única:
Adrián Téllez, guía de turistas Tlalpujahua y mariposas monarca
La imagen de Pátzcuaro y Janitzio desde las alturas es una vista que muchos visitantes se pierden por tomar las rutas turísticas tradicionales y no dedicar algunas horas a descubrir las agradables sorpresitas que esconden sus alrededores.
CON UN PIE EN EL ESTRIBO Y OTRO EN LAS URANDENES
A un paso de Pátzcuaro se encuentra el cerro El Estribo, desde cuya cima se puede tener una imagen de cuento, de leyenda purépecha: el lago, sus islas, los verdes campos y la ribereña Pátzcuaro acunada enmedio de ese paisaje. Tan disfrutable vista de altura es recompensa sobrada por la sudorosa caminata, que se enriquece con el ambiente boscoso de este cerro del poniente de Pátzcuaro. Se une al atractivo, de paso, la capilla de El Calvario, construida en 1666 sobre –se dice– una yácata o pirámide circular.
Otra magnífica vista de la encantada Pátzcuaro se disfruta desde su entrada, frente a la estatua de Lázaro Cárdenas. A menor altura que El Estribo, El Estribito es sólo una colina, pero también con el lago de Pátzcuaro al fondo, el más fotogénico de México para algunos, y su mundialmente famosa isla de Janitzio.
Encantadora sin duda, pero Janitzio no es la única isla del lago, como muchos creen por ignorar la existencia de las otras islas (véase México desconocido núm. 245). La falta de difusión por parte de los lugareños y las autoridades, más la ausencia de curiosidad de muchos visitantes, se unen en una combinación nociva para el disfrute.
Más cerca de Pátzcuaro que cualquiera de las otras y con acceso por carretera, aunque eso sí más escondidas, las tres islas llamadas Urandenes (“bateas”, en purépecha) poco saben de turistas, cámaras y fama, pero mucho encierran del paisaje y de las costumbres de la región.
Urandén Carián se llama la que era la más pequeña de las tres islas, y decimos “era” porque el acelerado descenso del nivel del lago ya la unió con tierra firme, como ocurrió también con la ex isla de Jarácuaro.
El acceso a Carián es por el pueblo de Huecorio, a diez minutos del embarcadero de Pátzcuaro. Sin dejar de echar un vistazo a la iglesia de este pueblo, si se toma la calle recta y larga con rumbo a la cercana orilla del lago se ubicará uno entre las casas –no muchas– de la ahora loma de Carián. Vale la pena preguntar allí por don Santiago Barajas, lugareño amable y dispuesto a mostrar uno de los encantos recientes de esta ribera, adornada con la isla de Janitzio al fondo: los cultivos de flores, entre las que destacan las llamadas migueles, de encendidos pétalos y gran aceptación en Pátzcuaro desde que se trajeron las semillas de los Estados Unidos.
A un kilómetro al oeste de Urandén Carián, por un camino entre huertas y cultivos (o por la carretera a Tócuaro y tomando la desviación próxima a “Urandén”) se llega primero a Urandén Morales y enseguida a Urandén Morelos, todavía islas, a las que sólo se puede acceder en lancha.
De ambas islitas habitadas y separadas de tierra firme por canales de agua, la de Morelos es la más grande y poblada. Al verla de lejos y al recorrerla es imposible no sentirla como una Janitzio en miniatura.
En Urandén Morales, en pocos pasos se asciende, por callejuelas empedradas y entre techos de teja, de su orilla en el agua a su parte más alta. Allí, junto a las aulas de la escuela o a la pequeña iglesia, que también la tiene, otra vez las panorámicas son memorables: al sur y a lo lejos, Pátzcuaro, como en tarjeta postal; al este, las casitas que asoman entre la vegetación de la vecina Urandén Morelos; al oeste, los llanos con su caserío al centro de la que fuera la isla de Jarácuaro, y al norte, la célebre Janitzio, cerquita como para cargarla y llevársela en el bolsillo.
Urandén Morelos no cuenta con un solo servicio turístico, pero sí con los encantos que busca el viajero no convencional: voces purépechas que fluyen por los aires; rugosas ancianas forradas con rebozo color azul tradición; gallitos que entonan los buenos días desde entejados techos, canoas sobre el agua que se retuerce entre los tules.
El Día de Muertos en las Urandenes es una celebración tan vistosa como desconocida.
COMO TESORO ENTERRADO
Al igual que esos tesoros ocultos que nadie ve aunque se hallen a pocos metros del ir y venir de la gente, así es Tupátaro, joyita de Michoacán ubicada a sólo 20 km del turismo, es decir, de Pátzcuaro.
De entrada, las calles pintadas de ocre y blanco dan la bienvenida al minúsculo pueblo. Luego, su ultrapintoresca placita central refuerza la sensación de haber hecho un valioso hallazgo pueblerino: portales de teja parejita con delgadas columnas de madera, suelos empedrados, faroles y un jardín bien cuidado, con los cerros boscosos que lo separan de Pátzcuaro al fondo. En el lado norte de la placita, tras un atrio no menos arreglado con gruesa barda y arco de entrada, se encuentra la iglesia de Santiago Apóstol, de cuerpo macizo y austero y campanario con tejado de cuatro aguas.
El recio y liso exterior de la iglesia contrasta con los muy elaborados tesoros de su interior, sorpresa inimaginada por más de un visitante curioso: el más peculiar de ellos es el enorme y delicado artesonado que decora todo el techo del templo.
Los artesonados son plafones coloniales hechos con tablas unidas y decorados con figuras policromadas que incluyen textos. Los motivos de esta rebuscada decoración son principalmente religiosos dado que, además de adornar, a los artesonados se les dio un fin evangelizador.
La franja central de esta estructura de madera pintada al temple está formada por 18 imágenes que hacen referencia a pasajes de la vida de la Virgen María. Los laterales del artesonado muestran en 33 cuadros imágenes de objetos referentes a la pasión de Cristo, como el cetro, el látigo y las monedas de Judas. Las tres largas vigas estructurales que atraviesan a lo ancho el artesonado también fueron alcanzadas por los pinceles coloniales y, entre otros textos y figuras plasmados, en la tercera viga se lee que “…esta santa iglesia se hizo en el año de 1725”.
Sobresalientes en esta iglesia son también los retablos de madera dorada, como el del ábside, que muestra seis pinturas y la imagen del crucifijo milagroso en cuyo honor se levantó la iglesia, el del llamado Señor de Tupátaro, encontrado por un campesino que cortaba leña, según cuenta la tradición.
En la sacristía, además, se localiza un pequeño museo de arte virreinal y objetos del culto religioso: pinturas, esculturas, exvotos, estandartes y hasta un púlpito.
Iglesia, plaza y calles de Santiago Tupátaro no se encuentran en buen estado por arte de magia o benevolencia del tiempo, sino por el esfuerzo de un patronato que se dio a la tarea de restaurar el templo y arreglar el pueblo en 1994.
Quien llega a Tupátaro puede aprovechar la oportunidad para dar una paseadita por Cuanajo, pueblo vecino, menos pintoresco pero con agradables atrio e iglesia, y sobre todo con una actividad que lo ha hecho famoso: la elaboración de muebles de madera.
RESUMEN DE RIQUEZA MICHOACANA
“¿No cambia leña? ¿No cambia pescado? ¿No cambia tamal?” Son los ecos que sobresalen entre el murmullo intenso del tianguis patzcuareño de los viernes, otra importante riqueza poco disfrutada por el turista. Toda una cancha de basquetbol se ve repleta de mercancías que cambian de mano sin necesidad de dinero, como en los más remotos tiempos.
Junto y frente a la iglesia del Santuario de Guadalupe extiende sus colores, sonidos y aromas infinitos el tianguis, compendio de alimentos y artesanías que llegan a vender ese día hombres y mujeres de los pueblos aledaños. La banqueta frente a la iglesia se llena de pescados que horas antes brincaban en el lago: el célebre blanco, la tilapia, el charal prieto y la akumara; en otra parte se exhibe la fruta que llegó a la ciudad desde Tierra Caliente; por allá se asoma una cabeza de res y por acá los camarones y chiles secos; las corundas con salsa y crema, el chileatole, los buñuelos y el atole blanco, calientitos, sacan la nariz en los botes que los guardan; los gritos del vendedor de cebada perla fresca compiten con los del comerciante de quesos, el de rebozos y el de empanadas de calabaza; por allá cruza un hombre cargando el color de Michoacán en forma de canastos tejidos, mientras de ese otro lado se ofrece oloroso pan entre dos puestos de flores que derraman sus fragancias.
La abundancia de productos, algunos de los cuales se pesan en rústicas balanzas con piedras, el regateo en florida lengua purépecha y los usuales rebozos negros con franjas azul rey que se mueven de aquí para allá no dejan dudas de que se trata de un tianguis michoacano, inspirado en los tiempos prehispánicos.
Tres días son suficientes para llenarse los ojos de colores y la nariz de aromas en los alrededores de Pátzcuaro. Tres días que no deben dejar fuera el viernes de tianguis ni los encantos urbanocoloniales –plazas, calles, iglesias, museos, casonas, restaurantes y fuentes– del interminablemente disfrutable Pátzcuaro.
¿Quieres escaparte a Michoacán? Descubre y planea aquí una experiencia inolvidable