¿Por qué decimos “a falta de pan, tortillas”?
Te contamos cómo es que se formó el famoso dicho " a falta de pan, tortillas
Cada vez que como pinole recuerdo las manos temblorosas de Amalia que se volvían un poderoso molino cuando manejaban el metate. Llenas de arrugas, esas manos prodigiosas tomaban del comal ardiente los granos de maíz morado y los tiraban a puños sobre la piedra volcánica. Esas manos suaves con piel de ciruela convertían en harina el maíz y la canela, luego tomaban en una cucharita el pinole recién hecho y me lo ofrecían con la dulce ternura que sustituía la falta de azúcar, que su pobreza no le permitía comprar.
Amalia se alimentaba de lo que le daba su milpa y vendía lo que le sobraba, que a pesar de su frugalidad nunca era mucho ni suficiente. Para ella, como para muchos otros en México, productos tan básicos como el azúcar o la harina de trigo eran un lujo. En buena parte de América Latina además está relacionado –en el ideario colectivo– con lo europeo y las clases acomodadas, lo que le da cierto estatus por ejemplo a comer pan de trigo.
Incluso en México dónde presumimos que nuestra identidad está vinculada con el maíz y la tortilla –al grado de jurar que somos incapaces de vivir sin ella– se le ve como un alimento menor frente al pan de trigo, de ahí el famoso refrán: “a falta de pan: tortillas”.
Jesús Flores y Escalante, en su libro Breve Historia de La Comida Mexicana, le atribuye a Juan Garrido el haber traído el trigo a la Nueva España entre 1521 y 1523. Nacido en África, de raza negra, Garrido fue un esclavo liberado que se embarcó como soldado de Hernán Cortés y Pánfilo de Narváez, participando en la conquista de México, Puerto Rico y la Florida. Algunos le atribuyen también el ser el primer panadero de América, pero ese dato es todavía más incierto.
Si bien, el trigo llegó a América recién concretada la conquista, algunos textos decimonónicos dan cuenta de la escasees del pan de trigo en los nuevos territorios. El venezolano, José Rafael Lovera lleva su análisis más allá, al asegurar que al ser un alimento propio del conquistador el pan de trigo estuvo siempre cargado de un halo de superioridad.
Ese halo se volvió divino con la religión católica ya que el pan es el cuerpo de Cristo. Y es que claro nadie iba a dar la eucaristía con gorditas de maíz en lugar de hostias. Lovera descubre en el catecismo de la diócesis de Caracas de 1687, que lo llevaron al nivel del dogma al asegurar que existe un sólo pan verdadero, “hecho de harina de trigo y agua”. Claro que una cosa es la fe y otra el hambre. Así, el conquistador no tuvo a más que conformarse con el maíz.
Esto es lo que el antropólogo Claude Fischler llama el proceso de sustitución alimentaria el cual se da en dos sentidos. Para el europeo, se dio en sentido descendente, el cual suele originarse con una carencia o un escasez –en este caso el trigo– que obliga a conformarse con otro alimento como mal menor: el maíz.
En el otro lado entre los mestizos americanos se dio una sustitución ascendente, esto es, que a los ojos de los comensales el nuevo producto representa ventajas de una naturaleza u otra, sean prácticas, gustativas o simbólicas. El pan de trigo se tornaba para ambos un lujo.
Sin embargo entre los naturales ese lujo no solo no estaba a su alcance sino que generaba algo de aversión y desconfianza. Desde esta óptica la sustitución del trigo nunca fue total. Por el contrario, en el sincretismo cultural y culinario que acompañó al resto de la colonia, el maíz se mantuvo como un alimento totémico con una carga simbólica, irrenunciable, cosmogónica. Si los europeos habían nacido del barro y cobrado vida con el aliento divino, los locales fueron hechos de maíz de diferentes colores, cuyo jugo corría por sus venas como lo narra el Popol Vuh.
De a poco México se construyó como un país mestizo no solo en lo racial sino en lo cultural siendo los niños una parte importante en el vínculo del cambio alimentario, la existencia de las nanas y de las criadas tendía a influir sobre los niños, quienes por curiosidad e imitación probaban y consumían regularme la comida que ellas preparaban para sus hijos o para ellas mismas. Dicha forma de apropiación de la cultura quedó evidenciada en memorias, diarios y novelas a lo largo de la historia de México, incluso llegó hasta las películas de la llamada Época de Oro del cine mexicano.
Amalia no fue mi nana pero igual me cuidaba, platicaba largas horas conmigo y cuando cocinaba me daba siempre a probar esos guisos de los que ella a veces se avergonzaba por “sencillos”, decía refiriéndose a que no tenían carne de ningún tipo, y de tanto en tanto para acompañar un pipían de semillas molido en el metate me extendía una tortilla recién hecha, suave como su voz: “ande niño a falta de pan, tortillas” .