Reencuentro con la tradición y la fe (Jalisco)
En el siglo xviii se conocían los Altares de Dolores como “Incendios” debido al gran número de velas con que se iluminaban y por el derroche de dinero en que se incurría comprando la comida para los invitados.
Porque entre albas cortinasy flores de tu jardín,y germinada chía,y naranjas con oros voladores,encierras tu sentida poesíaen un altar de Viernes de Dolores.José Juan Tablada
En el barrio de la Capilla de Jesús vive desde su niñez don José Hernández, un hombre muy preocupado porque nuestras tradiciones no desaparezcan. Arquitecto de profesión cuya modestia lo hace llamarse artesano. Es un investigador nacido en Guadalajara y lucha desesperadamente desde hace 25 años para que la bella costumbre familiar de hacer anualmente un altar en la capital de Jalisco florezca y recobre la fuerza de antaño.
Hace muchos años, con el Viernes de Dolores se iniciaban las celebraciones de Semana Santa. Ese día había sido dedicado a la Virgen por un sínodo provincial celebrado en Colonia, Alemania, en el año de 1413, consagrándole el Sexto Viernes de Cuaresma. Tiempo después, en 1814, dicha fiesta fue extendida por el papa Pío vi a toda la Iglesia.
Desde el siglo xvi, el Viernes de Dolores tuvo un gran arraigo para los habitantes de los lugares de México con mayor evangelización. Se dice que los evangelizadores introdujeron la costumbre de hacer en este día un altar en honor de los dolores de la Virgen.
Al principio se celebraban solamente dentro de los templos y posteriormente también en las casas particulares, en las calles, en plazuelas y otros lugares públicos en los que se organizaban por cooperación de los vecinos. Estas celebraciones cobraron mucha fama por ser –aunque brevemente– una amena forma de convivencia.
Esta costumbre había adquirido gran popularidad, no existía un lugar donde no se instalara un Altar de Dolores. El vecindario costeaba la gran fiesta anunciada por medio de trompetas. Se continuaba la diversión sirviéndose bebidas embriagantes y abundante comida, sin faltar un gran baile con el consabido desorden que escandalizaba a las familias “decentes” y a las autoridades eclesiásticas. Por este motivo el obispo de Guadalajara, fray Francisco Buenaventura Tejada y Diez, prohíbe los altares bajo pena de excomunión mayor para los desobedientes.
Sólo se permitirían en los hogares siempre y cuando se realizaran a puerta cerrada, con la participación exclusiva de la familia y utilizando no más de seis velas. A pesar de esta prohibición la desobediencia popular se impone. Se vuelven a instalar altares en las calles, se toca música impropia (no litúrgica) y lo mismo. ¡El jolgorio no termina!
Don Juan Ruiz de Cabañas y Crespo, obispo de Guadalajara, emite nuevamente otro prohibitivo y enérgico documento pastoral, el 21 de abril de 1793, obteniendo la misma respuesta del pueblo: su afirmación en la celebración del Altar de Dolores en los lugares privados y públicos, manteniendo su connotación social.
La separación entre Iglesia y Estado –por la promulgación de las Leyes de Reforma– facilita que la celebración del Viernes de Dolores cobre un carácter más popular haciéndole perder su original sentido simbólico religioso y acentuándole el profano.
Dice don José Hernández: “el altar se instalaba de acuerdo con las posibilidades económicas, no había un formato especial. Se improvisaba.” El arte y la belleza surgían de la nada.
Algunas personas hacían el altar de siete niveles, pero lo que nunca faltaba como figura central era un cuadro o una escultura de la Virgen de los Dolores, hileras de naranjas agrias clavadas con banderitas de oropel, esferas de cristal de azogue, de colores y un sinnúmero de veladoras.
Unos días antes se ponían a germinar varias clases de semillas en pequeños botes y en un lugar oscuro para que el viernes, al ponerlas en el altar, adquirieran lentamente su verdor. La amargura simbolizada en las naranjas y en el agua de limón, la pureza en la de horchata y la sangre de la pasión en la de jamaica, daban al altar un toque alegre a pesar de todo.
Hay una constante en este tema, la amargura y el sufrimiento. Es por esto que cuando los visitantes a los altares del barrio se acercaban a la ventana y como favor pedían ¡lágrimas de la Virgen! mágicamente al recibirlas en jarras se transformaban en fresca agua de chía (recuerdo de nuestro pasado prehispánico), de limón, jamaica u horchata.
Ya nadie recuerda en Guadalajara el famoso altar de Pepa Godoy en los años veinte en el barrio de Analco. Mucho menos a Severita Santos, una de las dos hermanas prestamistas conocidas como “Las Chapulinas” por su simpática forma de caminar y que habitaban una vieja casona del siglo xix. Se dice que a las puertas de su zaguán custodiado por “el Animal” (un gran perro que según la conseja popular defecaba monedas de oro), ponían unas grandes tinajas de barro que contenían aguas de arrayán, chía, jamaica o limón para obsequiar a los vecinos que contemplaban el altar a través de la ventana. Como esta historia local se cuentan varias alrededor de esta tradición.
Para comprender mejor este tema, es necesario poner la mirada en la Edad Media cuando se fomenta el culto Cristo-céntrico resaltando su pasión y presentándolo con huellas de tortura y sufrimiento, mostrándonos a un Cristo que había padecido por causa de los pecados del hombre y que enviado por el Padre redimía a aquél con su muerte.
Llega posteriormente una piedad cristiana que asocia a María con el gran sufrimiento de su hijo y adopta como suyo ese gran dolor. Así, la iconografía mariana mostrándonos a una Virgen llena de penas, comienza a multiplicarse rápidamente llegando al siglo xix donde sus dolores son objeto de una gran devoción, inclinación popular por este bello símbolo, fuente inspiradora de poetas, artistas y músicos que le dieron vida colocándola como figura central de esta tradición.
¿Es nuestra falta de conciencia histórica lo que ha contribuido a su desaparición? Esto entre otras cosas es resultado de la proliferación de las sectas pseudoevangélicas, pero también por los efectos del Concilio Vaticano II, afirma el maestro José Hernández.
Afortunadamente la tradición ha sido retomada; son dignos de admiración los bellos altares del Museo de la Ciudad, ex convento del Carmen, del Instituto Cultural Cabañas y Presidencia Municipal. Existe un interesante proyecto de convocar a los vecinos del barrio de la Capilla de Jesús para que concursen en el montaje de altares, dando un premio al mejor de ellos.
Me voy de Guadalajara y me despido del “mero mero” (como le llama una señora que asombrada contempla el gran altar instalado en el Museo Regional), don Pepe Hernández, y de sus colaboradores de montaje: Karla Sahagún, Jorge Aguilera y Roberto Puga, yéndome con la certeza de que en esta bella ciudad se prepara otro “gran incendio”.
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