Ritos funerarios de cazonci Zuanga
Los días de fiesta y de algarabía habían abandonado el palacio real de Tzintzuntzan. Todo era tristeza y pesimismo. Finalmente se hacía pública la enfermedad de Zuanga, y con ello todos sabían que el fin de su vida estaba próximo.
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Adrián Téllez, guía de turistas Tlalpujahua y mariposas monarca
Los esfuerzos de los xurihca –los médicos que lo atendieron desde el principio de sus males–, habían resultado inútiles. Todos esperaban con ansiedad el diagnóstico que presentaría el gran ambonganci xurihca, el médico más experimentado del reino; al final, el silencio se hizo en medio del grupo de curanderos, quienes escucharon que la muerte del cazonci era inevitable.
Los gobernantes que Zuanga había impuesto en las provincias y en otras ciudades de la región central de los lagos –todos ellos sus parientes–, semanas atrás habían venido a Tzintzuntzan a presentarle sus respetos. El joven Tangaxoan, quien había sido designado su heredero, salió a recibirlos. Ya todos le veían como el nuevo señor. Con aplomo, Tangaxoan, junto con el petamuti y los demás sacerdotes, daba instrucciones para que se llevara a cabo con gran pompa la tradicional ceremonia funeraria.
De diversas regiones llegaron joyas, plumas y pieles, comida, curiosos recipientes de vistosa policromía, etcétera, que se iban depositando respetuosamente en aquella habitación que se utilizaba para que el cazonci recibiera estos presentes en vida. No estando él, la silla, el asiento real, adquiría simbólicamente su figura.
En sus últimos momentos, Zuanga fue dejado solo; él debía morir así, como lo habían hecho sus antecesores. Afuera de la habitación donde se encontraba, apenas separados por los muros y por la cortinilla que servía de puerta, estaban los otros señores, su hijo y sus parientes, quienes escuchaban su agitada respiración, hasta que ésta dejó de percibirse. Fue así como constataron que los días de aquel gran cazonci habían concluido. Hasta ese momento no se había oído ningún otro ruido, ni una sola exclamación, todos hablaban en voz baja, pero una vez dada la noticia, los lamentos de las mujeres se extendieron rápidamente por todo el palacio.
Los familiares más cercanos de Zuanga, bajo la dirección del petamuti, bañaron el cuerpo del difunto con mucho cuidado para purificarle, y vistieron su cuerpo con aquella camisa larga y las elegantes sandalias de cuero de venado que distinguían a los señores. Luego, siguiendo un cuidadoso ritual, le colocaron un collar de huesos de pescado blanco en el cuello, ajorcas con cascabeles de oro en las piernas y brazaletes y collares con cuentas de turquesa. Después le pusieron grandes orejeras de oro y brazaletes del mismo metal que sujetaron en ambos brazos, rematando el ceremonial con un vistoso bezote de obsidiana con mosaicos de turquesa que lo identificaba como el guerrero supremo de los ejércitos purépechas.
Los jóvenes integrantes de la nobleza cubrieron con mantas de colores el armazón en el que sería transportado el cadáver. En seguida, sobre esta especie de cama colocaron y ataron el cuerpo del señor y procedieron a conformar el bulto sagrado envolviendo al muerto con capas sucesivas de mantas, concluyendo con una de color rojo que le daba gran vistosidad. Finalmente, a su alrededor depositaron un atado de plumas de quetzal, orejeras, brazaletes de oro, collares de turquesas y un par de sandalias recién hechas para su viaje, así como su arco y unas flechas sujetas a un carcaj hecho con piel de jaguar.
Todo mundo acudió a ver la procesión que acompañaba al bulto mortuorio, cuyo destino final sería el gran patio frontero a las yácatas, donde se había encendido una gran hoguera de ramas de pino. Para entonces ya era la media noche. Hombres jóvenes alumbraban el conjunto con teas encendidas. Entonces se inició la marcha de la comitiva, al frente de la cual se hallaba el sacerdote sacrificador, quien sujetaba una gran porra con ambas manos, seguido de un joven que llevaba una bandera blanca con un remate de plumas rojas; atrás iban todos aquellos que habían servido en vida al cazonci, recreando, en la medida de lo posible, sus actividades cotidianas: el barrendero, el remero, los artesanos de la pluma y del metal, los encargados de cuidar las puertas del palacio, los que fabricaban las armas y hasta los que habían cuidado de su salud. Cuatro individuos anunciaban con potentes sonidos el avance de la procesión, dos de ellos tañían sus trompetas y los otros dos hacían sonar sus caracoles marinos.
Detrás del grupo que transportaba el cuerpo de Zuanga iban alrededor de cuarenta personas, hombres y mujeres, que también le habían servido, y que serían sacrificados para que lo acompañaran en su destino final y lo atendieran en todo lo que necesitara durante su trayecto al mundo de los muertos. Aquellas desdichadas mujeres se habían encargado del cuidado de su joyería y de la preparación de sus alimentos, mientras que los varones, hasta ese momento, se ocupaban de todos los servicios en el palacio.
La comitiva llegó finalmente hasta la gran hoguera en la que fue colocado el bulto real, cuidando que las cenizas y las joyas derretidas no se dispersaran. Al concluir el proceso en el cual murieron los servidores cercanos del señor, los restos de cenizas y fragmentos de joyería fueron puestos en un bulto que se colocó en una cavidad debajo de las escalinatas del templo de Curicaueri. Esta ofrenda fue enriquecida con grandes cantidades de joyería, cerámica ritual y muchas otras piezas que aseguraban el prestigio y la dignidad del difunto Zuanga.
Fuente: Pasajes de la Historia No. 8 Tariácuri y el reino de los purépechas
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