Ritos y leyendas del cenote sagrado
Fray Diego de Landa, misionero franciscano y cronista del siglo XVI en Yucatán, celoso de su misión evangelizadora recorrió varios lugares de la península donde se sabía existían ruinas de los antiguos pobladores.
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George de la Selva, balneario y cenote cerca de Mérida
Uno de estos periplos lo llevó a la afamada ciudad capital de Chichén Itzá, de la que se conservaban impresionantes construcciones, mudos testigos de una grandeza pasada que según las historias de los ancianos había llegado a su fin después de las guerras entre los Itzáes y los Cocom. Al término del conflicto, Chichén Itzá fue abandonada y sus habitantes emigraron hacia las tierras selváticas del Petén.
En su estadía por las ruinas, los guías indígenas de fray Diego lo llevaron al famoso cenote, pozo natural formado por el derrumbe de la techumbre que cubría un río subterráneo, permitiendo a los hombres aprovechar el agua para su sustento.
Esta inmensa cavidad tenía para los antiguos mayas un carácter sagrado, pues era el medio de comunicación con Chaac, la deidad acuática por excelencia, patrono de la lluvia que regaba los campos y favorecía el crecimiento de la vegetación, particularmente del maíz y otras plantas que alimentaban a los hombres.
Diego de Landa, inquisitivo, a través de las versiones de los ancianos que habían sido educados en los tiempos anteriores a la conquista, se enteró de que el Cenote Sagrado era uno de los sitios más importantes en los rituales que se celebraban en la antigua capital. En efecto, a través de sus informantes conoció las leyendas que corrían de boca en boca y que describían los fabulosos tesoros, constituidos por joyería de oro y jade, así como las ofrendas de animales y de hombres, especialmente de jóvenes mujeres vírgenes.
Una de las leyendas contaba la historia de una pareja de adolescentes que cobijaban sus amores en la selva, en contra de la prohibición de los padres de la joven de conocer varón, porque desde pequeña su destino había sido marcado por los dioses: algún día, cuando fuera mayor, sería ofrendada a Chaac, lanzándola desde el altar sagrado que se hallaba al borde del cenote, dando su vida para que siempre hubiera abundantes lluvias sobre los campos de Chichén Itzá.
Así llegó el día de la fiesta principal y los jóvenes enamorados se despidieron con angustia, y fue en ese momento cuando el gallardo adolescente prometió a su amada que no moriría ahogada. La procesión se dirigió al altar, y después de un interminable transcurrir de oraciones mágicas y alabanzas al dios de la lluvia, llegó el momento culminante en el que arrojaron la preciosa joyería y con ella a la joven, que dio un estremecedor grito mientras caía al vacío y su cuerpo se hundía en el agua.
El joven, mientras tanto, había bajado hasta un nivel cercano a la superficie acuática, oculto a los ojos de la muchedumbre, lanzándose presto a cumplir su promesa. No faltó quién advirtiera el sacrilegio y avisara a los demás; el enojo fue colectivo y en tanto se organizaban para detener a los fugitivos, éstos huyeron.
El dios de la lluvia castigó a toda la ciudad; fueron varios años de sequías que despoblaron a Chichén, uniéndose a la hambruna las más tremendas enfermedades que diezmaron a los atemorizados pobladores, que culpaban a los sacrílegos de todas sus desgracias.
Por siglos aquellas leyendas entretejieron un halo de misterio sobre la ciudad abandonada, que fue cubierta por la vegetación, y no sería sino hasta los inicios del siglo XX cuando Edward Thompson, valiéndose de su calidad diplomática, pues estaba acreditado como cónsul de los Estados Unidos, adquirió el predio que albergaba las ruinas de un hacendado yucateco que consideraba el lugar impropio para la siembra y por ello le adjudicaba escaso valor.
Thompson, conocedor de las leyendas que relataban los fabulosos tesoros que se arrojaban en las aguas del cenote, puso todos sus empeños en constatar la veracidad de las historias. Entre 1904 y 1907, primero con nadadores que buceaban entre las aguas lodosas y más tarde utilizando una draga muy sencilla, extrajo del fondo del pozo sagrado cientos de preciados objetos de los más diversos materiales, entre los que destacaban elegantes pectorales y cuentas esféricas tallados en jade, y discos, placas y cascabeles trabajados en oro, ya fuera mediante las técnicas del martillado o procesándolos en la fundición con el sistema de la cera perdida.
Desafortunadamente aquel tesoro fue extraído de nuestro país y, en su mayoría, hoy se conserva en las colecciones del Museo Peabody de los Estados Unidos. Ante la insistencia mexicana en su devolución hace más de cuatro décadas, dicha institución devolvió primero un lote de 92 piezas de oro y cobre, principalmente, cuyo destino fue la Sala Maya del Museo Nacional de Antropología, y en 1976 se entregaron a México 246 objetos, en su mayoría ornamentos de jade, piezas de madera y otros que se exhiben, para orgullo de los yucatecos, en el Museo Regional de Mérida.
En la segunda mitad del siglo XX hubo nuevas expediciones de exploración al Cenote Sagrado, ahora comandadas por arqueólogos profesionales y buzos especializados, quienes utilizaron moderna maquinaria de dragado. Como resultado de sus trabajos salieron a la luz extraordinarias esculturas, destacándose la figura de un jaguar del más exquisito estilo del Posclásico temprano maya, la cual funcionaba como portaestandarte. Se rescataron también algunos objetos de cobre que en su tiempo lucían vistoso dorado, y sencillos ornamentos de jade, e incluso piezas trabajadas en hule, de una delicadeza extrema, que se habían conservado en aquel ambiente acuático.
Los antropólogos físicos esperaban ansiosos los huesos humanos que testimoniaran la veracidad de las piezas, pero sólo había segmentos de esqueletos de niños y huesos de animales, particularmente de felinos, descubrimiento que echa por tierra las románticas leyendas de las doncellas sacrificadas.
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