Rosario de la Peña. Una sombra tras el espejo
¿Quién fue realmente Rosario de la Peña y Llerena, y qué virtudes y circunstancias personales le permitieron convertirse en el eje de una agrupación literaria masculina y-aún más-eminentemente patriarcal, de acuerdo con los cánones sociales y morales en uso?
La admiran los nocturnos luminares
Le sonríen los montes y los mares
Y es un rival del sol,
La huella de su pie, fosforescente,
Fuera guirnalda en la soberbia frente
No de un ángel, de un dios.
Así describía en 1874 el sabio Ignacio Ramírez a aquella mujer en torno de la cual se agrupaba entonces lo mejor de la intelectualidad mexicana decimonónica: poetas, prosistas, periodistas y oradores que la había elegido como la “musa oficial” del rico movimiento literario de esos años, el mismo que hoy reconocemos dentro de la historia literaria nacional como el periodo posromántico.
Pero ¿quién fue realmente Rosario de la Peña y Llerena, y qué virtudes y circunstancias personales le permitieron convertirse en el eje de una agrupación literaria masculina y-aún más-eminentemente patriarcal, de acuerdo con los cánones sociales y morales en uso?
Se sabe que nació en una casa de la calle Santa Isabel, número 10, de la ciudad de México, el 24 de abril de 1847, y que era hija de don Juan de Ia Peña, rico hacendado, y de doña Margarita Llerena, quienes la educaron junto a sus hermanos y hermanas en un ambiente de roce social y de actualización literaria, ya que estaban emparentados por diversas vías con personalidades de Ia literatura y Ia política de la época, tales como el escritor español Pedro Gómez de la Serna y el Mariscal Bazaine, deI Imperio de Maximiliano.
AsÍ también, cuando volvemos a las páginas escritas en México durante el último tercio deI pasado siglo, sorprende encontrar la frecuencia -hoy diríase desmesurada- con que aparece la figura de Rosario en la obra de Ios mejores poetas nacionales de entonces, siempre proclamada «no sólo como el símbolo de Io femenino, sino como la esencia químicamente pura de la belleza».
Sin duda, Rosario debe haber sido una mujer muy bella, mas si a esto unimos las dotes de talento, buen gusto, instrucción cuidadosa, trato delicado y bondad personal que le reconocieron admiradores y amigos, así como el dato acerca de la posición socioeconómica relevante de su família, todo ello, no obstante, resultaría aún insuficiente, en tanto no excepcional, para justificar Ia fama de esta joven cuyo nombre, sin haber sido jamás escritora, está unido indisolublemente a Ia historia de Ias letras patrias deI siglo XIX.
Otras dos circunstancias -una de carácter histórico-literario y otra anecdótica- serían Ia clave de su fama. La primera, explicable a partir de Ia mentalidad socioestética que caracterizó al romanticismo, propicia esa fusión de realidad y fantasía,y esas actitudes idolátricas con respecto a Ia figura femenina, en Ias que el ideal se superponía al ente real en Ia búsqueda de Ia personificación de la belleza. En cuanto a Ia segunda, ésta se produjo con motivo deI suicidio del ya afamado escritor Manuel Acuña, ocurrido en el cuarto que éste, como alumno interno, ocupaba en el edificio que en ese entonces pertenecía a Ia Escuela de Medicina. La noticia de este hecho se dio a conocer al día siguiente, el 8 de diciembre de 1873, junto con la primera publicación de su poema «Nocturno», el más famoso canto al amor frustrado con que cuenta Ia lírica mexicana hasta hoy, y en el cual su autor, según la dedicatoria, dio a la luz los pormenores de una supuesta relación amorosa entre él y Rosario de la Peña. En otras circunstancias, esta historia no habría pasado de un interesante rumor de saIón, pero magnificada por Ia terrible aureola de la muerte deI joven poeta, se convirtió en punto candente de todas Ias conversaciones. Es más, según José López-Portillo, pasó el asunto a ser de metropolitano, nacional, y se habló de él en toda Ia República, de Norte a Sur y de Océano a Océano; y no sólo eso, sino que, acabando por rebasar los límites de nuestro territorio, se extendió por todos los países de habla española de este continente. y como si eso no fuese bastante todavía, cruzó Ias aguas del Atlántico, y llegó hasta Europa misma, donde fue tratado el episodio por la prensa que se preocupaba de los asuntos hispano-americanos de aquella época. La Patria ilustrada de esta ciudad, reprodujo un largo artículo publicado en el París Charmant, de Ia capital francesa (…) en el cual se afirmaba que el triste fin del poeta coahuilense, se debía a Ia inhumana infi delidad de su amada. Acuña, según el articulista, estaba en relaciones amorosas con Rosario y próximo ya a casarse con ella, cuando se vio precisado a salir de México por motivos de negocios, y no queriendo verla expuesta a los peligros de Ia soledad, Ia dejó encomendada al cuidado de un amigo de confianza; y éste y ella, cometiendo Ia más negra de Ias ingratitudes se habían entendido para amarse durante Ia ausencia del poeta. De modo que, al regresar éste de su desdichado viaje, haIló ya casados a los infieles, y enloquecido entonces por el desencanto y el dolor, apeIó desesperado al suicidio.
La muerte le había dado a su víctima un crédito que pocos y con muy escasa suerte se atrevieron a negarle. De manera que Rosario de Ia Peña -desde entonces conocida como Rosario la de Acuña- quedó marcada para siempre con una historia de perfidia y seducción que rebasó Ia frontera de su siglo y que, aún por la reciente década de los ochenta, volvió a la luz en la reimpresión del texto citado de López-Portillo, quien -a pesar de su propósito confeso de desmitificar a esta figura femenina- participó una vez más en la interpretación tergiversada deI famoso «Nocturno», y con ello, de Ia difamación deI nombre de Rosario al afirmar que se podía entrever en sus versos una pasión desgraciada, «en un tiempo correspondida, y al cabo desconocida y acaso traicionada».
Sin embargo, no hay una sola línea deI «Nocturno» que así lo confirme; allí donde el vate dio comienzo a sus versos, queda claro que él estaba iniciando una declaración de amor a una mujer que muy poco, quizá nada, sabía aI respecto, en tanto le dice:
I
Pues bien yo necesito
decirte que te adoro,
Decirte que te quiero
con todo el corazón;
Que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
Que ya no puedo tanto,
y al grito en que te imploro,
Te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión.
Y aún agrega en Ia estrofa IV:
Comprendo que tus besos
jamás han de ser míos,
Comprendo que en tus ojos
no me he de ver jamás,
Y te amo, y en mis locos
y ardientes desvaríos
Bendigo tus desdenes,
adoro tus desvíos,
Y en vez de amarte menos,
te quiero mucho más.
En cuanto a aquella estrofa VI citada por López-Portillo como posible evidencia de una relación consumada (Y luego que ya estaba/ concluido tu santuario,/ Tu lámpara encendida,/ tu velo en el altar, […] ), es el propio poeta quien nos indica que esto no era más que Ia descripción de sus ansias de amor, según lo muestran los sustantivos que emplea a continuación -sueño, afán, esperanza, dicha, placer, empeño-, iluminadores, únicamente, de una expectativa, una obsesión, una voluntad desiderante:
IX
¡Bien sabe Dios que ese era
mi más hermoso sueño,
Mi afán y mi esperanza,
mi dicha y mi placer,
Bien sabe Dios que en nada
cifraba yo mi empeño,
Sino en amarte mucho
bajo el hogar risueño
Que me envolvió en sus besos
cuando me vio nacer!
Sin embargo, en el contexto posromántico (y aún en nuestros días), alcanzaba más fácil difusión una tragedia de traiciones y culpas femeninas, que la explicación de un suicidio por causa de una hiperestesia patológica; de manera que aquellas voces que, según el peruano Carlos Amézaga, se alzaron en defensa de la joven y, sobre todo, el testimonio de la misma en favor de su inocencia, quedaron ocultos bajo las voces anatemizadoras de los otros, ya fuesen éstos los ilustres miembros del Liceo Hidalgo -quienes la condenaron públicamente en la primera sesión celebrada al efecto tras el suicidio de Acuña- o algunos de sus pretendidos admiradores, quienes continuaron cimentando con sus obras poéticas la imagen sombría, incluso demoniaca, de Rosario hasta fines del siglo.
Cuando advertimos esto, podemos suponer en qué medida ese poema póstumo de Acuña y el crédito de sus congéneres, causaron daño moral y psíquico a la verdadera Rosario, una de las tantas mujeres reales silenciadas por la historia, imposibilitadas para construirse su propia imagen pública. No sorprende entonces saber que a pesar de su clara inteligencia, se convirtió en una mujer triste, desconfiada, ansiosa e insegura, como la describió Martí: «usted en todas sus dudas y todas sus vacilaciones y todas sus esperanzas ante mí». Ni extraña tampoco su soltería definitiva -a pesar de sus tantos pretendientes- tras un prolongado noviazgo de más de once anos con el poeta Manuel M. Flores, así mismo truncado por la enfermedad y muerte de él.
EI falso espejo de luz y sombra sobrepuesto a su figura real, dejó oculto hasta hoy otros datos que hubieran iluminado las múltiples razones que condujeron a Acuña hacia el suicidio, entre las cuales su pasión no correspondida -y probablemente desconocida- por Rosario, fue sólo una causa más. Mucho debió pesar en la fatal decisión del hipersensible joven su prolongada separación del hogar natal y la muerte del padre durante su ausencia -como se aprecia de manera repetida en su obra-, así como la infidelidad de la poetisa Laura Méndez, con quien sí había sostenido por esos años una relación amorosa efectiva, al punto de tener un hijo con ella dos meses antes de su suicidio.
AI parecer, fue ésta la amante que en el transcurso de un viaje de Acuña fuera de la ciudad, lo suplantó en el víncuIo amoroso por eI también poeta Agustín F. Cuenca, amigo de ambos, a quien aquél había confiado la atención de su amada para ponerIa a cubierto de «los peligros de Ia soIedad». Este dato fue achacado por la historia a Rosario, según expresara López-PortiIlo, no obstante su incongruencia con respecto aI hecho de que ella vivió siempre con sus padres y hermanos, lo cual hubiera hecho del todo innecesario eI encargo de Acuña a Cuenca. En cambio, esta situación sí se explicaría muy bien de tratarse de la mencionada poetisa, si se toma en cuenta que era una madre soItera y,encima de ello, se encontraba distante de su región natal: el municipio de Amecameca.
Próxima ya a cumplir los 50 años, Rosario de la Peña continuaba empeñada en demostrarle su inocencia a los pocos que Ia quisiesen oír, de ahí que, dando muestras de un juicio reflexivo y, a pesar de todo, sereno, expresara a Amézaga, en entrevista privada, más tarde dada a conocer por él: «Si fuese una de tantas vanidosas mujeres, me empeñaría por el contrario, con fingidas muestras de pena, en dar pábulo a esa novela de la que resulto heroína. Yo sé que para los corazones románticos no existe mayor atractivo que una pasión de trágicos efectos cual la que atribuyen muchos a Acuña; yo sé que renuncio, incondicionalmente, con mi franqueza, a la admiración de los tontos, pero no puedo ser cómplice de un engaño que lleva trazas de perpetuarse en México y otros puntos. Es verdad que Acuña me dedicó su Nocturno antes de matarse […] pero es verdad también, que ese Nocturno ha sido un pretexto nada más de Acuña para justificar su muerte; uno de tantos caprichos que tienen al final de su vida algunos artistas […] ¿Sería yo en su última noche una fantasía de poeta, una de esas idealidades que en algo participan de lo cierto, pero que más tienen del sueño arrebatado y de los vagos humores de aquel delirio? ¡Tal vez esa Rosario de Acuña, no tanga nada mío fuera del nombre! […] Acuña con poseer una inteligencia de primer orden, con ser tan gran poeta, Ilevaba escondida en lo más íntimo de su ser aquelIa desesperación muda, aquel profundo disgusto de Ia vida que precipita ordinariamente al suicidio, cuando se ponen determinados sentimientos en conjunto.
Este testimonio es la única huella que hemos encontrado de su voz, de su ser real siempre entrevisto a través de la mirada de los otros. No obstante, la objetividad que trasciende aún de estas palabras -dichas hace más de 100 años- y la prolongación hasta nuestros días de esa imagen suya fraudulenta, nos dicen que la historia de Rosario de la Peña no está terminada, y que la tarea de iluminar su verdadero rostro tras el espejo sigue siendo mucho más que un mero ejercicio contra el olvido.