Semana Santa en el mundo rarámuri
Rodrigo Cruz, fotógrafo y viajero MD, visitó Norogachi, Chihuahua, para vivir la eterna batalla entre el bien y el mal, los cantos, la danza y el sabor del tesgüino durante los días santos.
En la víspera de la celebración de los días santos, durante una caminata en las calles de Norogachi observé un resplandor naranja con columnas de humo negro en la cima de cuatro cerros. Eran fogatas que representaban los puntos cardinales. Después de casi una hora de un extenuante trayecto llegué a la cima de uno de estos donde, alrededor de un fuego, los músicos aún tocaban los tradicionales tambores, otros hombres atizaban la lumbre. Desde esta altura podía contemplar el anochecer del pueblo de Norogachi y los paisajes aún visibles e imponentes que le rodean.
Jueves Santo: los pintos y el tesgüino
A temprana hora del jueves, caminaba sobre las calles, entre algunas casas rumbo a la montaña cuando me encontré con un grupo de hombres de diferentes edades que decoraban sus cuerpos y platicaban en su lengua indígena. Unos a otros se pintaban manchas blancas con cal disuelta en agua y después se secaban al sol. Es así, con la preparación de los pintos, apelativo que se les da a los hombres con la piel decorada de esta forma, como daba comienzo el Jueves Santo.
También percibí el olor a fermento, era el tesgüino hirviendo (la bebida tradicional a base del grano hervido y fermentado con semilla de avena), que una señora preparaba dentro de un gran tambo y que dos días después ofrecería a los asistentes durante el awilachi o la fiesta de patio. Para quienes la disfrutan, es un placer degustar esta bebida tradicional de textura espesa.
Después de horas de preparación de los pintos, por un momento todos parecieron dispersarse, solo para regresar cargando leña para la elaboración de los alimentos. Al terminar de comer, los pintos bajaron corriendo de los cerros. Los músicos llevaban sus instrumentos, otros bajaban con banderas para congregarse en el atrio de la iglesia y dar comienzo a la danza y a las procesiones por las calles del pueblo. La fiesta estaba presente. Sentía el ondear de las banderas y el ritmo de los danzantes imparables, la música, la fuerza, la energía de la celebración.
Posteriormente, una pequeña peregrinación salió de la iglesia donde los hombres cargaban la imagen de un Cristo, y las mujeres, a la virgen de Los Dolores, y así caminaron por las calles. Cuando la procesión regresó a la iglesia, la danza retomó su ritmo trepidante. Los pintados, tras apilar leña con la cual prendieron una gran fogata para soportar el intenso frío de la madrugada, bailaron toda la noche, sin descanso. Las mujeres y niños durmieron al aire libre en una esquina junto a un albergue, agrupándose todos para conservar el calor.
Viernes Santo: las procesiones y los pascolas
El jueves había devenido en viernes, y los pintos seguían bailando. Más tarde, las mujeres volvieron a cargar a la virgen de Los Dolores. Las calles se hicieron angostas por el pasar de la procesión, que ahora era más grande y colorida debido a las amplias faldas tradicionales que llevaban. Enseguida, ya cayendo el sol, los hombres iniciaron la peregrinación cargando en hombros al Santo Entierro, un Cristo envuelto en una cobija y amarrado a un tronco, y se dirigieron hacia al panteón.
Después de varios días de celebración, el cansancio comenzaba a hacer estragos en mí. No fue fácil seguir el ritmo, sin embargo, el presenciar el desenlace de esta fiesta ritual era invaluable y no me lo podía perder. Ahora sí, el momento de acabar con el mal había llegado, tarea para los pascolas, llamados así los danzantes elegidos para este fin. Este acto se llevó a cabo en una casa a la orilla del pueblo, donde un grupo de hombres, sentados alrededor de una fogata formando un círculo, compartían un guaje con tesgüino. Entretanto los pascolas se hincaban en un banco pequeño de madera para comenzar el ritual de decorar sus cuerpos.
Primero los pintaron de blanco, luego, con la música del violín y tambor, hicieron un ofrecimiento bailando alrededor de una pequeña cruz adornada con ramas de pino, saludando a los cuatro puntos cardinales. Siempre danzaban un hombre adulto y uno joven. Posteriormente, los encargados les decoraron todo el cuerpo con diseños elaborados, usando los colores ocre y negro. Esta ceremonia es muy importante e íntima para los rarámuri; por fortuna me permitieron presenciarla.
Sábado de Gloria: el mal ha muerto
La preparación de los pascolas fue un trabajo minucioso que les llevó horas hasta el amanecer del Sábado de Gloria. Ya decorados, estos personajes continuaron bailando alrededor de la cruz hasta el momento en que tenían que dirigirse a la iglesia.
Los pintos volvieron a aparecer en el atrio, ahora cargando al Judas-mestizo, un muñeco relleno de pasto seco que representa al chabochi u hombre blanco. Lo dejaron ahí para que los pascolas cumplieran su propósito. Quienes a su vez bromearon con el Judas, le lanzaron piedras, lo azotaron y lo quemaron. Así, el mal había muerto y esta fiesta ritual cumplía con su propósito.
Para cerrar este festejo ritual, se dio lugar a las fiestas de patio, donde me compartieron un guaje con tesgüino, siendo mi deber terminarlo para después pasar el mismo guaje y compartirlo con las familias del pueblo y con aquellas otras que habían ido desde otras rancherías para participar en esta celebración.
Haber podido presenciar esta fiesta ritual que desde hace mucho deseaba de conocer; el disfrute y gozo que se siente al escuchar sus instrumentos tradicionales y contemplar el paisaje de grandes barrancas de la Sierra Tarahumara, fue una aventura inigualable que deberíamos todos, a medida de lo posible, tratar de vivir. Muchas tradiciones de los pueblos indígenas siguen vivas y es imprescindible conocerlas y reconocerlas con mucho respeto y orgullo.
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