Tlaxcala, epístola de un viaje que permanece
Inma querida: Aún no puedo deshacerme del dulce sabor del aguamiel que probamos en el campo tlaxcalteca al que me llevaste. Qué divertido nos pareció correr entre las magueyeras hasta alcanzar a don Manuel, el tlachiquero de la Hacienda de Xochuca, para acompañarlo a extraer con su acocote ese suave jarabe. Corrimos unos diez minutos […]
Inma querida:
Aún no puedo deshacerme del dulce sabor del aguamiel que probamos en el campo tlaxcalteca al que me llevaste. Qué divertido nos pareció correr entre las magueyeras hasta alcanzar a don Manuel, el tlachiquero de la Hacienda de Xochuca, para acompañarlo a extraer con su acocote ese suave jarabe.
Corrimos unos diez minutos hasta dar con él y su burro Joaquín, que tanta ternura te dio. Todos esos paisajes a las faldas de la Peña del Rosario me hicieron sentir como dentro de un cuadro de Velasco. ¿Te pasó lo mismo? Y recuerdas lo tonta que me sentí al no saber que el aguamiel brota del corazón del agave. Qué experiencia fue probarlo ahí mismo, frente a la planta, en una copa improvisada. Fue algo así como una ceremonia, una comunión.
Me pareció único conocer acerca de las largas jornadas de trabajo de ese hombre. Su sabiduría fue venerable. ¿Te acuerdas que nos invitó a ver el proceso de fermentación del pulque? Te morías de risa al ver mi cara cuando lo probé por primera vez porque no era curado, luego me acostumbré al sabor y me decías que fuera despacio porque “se te va a subir muy rápido”.
Antes de conocer Tlaxcala me imaginaba que el estado era un enorme campo de maíz dorado, ahora también siento que es un campo verde y extenso, con construcciones que guardan leyendas. Lo que vivimos en
este viaje me afectó tanto, que al llegar a mi casa sentí un impulso de querer conectarme nuevamente con todo ese mundo bucólico y hurgué en mis estanterías hasta dar con Pedro Páramo para releerlo. Tan absorta estaba por el libro que lo terminé en unas tres horas.
El vuelo de regreso fue pesado, ya sabes que los aviones y las turbulencias siempre me han estremecido; me recuerdan con frecuencia que no hay marcha atrás. Además, la comodidad aún no se ha inventadopara las aerolíneas económicas. Cuando intentaba dormir, las luces se prendían o comenzaban los sonidos del carrito de servicio de alimentos y la voz dulce de la azafata aparecía ofreciéndonos agua, café o té.
No pude dormir ni un segundo, entonces me puse a hojear una revista y fue cuando leí esa frase de John Steinbeck: “La gente no hace viajes, son los viajes los que hacen a la gente”, y me descubrí transformada. Es duro estar de regreso en la rutina y en este país que no tiene nada que ver con México. Estoy en Madrid pero mi cabeza sigue allá, mi inconsciente no es de exportación, como diría Villoro. Extraño el acentode la gente de Tlaxcala, como el de la señora que nos preparó los tlatloyos de maíz azul con habas y frijol con huitlacoche, tan deliciosos que no puedo creer que casi te comiste cuatro. Se me olvidó contarte que, cuando te ausentaste, le pedí la receta a la seño para intentar cocinarlos, aunque espero poder encontrar todos los ingredientes.
A todos aquí les he contado lo pequeña que me sentí entre esas viejas construcciones de la zona arqueológica de Cacaxtla-Xochitécatl. Algo que me impresionó fue saber que sus pobladores veneraron a la imagen femenina como poco se ha registrado en otras culturas mesoamericanas, y el poder haber admirado esas miles de figurillas de barro que representan a mujeres recién nacidas, niñas, adultas, embarazadas, en parto y ancianas.
Además, ¿no te pareció asombroso cómo se conservan esas pinturas tan sofisticadas que se encuentran en el sitio? Me perdí entre los colores brillantes, las líneas dibujadas con tal precisión y las historias de guerreros indómitos que nos susurraron esas viejas paredes. Estando ahí me imaginé a los pobladores preparando el mezcal en los hornos de piedra para beberlo en sus rituales, tal como nos narró el guía.