Torreón, donde nadie es forastero (Coahuila)
De mi primer encuentro con Torreón recuerdo la fuga veloz, calle tras calle, de edificios en hilera al lado de la ventanilla del auto.
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El taxi que me llevaba al centro dejó atrás la terminal de autobuses, su zona industrial aledaña, las colonias residenciales y por fin alcanzó el corazón de la ciudad. Bajo la luz opalina del atardecer norteño desfilaban cuadras completas donde la actividad comercial le había ganado la partida a las viviendas.
Mi mirada de fotógrafo estaba a la caza de estímulos visuales. Buscaba en la arquitectura los rasgos de identidad local y hallaba los carteles abigarrados de las tiendas, ocultando las fachadas de nobles edificios en decadencia.
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No todo podía reducirse a eso y, por tanto, al apearme del coche le pregunté al taxista qué era lo más interesante de Torreón. El hombre sonrió abiertamente y afirmó rotundo: “Lo más bonito que tenemos aquí son las mujeres”.
Luego, hospedado ya en un hotel que conoció tiempos mejores, me puse a observar desde la terraza a la gente que caminaba entre los jardines de la Plaza de Armas. Medité sobre la respuesta del taxista. ¿Sería una exageración galante? ¿Carecería el lugar de reclamos turísticos? ¿O sería tan conspicua la hermosura de las mujeres laguneras? En los días siguientes descubriría que esta última suposición era la más cercana a la verdad. Y que en Torreón -sin menospreciar sus demás atractivos- las mujeres y los hombres son bellos de la mejor manera que pueden serlo las personas: bellos por dentro.
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UN PUEBLO QUE SE HIZO A SÍ MISMO
Mis paseos guiados por el azar me condujeron a rincones singulares que pasarían inadvertidos a una valoración superficial. A un costado de la brecha abierta por el cauce seco del otrora bronco río Nazas, se levanta todavía la antigua presa del Coyote, cuya fábrica primitiva data de 1850. Su labor como reguladora y almacenadora de las aguas pertenece a la historia. Como lo pertenece la misma construcción, pues hoy su interior está dedicado a un pequeño pero interesante Museo de la Revolución. Fotografías, documentos originales o facsímiles, balas de cañón, sables y otras reliquias, testifican la importancia que tuvo Torreón en las operaciones de Pancho Villa y su División del Norte.
Conocí al frente del museo a su fundador, el doctor Manuel Terán Lira, cronista por excelencia de la región lagunera, y fue un encuentro que resultó providencial para que aprendiera a ver a Torreón con ojos nuevos. Gracias a sus conocimientos y amable disposición, supe que las fuentes de bronce de la Plaza de Armas fueron mandadas traer de Italia por la colonia alemana en 1907. Que el rancho del torreón que se conserva -a partir del cual crece y toma nombre la ciudad- fue edificado en 1870 tras una riada que destruyera el original. O que los desperfectos en las cornisas de las ventanas del Casino fueron causados por los disparos certeros del artillero Felipe Ángeles desde la vecina Gómez Palacio, cuando Villa instó al mando huertista a rendirse. En conclusión, que la historia local es breve pero intensa, llena de avatares y apasionante, como corresponde a una ciudad milagro nacida de la noche a la mañana en medio del desierto.
Antes de que este territorio fuera bautizado como San Lorenzo de la Laguna estaba integrado por realengos pertenecientes a la corona. En 1730 el segundo marqués de Aguayo deseó incorporarlo a sus posesiones de Parras. Para tal efecto organizó una comisión encargada de medir y topografiar el terreno y realizar un informe sobre el cual presentar una oferta al rey. En 1731 se remató una vasta extensión que comprende la actual región lagunera de San Lorenzo al Cañón del Calabazas, y desde el desierto de Tlahualilo hasta Jimulco.
Durante más de un siglo de marquesado se le destinó a un uso ganadero. Pero en 1848 dos agricultores españoles compraron el latifundio y la historia dio un paso adelante. Juan Ignacio Jiménez y Leonardo Zuloaga encabezaron una larga lista de emprendedores que llegaron a esta tierra para hacerla grande. Ambos estudiaron la forma de aprovechar las aguas del río Nazas e irrigar el enorme estero, lo suficiente para que produjera algodón y hortalizas. Zuloaga, quien había elegido la porción coahuilense, mandó construir la presa de el Carrizal o de El Coyote. Y en sus cercanías, con el fin de albergar a la peonada, un rancho con una pequeña torre que sirviera como puesto de vigilancia ante los ataques de los apaches y comanches, así como una atalaya para observar el cauce del río.
Esta es la génesis. En 1883, el administrador del rancho El Torreón, perteneciente a la viuda de Zuloaga, el alemán Andrés Eppen, tuvo la visionaria idea de ofrecer a la compañía del ferrocarril terreno gratis a condición de que el trazado pasara junto al rancho, ya una pequeña colonia. Al conseguir que la nueva estación de Torreón fuera un cruce de las líneas (1888) que unen a la ciudad de México con Paso del Norte (Ciudad Juárez), y Porfirio Díaz (Piedras Negras) con el Pacífico, los lotes de terreno recientemente puestos a la venta fueron comprados por empresarios de distintas procedencias. Así nació Torreón.
La ciudad se nutrió de mexicanos y extranjeros que lucharon codo con codo para engrandecer su patria chica. Los italianos Bosi y Pangrasi inauguraron el primer hotel, muy rudimentario, que en 1898 compraría el francés Michau para edificar el hotel Francia. El gran filántropo español Joaquín Serrano, ex soldado de la guerra de Cuba, fundó la primera fábrica de aceite y jabones y trajo la metalurgia; además empleó gran parte de sus ganancias en mejorar y embellecer la ciudad. El estadounidense Alberto N. Swain montó una imprenta y publicó los primeros periódicos…
Chinos, sirio-libaneses, holandeses, ingleses, etcétera, llegaron a la nueva urbe en busca de una oportunidad, trayendo una oportunidad, trayendo sus ilusiones y sus mejores propósitos. No es extraño que Torreón floreciera a pesar de los turbulentos años de la Revolución, durante los cuales Pancho Villa hubo de tomar tres veces una plaza que le era muy afecta. Aunque con la caída de Porfirio Díaz la inversión extranjera disminuyó y cerraron algunos bancos y representaciones consulares, la fiebre de progreso de las décadas anteriores iba dando sus frutos. Torreón era ya una ciudad con casinos, teatros, tranvías, escuelas, industrias. Y buenas vías de comunicación para transportar una producción algodonera que enriquecía a la región. Por desgracia, la bonanza de este cultivo no ha llegado hasta nuestros días. Y difícil resulta imaginarse ahora todos los fastos de 1925 celebrados con motivo de la Primera Gran Feria del Algodón. Exposiciones industriales, desfiles con reina de belleza de las fiestas y carros alegóricos, juegos florales, toros, charros y otras actividades fueron el canto del cisne del máximo esplendor de la joven población.
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LAS HUELLAS DEL PASADO
Conviene saber que si queremos –quizá para ampliar nuestra visión– dar un salto a un pasado lejano en el que Torreón no podía ni concebirse, deberíamos dirigirnos al Museo Regional de la Laguna. Ubicado entre la Avenida Juárez y Cuauhtémoc, reúne una notable muestra etnológica y arqueológica tanto de la laguna de Mayrán como del norte de México prehispánico. En otro nivel, pero también recomendable y correspondiente a épocas aún más pretéritas, la exposición de restos paleontológicos del doctor Quirós, en el número 470 de la Avenida Juárez, puede sorprendernos con fósiles como el de una gran ammonita del Cretácico inferior, esto es, de hace 144 millones de años.
Rastrear en el Torreón de los primeros años de este siglo en busca de los vestigios de lo que fuera una Babel multicultural no está exento de emociones. Entre edificaciones modernas y anodinas, y a la sombra evocadora de las palmeras de los camellones, descubriremos mansiones, comúnmente abandonadas, de portales moriscos con inscripciones en árabe.
Los sutiles aires orientalizantes en el adorno de una fachada, en la forma forzada de las cuevas de ciertos tejados, delatan la impronta china. Reconoceremos el estilo centroeureopeo en las torres, verdes y picudas, de la iglesia de Guadalupe.
El modernismo solemne del Teatro Isauro Martínez, el pretencioso asomado a las gárgolas del edificio Arocena o el desenfadado que hallaremos en otras construcciones, contrastan con el academicismo decimonónico del templo de San Juanito, el más antiguo de la ciudad, con tres naves y techo artesonado.
O bien seguiremos el eje de las vías férreas, que trajeran la civilización, para toparnos en su vecindad con el torreón del viejo rancho. Y no muy lejos los ilustres hoteles, como el Iberia, el Francia o el San Carlos, cargados de años y de abandono. De la misma época, pero felizmente restaurado, es el Chalet del Cerro o Casa Wolf, que alberga un pequeño museo de la ciudad.
Claro que no sólo en la arquitectura se sustenta la herencia cultural. Las distintas tradiciones se expresan y comparten anualmente en el llamado Festival de las Etnias. Pero más allá de las manifestaciones folclóricas, existe una huella indeleble de cordialidad y de cooperación en el carácter de los descendientes, ya mestizados, de aquellos emigrantes.
Tanto es así que el visitante no se sentirá extraño. Y al irse, tal vez, como a mí me pasara, tenga la necesidad de echarle un último vistazo a Torreón desde el mirador del cerro de las Noas, como un adiós melancólico que es más un hasta pronto.
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EL TEATRO ISAURO MARTÍNEZ
Texto: Guillermo de Ávila Rosas
La ciudad de Torreón puede enorgullecerse de contar con uno de los mejores teatros de la República, digno de admirarse antes de ir a buscar en él emociones sensorias que eleven el espíritu, ayuden a cultivar la mente o alegren el corazón. Nos referimos al Teatro Isauro Martínez, cuya construcción dio inicio el primero de febrero de 1928 y fue inaugurado el 7 de marzo de 1930.
Podríamos decir que es un gran monumento artístico, ya que se trata de un edificio en el que tuvieron acogida, aparte de su moderna y sólida construcción múltiples manifestaciones del arte, reales imitaciones bellas de la naturaleza, como los autores clásicos definieron el arte –nos referimos al sentido estricto con que se designa, en oposición a la literatura o bellas letras–, orden de creaciones dirigidas a conmover por intermedio de los ojos, tal es la escultura, la arquitectura y la pintura.
En este teatro han tenido un acomodo bien premeditado las tres grandes formas particulares que Hegel distinguió en la historia del arte, que corresponden a tres momentos de la idea o tres estados de la civilización general. La primera es la forma simbólica, tras la cual vino la forma clásica, en que idealizando la materia se llegó al equilibrio perfecto de la idea y su manifestación exterior, y por último la forma romántica que nace cuando el arte se espiritualiza y busca su ideal en el interior de la conciencia. Estas tres formas, la primera de las cuales perteneció a los pueblos de Oriente, la segunda fue la propia Grecia y la tercera de la Edad Media, fueron empleadas en la ornamentación y embellecimiento del teatro, y fácilmente puede distinguírselas en el frontis, en el plafón, en la fachada, en el foyer, en esta moldura, en aquel relieve, en los capiteles, en las cornisas, en las lámparas, en el detalle de la arcada central, en el adorno de los palcos, en fin, en los detalles y en el conjunto.
La fachada tiene un aspecto austero y sobrio, siendo su cielo un conjunto gótico y bizantino estilizado, que prepara el ánimo para admirar las bellezas del interior.
Los hermosos emplomados, que representan la “frivolidad”, son otro derroche de arte y gusto exquisito, así como las lámparas y farolas de bronce esmeradamente trabajadas, complementan el adorno de la fachada que, si luce a los rayos solares, aumenta su sobria belleza, casi austera al iluminarse por las noches con luces combinadas de colores, que salen a raudales del interior del edificio.
La sala, que tiene una capacidad para mil espectadores, está perfectamente distribuida, habiéndose aprovechado en ella diseños especiales tomados de los principales teatros y grandes cines norteamericanos. Para suprimir la monotonía fue acondicionado en dos pisos, habiendo así primera y segunda luneta o galería.
El hermoso plafón del centro del techo de la sala, es una de las ornamentaciones que más se destacan en el conjunto. En él aparece una cúpula de cinco metros de diámetro, cerrada por grandes y bien labradas molduras ornamentales para dar lugar a la instalación de luz indirecta a varios colores, verde, rojo, azul y blanco, que combinados producen muchos otros de tonos hermosos que iluminarán la pintura interior.
Esta se llama “La inspiración”. Representa a un poeta en los momentos en que recibe los dones de las musas. Las diversas figuras simbólicas que figuran en la composición, haciéndola admirable, sirven para conseguir los efectos de la luz que la hacen cambiar de aspecto según el color que la ilumina.
El salón de descanso o foyer fue decorado con un estilo que hace contraste con la sala interior, pero que no desmereció en nada porque resultó suntuoso. Este salón imperio lo mismo sirve para descansar durante los entreactos, que para escuchar música.
Al pasar por Torreón le invitamos a que conozca este majestuoso teatro, en donde los laguneros demostraremos nuestra franca hospitalidad.
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LA CASA DEL CERRO. EL MUSEO DE HISTORIA DE TORREÓN
Texto: Homero Adame Martínez
Larga y accidentada historia tiene la casa que alberga al Museo de Historia de Torreón. Construida a principios de siglo en el cerro de las Noas bajo la dirección del ingeniero Federico Wulff, la mansión, que conserva el estilo de los castillos del sur de Alemania, fue utilizada como casa habitación hasta que la abandonaron sus últimos dueños.
El Ayuntamiento de Torreón, después de algunos años de haber adquirido en propiedad la casa, inició la reconstrucción del recinto que hoy es visitado para conocer la historia de la ciudad de Torreón.
Al entrar observamos la elegante escalera de fina madera y varias fotografías enmarcadas y empotradas en la pared de la derecha; fotografías en blanco y negro que muestran cómo fue Torreón en sus inicios. Después se pasa a la Sala Francisco Fernández Torres, que era la antigua sala de la casa, con su chimenea que le da un toque romántico al recinto. Ahí se muestran algunas fotografías, una pequeña colección de filatelia y objetos diversos de tecnología de principios de siglo.
En la siguiente sala, que fue el comedor, se exhiben, entre otros objetos, varios vestidos de noche, entre los cuales destaca el vestido de la Reina de la Primavera de 1927, utilizado por Ma. Luisa Martínez, hija de Isauro Martínez, en cuyo honor se le llama así al teatro de la ciudad.
En lo que fue la cocina encontramos más fotografías, escritorios y mobiliario de oficina, que fueron prestados para su exhibición la compañía minera Peñoles.
Por una escalera trasera se asciende al segundo piso, donde se encuentran las antiguas habitaciones de la familia. En una de ellas podemos observar cajas registradoras, computadoras, calculadoras y otras máquinas comerciales donadas por El Puerto de Liverpool, antigua y popular tienda departamental de Torreón.
A continuación entramos a dos alcobas contiguas. La primera se encuentra decorada austeramente con objetos propios, como cama, sillas, burós y espejos. Por ahí se llega al balcón principal de la casa, desde donde se tiene una formidable vista de la ciudad. La segunda alcoba, que era la recámara principal, tiene una decoración de muy buen gusto de dama, donde además se incluye un maniquí ataviado con un elegante vestido blanco de satín. Todo el mobiliario y objetos en estas dos habitaciones fueron prestados por la familia Belausteguigoitia Cerocena.
Una cuarta alcoba conectada a lo que era el cuarto de la nana, contiene una interesante colección de fotos antiguas y periódicos donados por la hemeroteca del periódico El Siglo de Torreón, entre los cuales destaca una copia del primer ejemplar, con fecha del 28 de febrero de 1922.
Bajando por la escalera principal, en cuyas paredes se muestras más fotografías de la ciudad en distintas épocas, se llega al estudio, donde se exhiben mapas y objetos de oficina, todo prestado por la Casa Purcel, de San Pedro Las Colonias. Aquí resalta el plano testamentario de la familia, de 1910.
Al terminar el recorrido de la casa principal, se pasa al edificio aledaño, que albergó las oficinas del ingeniero Wulff. Ahí se encuentra la Sala de Exposiciones Temporales, dividida en dos partes: la permanente, que está integrada en su totalidad por donaciones de artistas laguneros; y la móvil, que se ocupa de concursos tanto de fotografía como de pintura, exclusivamente por y para artistas de la región.
El Museo de Historia de Torreón cuenta además con una biblioteca, una fuente de sodas, una pinacoteca y el Teatro Fundadores, el cual está al aire libre y ofrece aproximadamente unos veinte eventos gratuitos al año, entre conciertos, obras teatrales y danzas regionales.
Todos los eventos que se realizan en La Casa del Cerro son financiados por el patronato, mientras que los servicios y la nómina de los empleados corren por cuenta del Ayuntamiento Municipal, dándose así una loable integración por el bien de la cultura de esta región del norte de México, que con este museo da una muestra más de que la necesidad de alternativas culturales va en aumento en todo el país.
Con todo esto, al visitar la ciudad de Torreón, aparte de recorrer el centro, descansar un rato bajo los frondosos árboles de la Plaza de Armas, conocer el teatro y el torreón original, e ir a la alameda donde se encuentra el Museo de Arqueología Regional de La Laguna, una vuelta por la Casa del Cerro nos ofrece la oportunidad de entender un poco más de la historia de esta industriosa urbe.
La Casa del Cerro cuenta con visitas guiadas a turistas, escuelas e industrias.
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SI USTED VA A TORREÓN
Saliendo de la ciudad de Saltillo, capital del estado de Coahuila, tome la carretera federal o autopista núm. 40 y tras recorrer 263 km llegará a Torreón, que se encuentra a una altitud de 1 134 m y cuyo mayor atractivo es su propia gente, además de contar con todos los servicios y ser un destacado centro de comunicaciones.
Fuente: México desconocido No. 262 / diciembre 1998
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