Tres destinos para vivir Día de Muertos - México Desconocido
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Tres destinos para vivir Día de Muertos

Michoacán
Tres destinos para vivir Día de Muertos fifu

La celebración de Día de Muertos es una de las celebraciones más especiales en nuestro país. Las calles se llenan de colores y aromas para dar la bienvenida a las almas de nuestros fieles difuntos.

El ambiente festivo nos envolvió desde que bajamos del autobús. La terminal estaba llena de viajeros que llegaban desde los pueblos cercanos cargados de frutas, flores de alhelí, cempasúchil, cañas de maíz y juncos para adornar la tumba de sus muertos. Nos unimos a una familia que venía desde Zitácuaro a velar a sus bisabuelos y parientes de Pátzcuaro. Los seguimos por la calle de Ciprés (que después se convierte en Espejo y luego en Independencia) y que lleva directamente hasta el panteón municipal.

Empezamos por amarrar las cañas y los juncos para construir una especie de celosía que recordaba la portada de un templo, luego la decoramos con flores de cempasúchil, en los travesaños colgamos peras, manzanas, limas y tejocotes venidos del huerto familiar. Enseguida rodeamos la tumba con flores, colocamos un círculo de veladoras sobre la lápida y las fotos de los difuntos. Al centro, sobre una servilleta de tela bordada con figuras del imaginario purépecha, recostaron un pan que tenía la forma de un muñeco sin rasgos en el rostro. Nunca lo habíamos visto y nos encantó descubrir que en Michoacán todavía recurren a la forma ancestral del pan de muerto.

Iván Olguín

Ocupados en la instalación del altar, no nos dimos cuenta de cuándo cayó la noche. El panteón se había transformado en un campo de flores y luces, tumbas coronadas con adornos de listones tejidos. Nuestra nula experiencia velando en el panteón se hizo evidente cuando vimos que la gente a nuestro alrededor empezó a sacar petates y cobijas para aguantar el frío de la madrugada de noviembre. Así, con los pies helados y un hueco en la panza, nos despedimos de nuestra familia adoptiva para ir en busca de una cena caliente. No tuvimos que ir muy lejos, ya que en las calles cercanas encontramos puestos que vendían calabaza en tacha y corundas, y en otro puesto descubrimos las famosas atápakuas, los guisos tradicionales de la cocina michoacana. Sin temor a equivocarnos, esa noche también probamos el mejor atole de guayaba del universo.

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Ciudad de México

Aprovechamos el puente de Muertos para pasear en la Ciudad con Paul, un amigo de Francia. Como no entendía muy bien el sentido de la celebración, comenzamos por el principio. En el Museo de Antropología encontramos varias piezas que nos ayudaron a explicarle el sentido de la muerte para los pueblos prehispánicos, pero lo que nos ayudó más fue que en la tienda del museo encontramos un libro con poemas de Nezahualcóyotl y otros filósofos mexicas.

Esa noche lo llevamos a ver un clásico de la temporada: el espectáculo de La Llorona en los canales de Cuemanco. La producción del espectáculo no es extraordinaria, pero la posibilidad de recorrer los canales por la noche nos transportó al ambiente de la antigua ciudad lacustre y nos hizo entender el origen de las leyendas coloniales. El segundo día fuimos al Museo de la Estampa para ver los grabados de José Guadalupe Posada. De cierta forma, este grabador y caricaturista es el responsable de la iconografía mortuoria contemporánea. Durante  la época de la Revolución, Posada recurrió a “la huesuda” para hacer una crítica política y social y, de paso, nos enseñó a reírnos de la fugacidad de la vida. Sus calaveras vestidas al modo de la burguesía se convertirían en las famosas catrinas que hoy vemos por todas partes. Sin saberlo, esa tarde nos topamos con un desfile de calaveras sobre el Paseo de la Reforma. “Es como un carnaval, pero sin carne”, dijo Paul. Una ligera satisfacción se apoderó de nosotros: nuestro amigo había comenzado a captar el sentido de la celebración.

shutterstock

El tercer día fue una especie de peregrinación comilona. Alternamos las visitas de ofrendas monumentales con degustación de pan de muerto, tamales y chocolate. Nos lanzamos a Xochimilco para ver el altar del Museo Anahuacalli, dedicado a Diego Rivera. Lo que más le gustó a Paul fueron los xoloescuintles que viven en el museo. Cuando le explicamos que esos perritos eran enterrados con sus dueños para acompañarlos en el camino al más allá, algo cambió en su mirada. “Si yo muriera acompañado por mi perro, tampoco tendría miedo a vivir en el más allá”, dijo sonriendo.

Oaxaca, Santa Cruz Xoxocotlán

Nayeli nos invitó a pasar con su familia la velada del 1 de noviembre en “Xoxo”, a 5 kilómetros al sur de la ciudad de Oaxaca. Tomamos el autobús a la vuelta de la Central de Abastos y de pasada compramos un ramo de cempasúchil y copal para la ofrenda de su familia. Llegamos al atardecer, el repique de las campanas de la parroquia de San Sebastián ya anunciaba la venida de los muertos adultos. Encontramos las calles vestidas de altares y puestos, tapetes hechos de arena, harina y pigmentos vegetales tendidos afuera de algunas casas y del cementerio.

Estos tapetes, nos explicaron, recuerdan el levantamiento de sombra de las veladas tradicionales. Caminamos a casa de Nayeli y encontramos el portón abierto de par en par, chicos y grandes yendo y viniendo con frutas y flores para armar una ofrenda a pie de calle. En la cocina, las ollas de ponche, atole y tamales esperaban su turno para subir al fuego y regalarse a los amigos y padrinos al día siguiente. Cuando cayó la noche, del templo salió un río de gente rumbo a los panteones. Uno de los recuerdos que más me marcaron de aquella noche fue la sensación de entrar a otro mundo; atravesar la puerta del panteón viejo fue como entrar en una esfera de color anaranjado cempasúchil iluminada por miles de velas enmarcando las tumbas. Si tuviera que describir el Día de Muertos en Oaxaca con una sola impresión, diría que es en el humo y la música donde los muertos toman forma para hacernos sentir la alegría de su presencia. 

David Paniagua

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autor Luza Alvarado
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