Vidrios y vitrales en la arquitectura mexicana
El vidrio aparece en los orígenes mismos de la civilización, en Egipto y Mesopotamia; sin embargo, su empleo en la arquitectura debió esperar mucho tiempo.
Las ventanas eran desconocidas, no sólo en las culturas antes mencionadas, sino que también en Grecia y Roma edificios tan importantes como el Partenón de Atenas o el Panteón de Roma debían iluminar su interior mediante una abertura en el techo, por la que entraba no sólo el sol, sino también la lluvia.
Las primeras ventanas se cerraban con hojas de madera que las oscurecían por completo, o a medias, mediante persianas o celosías. Incluso en tiempos relativamente recientes, la arquitectura tradicional de Japón sólo empleaba canceles fijos o corredizos, llamados fusuma, cerrados con papel karakami. En otros países, el empleo de papel o tela encerados, así como del pergamino, sería la solución común durante siglos para cerrar las ventanas sin perder toda la luminosidad.
Hacia el final del Imperio Romano los edificios más importantes incorporaron por vez primera en sus ventanas pequeños vidrios que se podían unir mediante cañuelas de plomo. La Alta Edad Media no se distinguió por sus avances técnicos y los edificios sólo podían permitir pequeñas aberturas para efectos de iluminación.
A partir del año 1000, sin embargo, Europa experimentó un enorme avance social con la reaparición de las ciudades, y grandes construcciones, como las catedrales, superaron las técnicas constructivas de la Antigüedad en forma notable, elevando su altura –en busca de monumentalidad– sin incrementar su masividad, lo que permitió agrandar el tamaño de las ventanas. En algunos países, por ejemplo en Francia, la superficie de estos nuevos y gigantescos vanos recibió esa forma de la pintura a que se refiere Focillon, casi la única (con mosaicos hechos con piezas de vidrio opaco) de este período: los vitrales, que alcanzaron su cumbre en el siglo XII, en la catedral de Chartres.
Pero aún sin vitrales pictóricos, algunas de estas construcciones, como la abadía de Bath, en Inglaterra, por la ligereza de su estructura de piedra, consiguieron un área de ventanas (transparentes) de más de un sesenta por ciento de su exterior, lo que aportó una ventaja indudable en latitudes con poca luminosidad natural. Los edificios civiles también se beneficiaron con esta nueva forma de construcción, como la mansión de Hardwick Hall, en Derbyshire, de 1590, que dio origen al siguiente verso: “Hardwick Hall, more glass than wall” (“Hardwick Hall, más cristal que muro”).
El Renacimiento devolvió la pintura a los muros. Los muros se empezaron a pintar al fresco y la madera y la tela con la también nueva técnica al óleo. Los vidrios de las ventanas serían transparentes y los vanos se redujeron, en general, si bien los vitrales continuaron adornando muchos espacios de iluminación. La siguiente etapa se desarrolló durante la Revolución Industrial de la segunda mitad del siglo XVIII: se construyeron grandes estructuras de hierro y se fabricaron vidrios de mayores dimensiones a menor costo. Con estos dos recursos, los jardineros concibieron invernaderos totalmente acristalados, experiencia que le permitió a John Paxton levantar en 1851 en Londres el Palacio de Cristal, enteramente de hierro y vidrio, que fuera el edificio más grande construido por el hombre. Las estaciones de ferrocarril, los pasajes y centros comerciales, los museos y toda clase de edificios públicos y privados de Europa y los Estados Unidos incorporaron muy pronto grandes ventanas y cubiertas de cristal en andenes, pasillos, halls, cubos de escaleras.
Espacios tenuemente iluminados
Probablemente en la arquitectura mesoamericana también se hayan utilizado vanos que permitían el paso de la luz a través de piezas planas de piedra translúcida, como el tecali, ya que este técnica la emplearon los españoles en ciertos edificios coloniales primitivos, por ejemplo en el convento de Huejotzingo, en Puebla.
Durante el propio período colonial, el vidrio, que se se empezó a producir en Puebla a partir de 1542, sólo se empleó para hacer recipientes. Al final de la Colonia, se incorporaron algunos artesanos alemanes a esta actividad. Aparentemente, el vidrio plano sólo se producía para cubrir las vitrinas de los templos y para otros usos suntuarios, ya que la mayoría de las ventanas se cerraban con pergamino o papel encerado, pues sólo unas cuantas edificaciones importantes habían incorporado cristales. Al iniciar México su vida independiente, los franceses establecieron fábricas de vidrio plano en Puebla, en la Ciudad de México y en otros estados.
Claudio Pellandini, quien llegó a México en 1868, se dedicó a la importación de los célebres cristales franceses de Saint Gobain y de espejos venecianos, para especializarse después en vitrales, vidrios biselados y esmerilados. A Pellandini se deben los emplomados de numerosos templos, edificios públicos y residencias. A fines del siglo XIX, la casa Pellandini tenía grandes talleres en México y una sucursal en Guadalajara, lugares en que también se producía vidrio plano. A semejanza de lo que ocurría en Europa y en los Estados Unidos, donde el art nouveau había traído un renacimiento del arte del vitral, la arquitectura porfiriana fue un soporte muy adecuado para el empleo profuso del vidrio. En el Teatro Juárez de Guanajuato se construyó el primer piso de piezas de vidrio con estructura metálica con el fin de dar iluminación al vestíbulo de la planta baja a través del foyer, también cubierto con cristal, del piso superior.
El hall de la escalera del Palacio postal de la Ciudad de México, proyectado por Adamo Boari, se engalanó con una cubierta de cristal, así como el área de clasificación de correspondencia. Boari estaba tan entusiasmado con el vidrio que su primer proyecto para el Teatro Nacional (después Palacio de Bellas Artes) incluía una cubierta de vidrio sobre la propia sala de espectáculos. Las cúpulas del vestíbulo serían de hierro y vidrio, y los muros de apoyo tendrían ventanas con vitrales.
El húngaro Géza Maróti hizo para Boari la primera propuesta de telón de cristal para el escenario del Teatro Nacional. Se trataba de un vitral transparente con el paisaje del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, pero en lugar de ver hacia el exterior tendría una superficie reflejante simulando la luz del día. Esta propuesta no fue del agrado de Boari y fue así como la empresa neoyorquina de Louis C. Tiffany se encargó de realizar el mosaico de cristales opalescentes (no transparentes) que recubre al telón de hierro del escenario, con la vista de los volcanes conforme a la acuarela realizada para tal fin por Harry Stoner.
Por su parte, Maróti realizó el gran vitral circular de cristales iridiscentes que se abre en el plafón de la Sala de Espectáculos, con el tema de Apolo y las Musas. A causa de la Revolución de 1910, la entrega del vitral, elaborado en Hungría, se hizo por partes y su colocación culminó en 1924. El Secretario de Comunicaciones y Obras Públicas inauguró esta obra artística el 4 de junio de 1924. Se trata de uno de los vitrales más importantes de México, del más puro art nouveau, y tiene la peculiaridad de que únicamente puede verse con iluminación artificial.
Otro notable vitral de la época es el del plafón del antiguo almacén Centro Mercantil (ahora Gran Hotel de la Ciudad de México), ricamente policromado, cóncavo y con tres cupulillas sobre el eje longitudinal. La tienda, originalmente propiedad de Nicolás de Teresa, fue vendida al español Arechederra y al francés Robert, quienes mandaron hacer el vitral a París. También el viejo edificio de El Palacio de Hierro tiene un plafón de este tipo, con cristales blancos.
Las cubiertas acristaladas, los canceles divisorios y los vitrales en escaleras y baños continuarían todavía en uso durante las décadas de 1920 a 1940, con temas nacionalistas. Un ejemplo notable se encuentra en el edificio de la Secretaría de Salud, proyectado por Carlos Obregón Santacilia en 1926. Este arquitecto invitó a Diego Rivera a realizar los frescos de la Sala de Juntas y los vitrales de las escaleras, con el tema de los cuatro elementos: Aire, Tierra, Fuego y Agua. Se trata, sin duda, por la mano que los diseñó, de los vitrales más importantes del siglo XX en México, y fueron realizadas por el señor Franco, de la casa Pellandini. Otra obra interesante es la gran pieza de vidrio pegado titulado El universo, de Rufino Tamayo, actualmente en el Centro Cultural Alfa de Monterrey. De entre los vitrales realizados en la segunda mitad del siglo XX, destacan los de Kitzia Hofmann para el templo de El Altillo, en la Ciudad de México, los de Mathias Goeritz para la catedral metropolitana y los del jardín botánico de Toluca, diseñados por Leopoldo Flores.
Un mundo de cristal
Aunque nos hemos acostumbrado a las fachadas de cristal, esta solución representó en su momento una de las mayores innovaciones de la era contemporánea. En México hay ejemplos de primera importancia de esta arquitectura, como el pequeño edificio de oficinas de la empresa Bacardí, en Cuautitlán, Estado de México, proyectado en 1957 por Mies van der Rohe, uno de los padres de esta expresión arquitectónica y uno de los arquitectos más importantes del siglo XX. Entre los mexicanos destaca como su seguidor Augusto H. Álvarez, cuya pequeña torre Parque Reforma, en la calle de Campos Elíseos de la capital mexicana posee unas proporciones de gran refinamiento.
Las fachadas de cristal han obligado a la industria a desarrollar vidrios polarizados o reflejantes, así como inastillables o prácticamente irrompibles, a fin de superar los problemas que plantean la temperatura y la seguridad. Vivir rodeados de grandes cristales ha hecho que la transparencia de la arquitectura sea ya parte integral de nuestras vidas. El exterior y el interior de nuestras casas, tiendas y oficinas no están obligadamente separados por la barrera de los muros, y en los espacios cerrados nuestra vista pasa de un lugar a otro de una manera antes inconcebible. Es indudable que aún los arquitectos más audaces del siglo XX, al hacer fachadas enteramente de cristal, no dejan de ser herederos directos de los que levantaron las catedrales góticas, hace ya casi un milenio.
Luz de colores
El vitral, ese mágico instrumento para transformar la luminosidad en colores, sin duda tuvo su origen en épocas tempranas, cuando el hombre descubrió que ciertos materiales de su entorno permitían el paso de la luz y que ésta variaba en intensidad durante el transcurso del día. Los vestigios más antiguos del vitral se remontan al siglo III de nuestra era, en Roma.
En la Edad Media el vitral adquirió una fisonomía propia convirtiéndose en un elemento arquitectónico insustituible por su cercanía a la misteriosa espiritualidad de la época. Hacia el siglo XII, gracias a la técnica de pintura sobre vidrio aparece por primera vez la figura humana en el vitral. La catedral de Chartres, en Francia es la culminación del arte de los cristales multicolores.
Durante el Renacimiento el vitral cae en desuso, pero en el siglo XIX, vuelve a resurgir, sobre todo en Francia e Inglaterra. Es precisamente a mediados del ochocientos cuando se establece en México Claudio Tranquilino Pellandini con un negocio de importación y fabricación de artículos como lunas, espejos y molduras, así como instrumentos para platear, biselar, esmerilar y encorvar cristales y vidrios. Con motivo de la exposición mundial de París, Pellandini viajó a París en 1900, ahí conoció a Víctor Francisco Marco, quien a su vez vino a México en donde se convertirá en padre de una importante familia de vidrieros
Pedro Ayala Guerrero, originario de Puebla, llego a la Ciudad de México en 1898 para trabajar con Pellandini y Marco, con quienes aprende la técnica del vitral y del cristal grabado en ácido. Más tarde Ayala regresa a su ciudad natal y abre su propio negocio. Su hijo Fausto y sus nietos Alicia, María Rosa, Gerardo y David heredan su vocación y la desarrollan con éxito.
Son muchos los templos y los edificios públicos y privados de Puebla que ostentan en su decoración vitrales y emplomados de gran belleza nacidos en Vitrales Ayala, un eslabón más de la transparente cadena del vidrio elaborado en Puebla.
Fuente: México en el Tiempo No. 37 julio / agosto 2000