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Zacatlán de las Manzanas, el Pueblo Mágico de los relojes

Puebla
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© Archivo MD

¿Ya conoces Zacatlán de las Manzanas, Puebla? Este Pueblo Mágico es conocido por sus relojes monumentales, sus manzanas y por sus bellos paisajes naturales.

Cobijado por la neblina cuando así lo quiere el tiempo, el Pueblo Mágico de Zacatlán de las Manzanas amanece en medio de la espesura. Luego el aire se encarga de llevarse las nubes y al descubierto queda la Barranca de los Jilgueros, la eterna acompañante del pueblo.

Aquí lo único que nunca ha de faltar es la abundancia, pues numerosos son los árboles que regalan manzanas, los monumentales relojes que el ingenio de la gente fabrica, y las panaderías que horneando llenan las calles con su azucarado aroma.

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El mundo de las manzanas

Quizá lo primero que deba hacerse cuando se llega a Zacatlán –antes de llevarse a los labios un refresco de manzana o saciar el antojo que supone una bolsa de manzanas deshidratadas– es ir a donde están esos hermosos árboles de frutas encendidas.

A siete kilómetros del centro, por ejemplo, se encuentra el pequeño pueblo de Tomatlán, lleno de huertas y plantaciones. Vale la pena detenerse en su iglesia dedicada a San Joaquín, acompañada por una sola palmera que se antoja anacoreta.

Ahí, en Tomatlán, se halla el Rancho El Mayab (T. 01797 975 2227; cabanasenzacatlan.com.mx), un rancho fruticultor que se dedica a cosechar lo que la tierra regala: peras, duraznos y ciruelos, pero, sobre todo, manzanas.

Una visita basta para conocer todo sobre la forma en que estas se cultivan. Además, hay tres cabañas para dormir entre manzanos si así se quiere y se prestan bicicletas para andar el oloroso campo en el que crecen.

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De vuelta en el centro de Zacatlán, habría que darse tiempo para visitar alguna sidrera, como Bodegas Delicia (3era de Galeana 5), la fábrica que en 1928 comenzaron Gilberto y Ernesto Martínez para hacer vino con manzanas.

Unos años después elaborarían también sidra y luego el característico refresco de manzana que nadie olvida. Se puede entrar al cuarto de máquinas para ver cómo se producen las bebidas, pero lo cierto es que la mayor parte del tiempo al estar aquí se ocupa en observar los abarrotados estantes que hay en la tienda.

Hechos con las frutas de la región (membrillo, durazno, mora azul, zarzamora, capulín y ciruela), relucen los frascos de vinos y cremas, de mermeladas que el paladar imagina que desea.

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El tiempo al centro

A diferencia de otras, la Plaza de Armas de Zacatlán gira en torno de un agigantado reloj cubierto de flores. Instalado en 1986 por Relojes Centenario, sus dos carátulas se accionan de manera simultánea movidas por un mecanismo central.

Si se camina hacia el sur cruzando el Parque Juárez, se llega a la Parroquia de San Pedro y San Pablo, un edificio de mediados del siglo xvii que ostenta orgulloso su fachada de cantera gris. En su interior neoclásico puede verse a Cristo presidiendo un altar blanco laminado en oro, y a sus costados se hallan, por supuesto, San Pedro y San Pablo.

Antes de abandonar la iglesia hay que detenerse en la Capilla de Guadalupe y admirar los cuadros virreinales con leyendas en náhuatl, así como el asombroso techo de madera de cedro.

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Muy cerca de la parroquia se mira el Conjunto Conventual Franciscano, haciendo alarde de la característica sobriedad que en el siglo xvi imprimió la orden sacerdotal a todas sus construcciones. Dentro del templo aguardan tres naves y al fondo, después de una larga hilera de arcos de medio punto, recibe con cariño al visitante la Inmaculada Concepción. Arriba de ella, en un nicho a contraluz, está San Francisco.

Y mientras se camina por el piso de ladrillos antiguos, se descubre que aún quedan en las paredes rastros de ya perdidos frescos y un órgano en el coro en espera de volver a ser tocado. En el claustro se encuentra ahora la Casa de Cultura y en ella el Museo Comunitario Luciano Márquez Becerra, el sitio al que acudir si se quiere conocer el pasado prehispánico y la historia del pueblo.

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Lo destacado: Museo de Relojes y Autómatas Alberto Olvera Hernández

Hacemos relojes para sentir el tiempo a golpe de manecillas, para tenerlo cerca y no dejar que se vaya demasiado lejos o demasiado aprisa. Solo que la gente de Zacatlán comenzó a hacerlo de manera monumental desde el principio del siglo xx, cuando don Alberto Olvera Hernández se dio a la tarea de fabricar enormes, grandilocuentes relojes. Y los suyos fueron adornando iglesias y torres y plazas, primero en México, después en el extranjero. El nombre que llevan es Centenario.

Sus hijos aprendieron el oficio y ahora son sus nietos, Luis y José Luis Olvera, quienes se hacen cargo de la heredada fábrica que a partir de 1993 es también el museo. Así que quien aquí entre ha de encontrarse con los relojes en plena producción; sabrá que si bien el abuelo solo hizo mecánicos, las generaciones siguientes tenían que desarrollar necesariamente sistemas mecatronizados.

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Y mientras la manufactura continúa, la museografía vuelve hasta los más antiguos relojes –aquellos que se valían del sol, las sombras, el agua, la arena y el fuego para medir el tiempo–, pasa por los relojes monumentales y aquellos destinados a adornar paredes, y termina por mostrarnos cómo la necesidad de llevar el tiempo a todas partes acabó en relojes sostenidos por leontinas y relojes de pulsera (Nigromante 3; L-V de 10 a 17 h, S y D hasta las 15 h).

Entre manos

Al lado del Ex Convento Franciscano, en la Plaza Santa Cecilia, se acumulan los objetos que las manos de los artesanos crean (L-J de 10 a 17 h). Aquí se encuentran bordados, jarrones de barro de San Miguel Tenango o blusas y cintas para el cabello elaboradas en esa misma comunidad. También hay figuras hechas con totomoxtle (la hoja del maíz) y cestería de carrizo. Llaman la atención las cosas que con ocoxal se confeccionan: alhajeros y diademas, aretes y hasta prendedores. Hay quien hace bolsas con bellotas, y alguien más se sirve del ixtle para tejer no solo bolsos sino sombreros, cintos, peinetas e incluso lámparas.

Entre árboles

No muy lejos del centro, tan solo a diez kilómetros, se halla la cascada de tres caídas –sumadas equivalen a 270 metros de altura– que en tanta estima tiene la gente de las manzanas. La Cascada de Tulimán está inmersa en un bosque de pinos y encinos de 92 hectáreas. Es el agua del río Quetzalapan la que con fuerza llega hasta aquí para caer sin mesura, con mucha prisa; luego se ralentiza y forma pozas donde la gente nada.

El parque ecoturístico que custodia esta fluida maravilla dispuso cabañas a su alrededor y un área para acampar, también un puente colgante y una tirolesa. Además hay un manantial de agua mineral en el que es posible sumergirse. Si se quiere puede practicarse rapel en una peña, escalar árboles o asomarse al apagado interior de un árbol hueco (L-D de 8 a 18 h).

A 28 kilómetros de Zacatlán se despliega un mundo de bosques y solitarias rocas, donde todas las tardes la neblina llega para borrar unas y otras con su manto blanco. Es el Valle de las Piedras Encimadas, un sitio para distender la mirada y detenerla en las extrañas formaciones rocosas que aquí se encuentran.

Fueron talladas por el agua y el viento, como si la naturaleza, inspirada, se hubiera puesto a esculpir un día y en otro hubiera decidido jugar a yuxtaponer piedras. Existen recorridos a caballo o en carreta, pero quizá no haya mejor forma de conocer el valle que rentando una bicicleta en la entrada. Hay también una zona de campamentos y una tirolesa de 120 metros de largo (L-D de 9 a 16 h).

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autor Conoce México, sus tradiciones y costumbres, pueblos mágicos, zonas arqueológicas, playas y hasta la comida mexicana.
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