Ciudades y pueblos de la Huasteca
El pueblo huasteco en tiempos antiguos ocupó una extensa región que cubría de las tierras septentrionales de Veracruz al norte de Tamaulipas, y de la Costa del Golfo a las tierras de clima cálido de San Luis Potosí.
Este pueblo costeño se adaptó a diversos ambientes ecológicos pero mantuvo íntimas relaciones entre sí, siendo su lengua el mejor vehículo de comunicación; su religión estructuró ritos y celebraciones que los hermanaban, mientras que la producción cerámica exigía que todos los alfareros del mundo huasteco participaran de un lenguaje simbólico que se plasmaba a manera de elementos decorativos en su extensa vajilla; sus figurillas, por otra parte, recreaban los tipos físicos idealizados, acentuando la curiosa deformación craneana que también identificaba a este pueblo.
Aunque sabemos que no existió una entidad política que unificara a la antigua nación huasteca, este pueblo buscó que en sus aldeas y ciudades el diseño de sus asentamientos, con los elementos arquitectónicos, especialmente la disposición y forma de sus edificios, evocara un mundo simbólico y ritual que todo el grupo reconocía como propio; y, en efecto, ésta sería su definitiva unidad cultural.
Desde las primeras décadas del siglo XX, cuando se llevaron a cabo las primeras exploraciones científicas en territorio huasteco, los arqueólogos detectaron un patrón de asentamiento y una arquitectura que distinguía a este grupo de las otras culturas que florecieron en Mesoamérica.
En los años treinta, el arqueólogo Wilfrido Du Solier efectuó excavaciones en diversos sitios de la Huasteca hidalguense, especialmente en Vinasco y Huichapa, cercanos al poblado de Huejutla; ahí encontró que la característica de los edificios era su peculiar planta circular y su forma cónica; este investigador constató que, en efecto, los antiguos reportes de viajeros que recorrieron la región indicaban los hallazgos con evidencia de ocupaciones antiguas, a manera de montículos conmuros redondeados a los que los vecinos del lugar llamaban “cúes”; curiosamente, después de tantos siglos, las construcciones antiguas en la Huasteca conservaban este nombre, que los conquistadores habían dado a las pirámides mesoamericanas, utilizando un vocablo de los indígenas de las Antillas.
En San Luis Potosí, Du Solier exploró la zona arqueológica de Tancanhuitz, donde encontró que el centro ceremonial fue construido sobre una gran plataforma de planta rectangular, y que los edificios se alineaban simétricamente, formando una amplia plaza cuya orientación, muy peculiar, sigue la línea noroeste-sureste. La planta de las edificaciones es variada, dominando, naturalmente, los basamentos circulares; incluso uno de ellos es el de mayor altura. El arqueólogo descubrió también otras plataformas rectangulares de esquinas redondeadas y unos curiosos edificios de planta mixta, con la fachada recta y la parte posterior curva.
Cuando nuestro explorador estuvo en Tamposoque, en la misma entidad, sus descubrimientos constataron la convivencia de edificios de formas diversas; lo que varía y da un tinte peculiar a cada poblado es la distribución de las construcciones. En esta localidad se observa que los constructores buscaron la visión armónica de los sitios sagrados, que se produce cuando se edifican simétricamente las obras arquitectónicas sobre las plataformas.
En efecto, los habitantes de Tamposoque nivelaron una gigantesca plataforma de 100 por 200 metros de extensión, orientada de poniente a oriente, mostrando con ello que las ceremonias y los ritos más importantes se realizaban en dirección del sol poniente. En el extremo occidental de este primer nivel constructivo los arquitectos edificaron una plataforma de planta rectangular, de esquinas redondeadas, de poca altura, cuyas escalinatas de acceso se dirigían al punto donde nace el sol; frente a ella, otras dos plataformas circulares integran una plaza de carácter ritual.
Encima de esta plataforma inicial los constructores levantaron otra de mayor altura, de planta cuadrangular, de 50 metros por lado; su escalinata de acceso, de gran formato, se orienta al oeste y se halla enmarcada por dos basamentos piramidales de planta circular, con escalinatas dirigidas en la misma dirección; estos edificios debieron sustentar templos de forma cilíndrica con techo cónico. Cuando se accede a la parte superior de la amplia plataforma cuadrangular, de inmediato se halla uno con un altar ceremonial, y hacia el fondo se advierte la presencia de un par de construcciones de fachada recta y la parte posterior curva, presentando sus escalinatas con la misma dirección dominante hacia el poniente. Sobre estas construcciones debieron haber templos, ya fuera de planta rectangular o circular: el panorama debió de ser impresionante.
Por las exploraciones que el doctor Stresser Péan efectuó décadas más tarde en el sitio de Tantoc, también en San Luis Potosí, se sabe que las esculturas que identificaban a las deidades se ubicaban en el centro de las plazas, sobre plataformas frente a las escalinatas de los grandes basamentos, donde se les rendía culto público. Desafortunadamente, como ocurrió con la mayoría de estas figuras esculpidas en rocas areniscas, las de Tantoc fueron removidas de su sitio original por curiosos y coleccionistas, de tal manera que al con templarlas en salas de museos se rompe la unidad que debieron tener dentro del diseño de la arquitectura sagrada del mundo huasteco.
Imaginemos el aspecto que debió tener uno de estos poblados durante las grandes celebraciones cuando llegaba el tiempo de lluvias, y cuando los ritos que propiciaban la fertilidad de la naturaleza brindaban sus frutos.
El pueblo en general acudía a la gran plaza del poblado; en su mayoría los habitantes vivían dispersos en los campos de cultivo y en las aldeas junto a los ríos o próximas al mar; para entonces, las noticias de la gran festividad corrían de boca en boca y todos se preparaban para participar en la esperada celebración.
En el poblado todo era actividad, los albañiles habían reparado las paredes de los edificios sagrados utilizando el estuco de color blanquecino, y cubierto las roturas y raspaduras que los vientos y el calor del sol habían producido. Un grupo de pintores se afanaba decorando escenas de una procesión de sacerdotes e imágenes de los dioses, en una banqueta ritual que mostraría al pueblo las dádivas que otorgaban los númenes sagrados a todos los devotos que cumplían puntualmente con las ofrendas.
Algunas mujeres traían olorosas flores del campo, y otras collares de conchas o hermosos pectorales hechos con secciones cortadas de caracoles, en los que se representaban las imágenes de las deidades y de los ritos propiciatorios labrados en su interior.
En la pirámide principal, la de mayor altura, las miradas del pueblo eran atraídas por el sonido de los caracoles que los jóvenes guerreros emitían rítmicamente; los braseros, encendidos de día y de noche, recibían ahora el copal, el cual desprendía un oloroso humo que envolvía el ambiente. Cuando cesara el sonido de los caracoles se realizaría el sacrificio principal de ese día.
Mientras se esperaba la gran celebración, la gente deambulaba por la plaza, las madres cargaban a sus hijos a horcajadas y los pequeñuelos miraban curiosos todo lo que ocurría a su alrededor. Los guerreros, con sus ornamentos de concha colgando de la nariz, sus grandes orejeras y las escarificaciones en cara y cuerpo, llamaban la atención de los muchachillos, que veían en ellos a sus líderes, a los defensores de su tierra, y soñaban con el día en que ellos también alcanzarían la gloria en la lucha contra sus enemigos, especialmente contra los odiados mexicas y sus aliados, que de tiempo en tiempo caían como aves de rapiña sobre los poblados huastecos en busca de prisioneros para llevar a la lejana ciudad de Tenochtitlan.
En el altar central de la plaza se hallaba la señera escultura de la deidad que se ocupaba de traer la humedad, y con ello la fertilidad de los campos; la figura de este numen cargaba sobre sus espaldas una joven planta de maíz, de ahí que todo el pueblo había traído regalos y ofrendas como pago por las bondades del dios.
Todos sabían que el tiempo de secas terminaba cuando los vientos procedentes de la costa, movidos por la acción de Quetzalcóatl, antecedían a las tormentas con la preciosa lluvia; era entonces cuando terminaba la hambruna, las milpas crecían y un nuevo ciclo de vida mostraba a la gente que el fuerte vínculo que existía entre los pobladores de la tierra y los dioses, sus creadores, no debía romperse jamás.
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