La Nueva Viga, un mar sin agua
La Nueva Viga es un mar sin agua y pareciera que es fácil naufragar. Lo recorrimos y ésta es la crónica de la experiencia.
Llegamos tarde a propósito, eran las nueve de la mañana y del cardumen humano que satura los pasillos de la Nueva Viga en la Ciudad de México quedaba poco. Nada del frenesí que inicia a las cuatro de la mañana con la llegada de los tráilers cargados de pescado y hielo, 33 toneladas cada uno.
Pensemos: si tres pescados medianos pesan un kilo, luego, hay tres mil en una tonelada. Supongamos que una tercera parte es hielo, entonces tenemos 22 mil pescados. Ahora imaginemos –no podemos hacer otra cosa– que hablamos de ostiones o de camarones. Ese mercado es un mar sin agua y pareciera que es fácil naufragar.
Entre tanta variedad es difícil decidirse, cada día se comercializan en promedio 100 variedades distintas de especies marinas de las más de 300 comestibles que se encuentran en México. Cada que se acerca la curesma los católicos piensan que sería buena idea ir a ahí a comprar pescados; afuera los precios están dominados por un pecado capital, la avaricia. Además ¿quién conoce todas las variedades? ¿cómo se cocinan? ¿eso se come?
Es por eso que decidimos ir y sumergirnos en un viaje por los pasillos de este mar.
La humedad del lugar es impresionante en una ciudad tan seca como la de México donde lo que fueron rios hoy son ejes viales. En la Nueva Viga, ubicada al oriente de la ciudad, toneladas de hielo hacen charcos por doquier y enfrian los corredores para mantener los bellos ejemplares marinos que se venden en este mercado, que aseguran, es el más grande de su tipo en América Latina.
Antes de que cierren nos dirigimos al pasillo “A” donde venden al mayoreo, es el quinto, en el fondo. Pese a ser un día soleado, el frío nos obliga a cerrarnos las chamarras. La exhibición de pescados y mariscos sorprende y abruma.
—Ese huachinango está muy pálido — dice alguno en referencia a la caracterísitca piel rosada, casi roja, de ese pescado típico de México, pero que en esta ocasión tiende más al blanco.
—Es que es un pargo— le responde una voz de entre los que sacan el pescado.
—Y de dónde viene— revira.
—Del mar— nos sumamos a la ola de carcajadas y nos movemos con la marea. Muchos sin saber que el chiste es menos inocente y obvio de lo que parece, el huachinango es de la familia de los pargos y ya hecho filete es mucho más difícil diferenciarlos.
Nos paramos sorprendidos frente un atún de aleta azul, mide mas de metro y medio de largo y pesa más de 35 kilos. Ese es uno pequeño, dice con falsa modestia Dario Ruiz Guerrero, el dueño del local y luego agrega: “los más grandes los exportan”. Este fue pescado con anzuelo desde un lancha, de forma artesanal podríamos decir, si lo compramos con la pesca con red desde un barco… En medio de la plática un joven estudiante de veterinaria se para junto a nosotros.
—Como cuánto cuesta.
—120 el kilo.
Paciente hace números y cuando cae en cuenta que el animal le costaría como 4,200 pesos, se toca el pecho a la altura del corazón como si le fuese dar un infarto. En realidad es que aprieta la cartera de piel negra que lleva en el bolsillo de la camisa, palidece: un 10 en disección no vale tanto. Pero en este mar sin agua abundan las opciones y Dario le da dos o tres, mucho más baratas, para que las busque.
El padre de Dario fue quien empezó el negocio vendiendo ostiones, producto que hasta la fecha es la estrella del local A-07. Las ostras las tienen en pilas de guacales de plástico divididas por tamaño, las más grandes a 4.50 pesos la pieza, una ganga. Mientras nos explica que lo importante de un buen atún es el marmoleado –la grasa que hay entre el tejido de los animales–, uno de sus trabajadores toma una enorme ostra Virginia y me la ofrece, no necesita ni limón ni vinagre, sabe a mar y es mi desayuno.
Emocionado, nuestro anfitrión, que para ese momento nos ha mostrado una decena de especies de pescado y sus características, remata como si revelara un secreto: “A veces el mar nos manda cosas extrañas, en este cargamento nos llegó un pescado que nadie conoce”. Se mete en un enorme contenedor lleno de hielo y regresa con el ejemplar entre las manos.
No es ningún tipo de monstruo, es más si lo comparamos con el lenguado que tiene toda la cara de un solo lado, hasta era un pescado hermoso, es gris y de inmediato pienso en una mojarra pero gorda o mejor dicho ancha, él niega con la cabeza, la carne es totalmente oscura, casi negra, no es que esté pudriéndose ni mucho menos, eso se debe a que casi no tiene grasa “es pura proteína”, es entonces que mi imaginación vuela, seguro este pez daría origen a un mito, podría ser milagroso o maligno, la fuente de la juventud o un poderoso veneno o quizá, nunca lo sabremos el último de su especie.
Todavía no dan las 10 y las primeras bodegas ya están cerrando, es entonces que se llenan los otros pasillos, las de los pequeños mayoristas y los minoristas, gente como usted o como mi guía, César Jimenez y yo, que van en busca de pescado por antojo. Los precios están de no creérlo a pesar de que es más caro que en los pasillos A o B. Por ejemplo el kilo de huachinango está en 107 pesos, afuera llega a costar hasta 186.
Unos metros adelante veo a un hombre con un cuchara de metal raspando esqueletos de pescado, paciente le quita las pequeñas espinas que detecta en la pulpa, que venderán a quienes hacen quesadillas de pescado o ceviches, el resto ya se vendió como filete. Lo mismo pasa con el atún que comemos enlatado.
El olor es fuerte, satura, es lo primero que uno percibe y al irse lo acompañara por buena parte del día. Acá nada se desperdicia, se venden hasta los huesos y todo va saliendo por partes, es muy difícil encontrar un tiburón con aletas, esos ya se vendieron antes para los países orientales.
Hablando de tiburones hay unos que nadan con piel de oveja, unas señoras mayores ataviadas con rebozos y mandiles rondan el mercado, son las negociadoras mas duras que he visto y eso que apenas si dicen palabra, son del Estado de México, se dedican a salar pescado y a hacer tamales de pescado y camarón, para lo primero compran por montones lo más barato del día, para lo segundo lo que está a punto de no ser vendible. Las tamaleras como las conocen regatean sin piedad, son implacables.
La última etapa del camino es la de las empanadas, pescadillas, y todo lo que se necesite para prepararlas. Ahí conozco a Salvador Miranda, estamos justo en el único puesto que no vende nada salido del mar, disfrutando de unas quesadillas de quelites y unos tlacoyos de haba que son parte del ritual semanal de Salvador quien desde hace 27 años viaja desde Michoacán para comprar los insumos para un puesto de ceviches, cócteles y mariscos, del cual es dueño. Sale a las 5:30 de la mañana y está de regreso en su pueblo antes de las tres de la tarde.
No es extraño, este mercado es la mejor opción para comprar pescado en todo México, tanto que aún de ciertas zonas costeras vienen a comprarlo aquí para llevarselo de vuelta a la orilla del mar.
El secreto para comprar, dice Salvador Miranda, es recorrerse todo el mercado, preguntar en todos los locales; detrás de él, una de las tamaleras asiente con la cabeza, entrecerrando los ojos al tiempo que toma entre sus dedos una quesadilla de huitlacoche y disfruta como nosotros –quizá más– del sol que nos saca el frío de los huesos pero que nada podrá hacer con el olor a pescado.
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