Las alas en el hombre
Al salir de Valle de Bravo y alcanzar una altura de 4 000 m puede observar una vista poco común: el Nevado de Toluca, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl al mismo tiempo.
Al salir de Valle de Bravo y alcanzar una altura de 4 000 m puede observar una vista poco común: el Nevado de Toluca, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl al mismo tiempo. Sucedió hace muy poco y sigo soñando. ¿Qué poder tendrá el volar que aun después de 10 años de haber empezado sigo descubriendo su magia? En esta ocasión, el viaje que emprendí me llevó a descubrir un jirón de nuestro hermoso México; fue un recorrido de la meseta boscosa de Valle de Bravo, en el Estado de México, hasta las playas tropicales del eterno Acapulco, legendario y milenario. Un viaje diferente, con la vista de un pájaro porque lo hice en un pequeño hidroavión ultraligero construido de tela y aluminio, que tiene la capacidad de volar a 90 km/h con el viento de frente. Un viaje que nos dio la oportunidad de ver con otra perspectiva nuestros lugares: desde las alturas, fuera y lejos de nuestro suelo, envueltos en el vasto océano atmosférico, descubriendo su propia fisonomía, sus vientos, sus corrientes y sus nubes como gigantescas montañas gaseosas. Fue el 19 de noviembre de 1992 cuando se cumplió la cita que habíamos contraído 14 aeronaves para este recorrido diferente.
Desde varios puntos del estado de Morelos, mis compañeros partieron esa clara mañana con rumbo al sur. Su primera escala sería Iguala, Guerrero. Ahí debía llegar yo a juntarme con ellos después de despegar mi aeronave del lago de Valle de Bravo. La cita era a las 9 de la mañana y mi limitación, a diferencia de los otros, era que yo sólo podría bajar sobre cuerpos de agua: lagunas, presas, bordos, etc.
La ruta fue estudiada y trazada de antemano con las consideraciones propias de todo vuelo: alcance, temperatura, rumbo, referencias visuales, velocidad, consumo de combustible, condiciones atmosféricas, desempeño del motor, peso, ascenso… Mi rumbo de partida fue 148º sureste, hacia el poblado de Temascaltepec. De ahí seguí el ascenso hasta 4 000 m de altitud para poder cruzar con holgura la vertiente que forma el Nevado de Toluca. El frío era muy intenso, pero lo compensaba la vista que tenía de los picos del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. De ahí, empecé a descender con rumbo 140º sureste, hacia el valle de Iguala, sobrevolando un desconocido paraje boscoso que me llevó sobre la bellísima ciudad de Taxco, que esa mañana lucía como una joya incrustada sobre la orografía que la hace única en su género. Navegando sobre esa marea invisible que nos envuelve y nos sustenta, llegué al primer punto de encuentro: la hermosa laguna de Tuxpan, situada junto a Iguala, donde ya me esperaba mi amigo don Gastón con el automóvil de apoyo y la gasolinera necesaria. Acuaticé, recargué combustible, cambié el casco protector con el que venía volando por los audífonos del radios y unos lentes envolventes, conecté el radio y busqué la frecuencia con la que estaría comunicándose entre sí el grupo de aviones.
Había llegado unos 10 minutos tarde a la cita y ellos ya volaban hacia el aeropuerto de Chilpancingo después de reabastecerse en el de Iguala. Apuré la velocidad y al cabo de 25 minutos empecé a darles alcance. Era un grupo de nuevos amigos para mí, así que por radio empezó la formal presentación. Lamentablemente, mi equipo de transmisión tenía una falla y no podía comunicarme. Sin embargo, yo si podía escucharlos. Empecé a oír que entre todos ellos daban la noticia de que el ultraligero anfibio que venía del Valle de Bravo se había incorporado al grupo y que ya me tenían a la vista. Se dieron cuenta de mi falle de comunicación, pero con ademanes fáciles de reconocer me dieron la bienvenida en el aire. Así, en formación y teniendo siempre a la vista el río Mezcala donde se halla la impresionante presa Caracol, seguimos hasta Chilpancingo para que ellos se reabastecieran nuevamente en el aeropuerto, en tanto que yo haría lo mismo pero sobre una pequeña presa situada en la cabecera norte de la pista, donde esperaría a que mi amigo y su familia me llevaran más combustible.
Partimos de Chilpancingo con rumbo magnético 173º sureste hacia Acapulco. Visualmente era una ruta fácil. Abajo de nosotros yacía ese portento de supercarretera que está por concluirse y que nos guiaba por el sendero natural. Ascendí a 2 300 m, que era la altitud que necesitaba para tener a la vista en todo momento las diferente posibilidades de bajar sobre agua. Tuvimos la suerte de volar muy cerca de las cumbres del majestuoso “Crestón”, que con sus caprichosas y hermosas peñas señala la última cordillera alta de la ruta y el comienzo del descenso hacia las tierras bajas de Guerrero. Pudimos apreciar el monumental puente nuevo sobre el río Papagayo, y seguir el curso de este hasta la costa sobre la sabana tropical, para poder acuatizar en sus aguas en caso de surgir alguna emergencia.
¡Acapulco a la vista! Emocionados, todos escuchábamos la radio del avión puntero que ya había entrado en contacto a nombre de todo el grupo con las torres de los aeropuertos de Acapulco y el militar de Pie de la Cuesta, solicitando instrucciones y avisando que nuestra llegada sería en el aeropuerto militar, junto a la apacible laguna de Coyuca, después de sobrevolara prudente altura la bahía de Acapulco. Me volví a separar del grupo para llevar a cabo mi acuatizaje en la laguna. Había llegado feliz, con excelente suerte y cuando me bajé en la playa donde se posó el flotador del avión, tardé poco en percatarme de que mientras ahí todos se encontraban en traje de baño, yo vestía botas, pantalones, chamarra y guantes propios para la nieve y me veía como un ser extraño.
Ya instalados en la laguna de Coyuca , disfrutamos sobrevolando varias veces toda la zona, en donde pudimos apreciar la belleza de esta parte del litoral mexicano con las infinitas lagunas que se encuentran en él y que son parte importante del hábitat y de los ecosistemas de la región. Ahí, en esas tierras costeras húmedas que sólo una tierra de arena separa del mar, se desarrollan tipos de vida animal y vegetal únicos. Nuestra siguiente etapa era volar al sureste hacia la llamada Costa Chica guerrerense, hasta un lugar denominado Copala, a 154 km de distancia de Acapulco. Salimos temprano y empezamos por recorrer la accidentada caleta de Mozimba para luego volar sobre la siempre hermosa bahía de Acapulco.
Después de cruzar la península de la Bocana llegamos a la más pequeña y también hermosa bahía de Puerto Marqués y observamos las cicatrices que las máquinas motoconformadoras le han causado a estas vírgenes montañas, que son las últimas que se bañan en el mar, ya que hacia el sur comienza la enorme planicie costera que se extiende hasta las mismas costas de Oaxaca. Como volábamos a escasos 5 o 10 m de altura sobre el mar, pudimos apreciar todo tipo de formas de vid. Observamos a los tiburones gata cerca de las rompientes de las olas, que se distinguen por ser una especie que permanece casi estática esperando que los pequeños peces se le acerquen y sean su alimento. Sus pequeños dientes y bigotes le dieron este nombre. Vimos también gran cantidad de pequeñas mantarrayas, casi siempre en grupos y de vez en cuando una gran tortuga durmiendo al sol. Otra forma de vida que pudimos ver fue la humana, la de nuestros compatriotas que les tocó nacer en esas tierras y que han desarrollado su sistema de sobrevivencia en la adversidad y en condiciones de vida muy duras. Sin más patrimonio que su choza desprotegida, un calzón, una rudimentaria red y su lancha, han logrado permanecer quién sabe desde cuándo en una diaria lucha con los elementos.
A veces observamos alguna brecha que se acercaba a los diferentes núcleos de población y algunos campos de siembra de cocoteros. Después de dos horas de vuelo llegamos a Copala, donde mis compañeros de viaje aterrizaron sobre la parte alta de la playa cubierta con algo de hierva y yo sobre un pequeño brazo de la laguna de Chautengo, donde me recibieron los integrantes de una gran familia de pescadores y me ofrecieron los mejores mariscos que uno pueda comer. Al cruzar los estuarios de varios ríos, observamos con tristeza que en algunos cuerpos de agua se ha desarrollado lirio, signo inequívoco de la contaminación que viene de tierras más altas, y que nos debe de alterar en esta incipiente etapa para proteger estos recursos naturales que se han mantenido en equilibrio y armonía por muchísimos años. Regresamos a nuestra base justo después de ponerse el sol y pudimos ser testigos del diario y místico milagro donde el cielo se tiñe de colores y se da por terminado ese único e irrepetible día.
El lunes 23 de noviembre a las 8 de la mañana todos estábamos listos para regresar. El día anterior o habíamos dedicado a la preparación y a la revisión mecánica: recarga de combustible, verificación y carga de nuestros radios y de todo el equipo que nos es fundamental para este tipo de vuelo, incluyendo nuestras gruesas vestimentas, ya que por cada 300 m que ascendamos el aire se enfriará dos grados. Antes de partir, pasamos por la base militar de Pie de la Cuesta para agradecer sinceramente todas las facilidades que nos brindaron, ya que son ellas no hubiera sido posible llegar y establecernos por unos días en ese remanso del tiempo que es la laguna de Coyuca.
El día era despejado y se apreciaban en lo alto del cielo nubes del tipo cirrus, que no representan una amenaza de mal tiempo, pero si anuncian aire muy frío. Volvimos invirtiendo la ruta original y volando a 2 000 m de altitud. Mi radio ya había sido reparado y venía perfectamente comunicado con todos mis compañeros de vuelo. De pronto, uno de ellos reportó una vibración excesiva en su avión y posibilidades de aterrizaje forzoso. Afortunadamente sólo fue uno de los protectores del borde de ataque de su hélice que se desprendió sin consecuencias. En seguida, otro nos reportó una temperatura excesiva en su motor, más allá del límite tolerado en su manómetro. El grupo se dividió entonces y dos aviones lo acompañaron a menor velocidad hasta que logró bajar la temperatura y seguir volando.
Chilpancingo a la vista. El comandante del aeropuerto nos informa el rumbo del viento y nos autoriza a descender. Yo hago la misma maniobra sobre la presa, recargo combustible y al reportarme listo para el despegue me entero de que la gasolina que el grupo necesitaba aún no llegada con el camión de apoyo que había partido desde Acapulco. Por radio, me despedí de mis amigos explicando que mi apuro era aprovechar al máximo las horas tempranas de la mañana, ya que el calor durante el transcurso del día origina actividad en los vientos y estas naves son muy sensibles a ellos. Además, en mi ruta de regreso volvería a estar solo a partir de la segunda recarga en Tuxpan, Iguala, donde me despedí de mi amigo Gastón al que le pedí que se quedara en el área de Tequesquitengo durante dos horas por si acaso en el ascenso tuviera yo algún problema. A lo lejos, el Nevado de Toluca se veía con nubes a su alrededor y si hubiera que regresar él me ayudaría. Como ya no teníamos contacto por radio, convenimos que después de ese tiempo el seguiría su viaje a México y, que de no verlo, seguiría su viaje a México y, que de no verlo, seguiría mi plan original de llegar a Valle de Bravo.
Tuve el gusto de volver a volar sobre Taxco y sobre toda esa zona de indescriptible belleza y al estar listo, a 4 000 m, para cruzar la vertiente del Nevado, me di cuenta de que a esa altitud penetraría en las espesas nubes con un gran riesgo, así que tome la decisión de subir a 4 300 m y con ello tener la seguridad de seguir volando en cielos azules, pero cuando avancé un poco más me percaté de que sobre la gran meseta al norponiente del Nevado, había un gran manto de nubes que cubría toda la región. La decisión ahora era dar una vuelta de 180º y bajar en Tequesquitengo o desviarme al poniente y buscar un paso donde las nubes se desvanecían. Conozco la zona desde hace tiempo y por los recorridos que he hecho en motocicleta reconocí el poblado de Tejupilco en el Estado de México. Ya descendiendo y bajo el manto de nubes reconocí a mi izquierda la sierra Amatepec, de especial configuración, y a mi derecha, más adelante, Los Tres Retes, puerta de entrada a una alta meseta donde se me ofrecieron dos alternativas: seguir por tierras bajas, rodear y tomar el cañón donde está Colorines o descender a mi derecha sobre el bosque de Avándaro y alcanzar el lago.
Fue esta última por la que opté ya que representaba menos tiempo de vuelo y ya amenazaba lluvia. Además, llevaba gasolina para tres horas ya habían pasado en ese punto dos horas y veinte minutos de vuelo. Cuando llegué, el día estaba completamente gris, igual que el lago, pero sin embargo lo vi bellísimo. Hice la aproximación de acuatizar contra el fuerte viento que soplaba a las tres de la tarde y logré la orilla donde guarde mi fiel avión. El viaje había concluido, pero en mi mente y mi corazón tendré siempre presente esta preciosa experiencia que me hace reflexionar y agradecer al Creador por toda la magnificencia que nos dio en nuestra vida y en nuestra tierra. Ahora sólo me queda recordar estas vivencias, hacer planes para pronto emprender otra aventura más. agradecer a todos mis nuevos amigos su importante parte de este viaje, y decirles que siempre los recordaré con cariño y que siempre me sentiré unido a ellos en el eterno sueño de volar.
Fuente México desconocido No. 194 / abril 1993