Tepeapulco y el Convento de San Francisco
En este poblado, situado en el estado de Hidalgo, se encuentra un convento franciscano del siglo XVI que encanta a quien lo visita. ¡Conócelo!
No cabe duda de que México es mágico. Cuando uno cree que ha visto todo o mucho, descubre que no es así con sólo transitar por alguna de sus carreteras, viejas o nuevas, o por sus caminos de terracería. Siempre, a la vuelta de cualquier curva, nos espera una sorpresa que parece salir de la nada.
De hecho así nos pasó cuando, siguiendo consejos locales, salimos de la industrial y bien planificada Ciudad Sahagún (a la que se llega por la carretera que atraviesa Otumba) y fuimos a parar, en unos 10 minutos, a un poblado que en los letreros se nombraba Tepeapulco. Hubiéramos seguido de largo sin no hubieran llamado nuestra atención unas escalinatas que ascendían desde la pequeña (omás bien cortada por la calle) placita del kiosko, y que conducían a una reja de hierro donde una lira parecía tocar su música celestial. El descubrimiento no fue para menos. Se trataba de un convento franciscano del siglo XVI que, pese a haber cambiado su orientación original a lo largo de los siglos, se mantiene con toda su presencia.
Lo primero que uno ve al llegar es el huerto y sus bien cuidados jardines, en cuyas bancas la población se reúne a tomar helado o simplemente a ver a los niños jugar, como si se tratase de la alameda local. Después del huerto está la construcción en sí con sus bien conservados frescos, y dentro de ella un museo arqueológico local que invita a visitar los alrededores.
Actualmente la construcción está conformada por dos naves: la central que se abre al jardín, y una adyacente, pequeña, que más bien parece capilla y que se orienta en el eje contrario a la fachada de la otra nave. El convento cuenta con su claustro pero el atrio parece haber desaparecido.
Una pronunciada escalinata de piedra lleva del jardín a la iglesia, en cuya fachada nos sorprende, además del cordón franciscano alrededor de la puerta, una cruz atrial adosada al muro. En ella se encuentran los clásicos atributos de la época en una especie de síntesis que hable del martirio de Cristo, con el INRI en el cruce de los ejes, tres clavos, un martillo, un mazo y las pinzas relacionadas con aquéllos; la escalera del descenso de la cruz (que a la vez sirve para ascenso de los hombres o de los ángeles), la lanza de Longino, el cáliz, las heridas sangrantes, y la calavera y los huesos de Adán. Pero lo más curioso es que ésta no está sola, sino que se hermana con otra cruz que se encuentra incrustada a la mitad de la parte superior del muro izquierdo de la nave principal, cercana al altar. Ambas cruces están realizadas en piedra gris labrada.
Por lo que se refiere a la nave, ahora está pintada de un solo color, pero seguramente estuvo decorada con el mismo tipo de dibujos y escenas que todavía subsisten en los pasillos; la cúpula probablemente tuvo alguna referencia al cosmos. Llaman la atención también los confesionarios, simples huecos en la pared con perforaciones para que se filtre el sonido por lo cual no había forma de que el confesante fuera visto. En cuanto a las imágenes, podemos apreciar un San Francisco dentro de un retablo de madera policroma, y el Vía Crucis a lo largo de las paredes de la nave. En el siglo XIX era costumbre que los donantes para mejorar o adorar al templo aparecieran de alguna manera. Esto se confirma en una Virgen Inmaculada que está en un vitral situado sobre la cruz incrustada, que es la imagen de la señora Josefina Delgadillo, miembro de una familia que , a juzgar por el reloj de la torre derecha que donó el señor Simón Delgadillo en 1943, dio bastante de sus bienes a la comunidad.
Desgraciadamente el interior de la nave está muy deteriorado, pero en contraste hay una capilla adjunta cuya fachada está marcada por los crismones de María, José y Jesús; tiene planta octogonal y doble cúpula; su sentido simbólico-místico se subraya con la forma en que están colocadas las ventanas con vitral (cruz griega) y sus colores: verde para el eje norte-sur (esperanza), rojo para el este-oeste (claridad) y blanco para el centro (fe y pureza).
Pero el conjunto no termina ahí. El cordón franciscano se continúa por interiores y exteriores en los frescos, circundando todo su territorio con los colores negro, blanco y rojo y con los ritmos marcados por las anudaciones, los aros (triples ambos) y los cálices de donde salen las heridas sangrantes de Cristo o donde se fusionan los elementos de la Trinidad. Sin embargo, esto no es nada comparado con los frescos que rodean el claustro. Destacan entre ellos el de San Sebastián, el de San Bonifacio, el de la Virgen con el Niño y el de la Eucaristía donde aparece Cristo saliendo de un ataúd colocado sobre un altar, recibido por tres franciscanos. Por la gran cantidad de símbolos que rodean la escena central, este fresco es digno de la mejor memoria.
Y así podríamos continuar describiendo los elementos que penden de los muros –al fresco o labrados, incrustados o en franco bulto- de este convento franciscano. Pero necesitaríamos más espacio, mucho más. Valga tan sólo mencionar que la fuente del claustro, con su centro de agua fecundante y sus cuatro caminos marcados, no se queda atrás y que en el convento hay, además , un interesante aunque pequeño museo arqueológico con piezas de la zona, donde un interesante personaje, a quien se debe gran parte del acopio de objetos, siempre está dispuesto a mostrar el reloj del sol y de luna que mantiene en un patio (una losa labrada con una varilla de acero que marca las horas y que sólo está desfasada en 20 minutos con los relojes locales) y a contar su muy particular leyenda de cómo los dioses se sacrificaron para hacer que el sol pudiera entrar en movimiento.
Pero la vista a Tepeapulco no termina ahí. Existe también una fuente que los franciscanos construyeron en el poblado en 1545 con el fin de abastecer de agua a la población. El agua se vierte bajo loa vigilancia de los leones de piedra, a los lavaderos, hoy modificados, donde no es difícil imaginar la convivencia que a su alrededor se origina. Están colocados en dos hileras que guardan una gran pila, que es la que precisamente se llena con el agua de la fuente franciscana.
Por otro lado, caminar por el pueblo es sumamente interesante, pues cuenta con algunas casa del siglo XVI y posteriores que, ruinosas muchas, parecen estar deseosas de contar su historia. Tal es el caso de la supuesta Casa de cortés (entre el convento y la Fuente), donde se dice que se refugió tras la trágica noche triste.
Para algunos con esto bastaría, ya que el aroma del mixiote y los tamales puede terminar con broche de oro la placentera visita, pero nunca faltan los que quieren ver aún más, y siguiendo por la carretera vieja a Pachuca, en la cercanía, hay más cosas que ver.
En principio, y si nos supo a poco el museo arqueológico, podemos seguir por esta carretera unos cinco o 10 minutos hasta dar con una desviación donde se ve un letrero que dice “ruinas” y hay un camino de terracería bordeado por magueyes heridos y nopales, que nos lleva poco a poco a la época prehispánica de la diosa Mayahuel y del culto al pulque.
Así, imaginando cosas, llegamos a Jihuingo, una zona arqueológica más o menos abandonada, donde se destaca la pirámide del Tecolote. La influencia teotihuacana en su tablero talud y su recubrimiento rojo, la ubica entre el 100 y el 800 d.C. Frente a ella existe una explanada que bien podría ser una plaza ceremonial (que hoy se usa como cancha de futbol) y una serie de montículos cubiertos, muy prometedores, en los que, según cuentan los lugareños, se han encontrado piedras con interesantes glifos que señalan al os cuatro puntos cardinales. Si uno quiere, puede empezar a caminar por el cerro que , de alguna manera, protege el templete, y si lleva los ojos bien abiertos, es probable que distinga después de cerca de una hora de ascensión, otros interesantes glifos junto a una serie e pirules. Sin embargo, ante el abandono, los glifos guardan sus secretos o desaparecen con ellos, así como las pinturas rupestres que, se dice, existen en una de las cuevas del enorme cerro.
Otra opción es desviarse antes por la carretera pavimentada hacia Tulancingo, pasando el CIDES, hasta dar con una mancha de juncos que centra el paisaje. Se trata de Tecocomulco, un juncal que protege una laguna, santuario de aves migratorias. En ella, además de pescar carpa, se puede uno embelesar con el vuelo de las garzas, las golondrinas, las gacetas y otras especies, y con sus juegos e incluso tratar de interpretar sus sonidos, únicos en ese ambiente de magia y silencio. Y sí aún no se ha comido , en una serie de restaurancitos que hay a la entrada se puede probar desde mixote de carpa hasta tamales de ¡anca de rana!, platillos dignos de imperiales paladares muy difíciles de encontrar. Desgraciadamente se dice que algunas personas están tratando de sacar la laguna (mediante el bloqueo de los ríos que la alimentan) con el fin de rescatar la tierra para el cultivo. No existen muchas pruebas de ello pero si es verdad, la tierra se secará y se perderá ese hermoso paraje.
Y así, acompañados por as coreografías aéreas de las garzas y por sus alineaciones y coros, nos disponemos a despedir otro día de sorprendentes recorridos por el estado de hidalgo, donde la historia y la naturaleza se mezclan y transitan por muros, calles, caminos, montes y valles.
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