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El día que se llevaron a Tláloc de su pueblo

Ciudad de México
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Así se vivieron aquellos días en que la monumental imagen del dios del agua tuvo que abandonar Coatlinchán para ser trasladada a la entrada del Museo Nacional de Antropología en el Bosque de Chapultepec.

Tláloc era una deidad de la lluvia, cuyo nombre proviene del náhuatl tlaloctli, “Néctar de la tierra”. Entre los zapotecos y totonacos se le llamaba Cocijo, en la Mixteca era convocado como Tzhui; los tarascos lo conocían bajo el nombre de Chupi-Tirípeme; y los mayas lo adoraban como Chaac

Este dios mesoamericano del agua y la agricultura se representa con una máscara compuesta por dos serpientes torcidas entre sí formando la nariz; sus cuerpos se enroscan alrededor de los ojos, y las colas conforman los bigotes.

Se asocia al color azul del agua, bebida que alimenta a la madre tierra, y origina el nacimiento de la sensual vegetación; se relaciona con el verde del jade; y se encuentra unido a las nubes tempestuosas que están en el cielo, de las cuales emergerá el rayo.

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El dios de los mantenimientos –necesarios para la vida del hombre que habita en el paraíso terrenal– es ayudado por cuatro tlaloques que se encuentran en los puntos cardinales, quienes portan bastones y cántaros, de los que brota la lluvia.

El dios Tláloc estaba en Coatlinchán

La historia comenzó a 33.5 km de la Ciudad de México, en San Miguel Coatlinchán (del náhuatl cóatl, serpiente; in, prefijo posesivo de tercera persona del plural; y, chantli, hogar: “la casa de las serpientes”), en el actual municipio de Texcoco, Estado de México.

En 1889, José María Velasco pintó un monolito que se encontraba en las cercanías del pueblo -en la cañada de Santa Clara- pensando que era Chalchiuhtlicue.

En 1903, Leopoldo Batres afirmó que se trataba de Tláloc. Años más tarde, Jorge Acosta, en un oficio de 1958, lo llamó simplemente “monolito”. Para 1964 se decidió trasladarlo a la Ciudad de México, para enmarcar al entonces recién constituido Museo Nacional de Antropología. Pero para la comunidad de Coatlinchán, la historia comienza desde sus abuelos, quienes convivían familiarmente, inmersos en leyendas alrededor de la cañada del agua…

Dentro de una iglesia del siglo XVI -punto de reunión principal-, algunos miembros de la comunidad recuerdan nostálgicos. Contaban los tatarabuelos de los abuelos que: “nuestros antepasados, celosos de su religión, llevaron al Tláloc a esconder en el monte, cuando la llegada de los españoles quienes destruían todo lo relacionado con la vieja cultura. Aunque pesaba mucho, para ellos no había imposibles, pues eran de una raza muy fuerte. Lo enterraron completamente, pero al paso de los años, la gente que iba al monte empezó a descubrirla, rascaron hasta que quedó a flote”.

En aquella época, conducían a la “gente de razón” a caballo o a pie por el camino del lugar donde estaba la piedra de los Tecomates, llamada así “por tener huecos en forma de jícaras a la mitad de la panza”, que se llenaban de agua en temporadas de lluvia, “aguas que tenían algunos poderes curativos”.

Si estos huecos se encontraban húmedos, sin que fuese temporada de lluvias, era señal de que pronto las habría. Entonces el pueblo era fértil, las montañas estaban repletas de árboles, la gente recogía leña del bosque para hacer carbón y visitaba al señor de los Tecomates, los campesinos, entre marzo y abril, ponían maíz en las jícaras, como petición para sus cosechas. También se decía que muy cerca del lugar brotaba un manantial, de cuyas aguas salía una sirena, por lo cual las muchachas del pueblo le llevaban juguetes cada día de San Juan.

Los fines de semana se realizaban excursiones escolares; los jóvenes organizaban fiestas y bailes; las familias convivían bañándose en el riachuelo cercano a Tláloc; el día de la Santa Cruz pasaban a visitarlo, cuando cambiaban la cruz que se encuentra arriba de la cañada.

También algunos fuereños, curiosos o turistas, visitaban la piedra de los Tecomates, así que los pobladores aprovechaban para contarles historias, venderles alimentos o pequeñas figuritas que encontraban al trabajar sus tierras, pues “en ese entonces la gente era muy pobre y con ese dinero, podían vivir mejor”.

El traslado de la gran roca

Un día, vino personal del Gobierno a platicar con los delegados y maestros, pues querían llevarse el ídolo a la ciudad. Aunque la comunidad no estaba totalmente de acuerdo, se llegó a un arreglo. Días más tarde comenzaron a agrandar el camino de la carretera a la cañada del agua; desenterraron al colosal monolito hasta liberarlo; lo amarraron con cables de metal a una estructura que lo sostendría, para luego colocarlo sobre una plataforma. Los habitantes, aún incrédulos, amenazaba al personal que llevaba a cabo la movilización.

Renacieron las leyendas “si lo tocan se volverán piedra”; “si lo mueven algo malo va a pasar”; “no la muevan, es el tapón del mar”. Otros comentaban: “dicen que en el tiempo de don Porfirio pensaban meter el tren para llevárselo, pero no lo hicieron ¡cómo se lo van a llevar ahora!”

El alboroto creció al acercarse la maquinaria con la plataforma, jalada por dos vehículos que se atoraron en la entrada del pueblo. Un profesor de la escuela, junto con algunos muchachos que no estaban de acuerdo, descolgaron al monolito del tripié, y arrojaron nopales y piedras sobre los ingenieros de la obra. La gente salió a defender lo suyo. Hombres, mujeres y niños gritaban ¡Se llevan la piedra! con rifles, machetes y piedras, bloquearon el paso a los vehículos, así como la vía de acceso de la carretera. No dejaban pasar a nadie que no fuera conocido.

Desmantelaron la plataforma, poncharon las llantas de los trailers que ejecutarían la movilización, le quitaron los asientos, y le echaron tierra en el tanque de la gasolina. Al liberar al monolito de los cables que le ataban, se llevaron las carretillas, las herramientas y escondieron la dinamita.

Al otro día, llegaron tropas del ejército, con el fin de apaciguar al poblado, así como para cercar al Tláloc y proteger su traslado. Los soldados ocuparon el pueblo cerca de un mes, tiempo en que se construyó un centro de salud y la escuela primaria.

A las tres de la mañana del 16 de abril de 1964, el enorme monolito de siete metros de alto, con 167 toneladas de peso (el más grande del Continente y uno de los cinco más grandes del mundo), irrumpió las calles del pueblo, arrastrado por dos cabezas de trailers, escoltado por militares, policías federales de caminos, arqueólogos y arquitectos.

A su paso el pueblo salió para despedirlo con música y cohetes. “La gente tenía mucho amor a la piedra de los Tecomates; cuando se la llevaron, los que en ese entonces éramos niños, salimos a darle la despedida, cantando y echándole confeti, flores y ¡vivas!, mucha gente lloraba y decía: ¡mataron a la población! Este pueblo ya quedó borrado del mapa, sin el Tláloc nadie vendrá de visita, de qué vamos a vivir.

A la salida, por el camino, los vehículos se atoraban entre árboles y casas, por lo que tuvieron que cortarlos en algunos techos. La salida se efectuó por la carretera de Texcoco, pavimentada para la ocasión. En Los Reyes, otra banda de música salió a la carretera en honor de su dios.

Con una velocidad de cinco kilómetros por hora, tomó un tramo de la carretera a Puebla y siguió por la avenida Zaragoza. El séquito avanzaba llevando a cabo espectaculares maniobras. Desviaron túneles de los viaductos; al paso por las grandes avenidas de la ciudad, decenas de técnicos ayudados por bomberos tuvieron que cortar momentáneamente cables de luz y teléfono, para facilitar el desplazamiento del convoy.

Al caer la noche, se detuvieron en San Lázaro, para continuar la marcha por Reforma. Extrañamente, a las 20:40 horas cayó una tormenta que inundó diversas zonas de la capital. “Las compuertas del cielo se abrieron”, con fuertes lluvias que muchos atribuyeron a los poderes del dios.

Pese al clima y a las altas horas de la noche, se volvió un día de fiesta, pues a su paso por la Catedral, y de Reforma hasta Chapultepec, fue fuertemente ovacionado por enormes escoltas de capitalinos, turistas, reporteros e incluso por algunos miembros de la comunidad de Coatlinchán. Todos ellos, a pie o en sus propios transportes, siguieron al Tláloc hasta la madrugada del día 17, a su nueva morada en el Bosque de Chapultepec.

Se lo llevaron en contra de la voluntad de los vecinos

Hay una placa que dice `donado por el pueblo de Coatlinchán’, pero en realidad no todo el pueblo estuvo de acuerdo. Si fuera cierto no estaríamos inconformes. Nos quedamos sin nuestra piedra, ni siquiera la réplica que nos prometieron tenemos, quedamos desprovistos del agua que bajaba desde el manantial hasta el monte y la cañada”.

Los pobladores de Coatlinchán, en general, y los miembros del comité de la Parroquia de San Miguel, aunque tristes por la pérdida de su “joya” se encuentran unidos y deseosos de preservar lo que les queda. Hoy llevan a cabo labores de conservación y protección de su patrimonio, en espera de crear un museo de sitio, con la esperanza de que, algún día, regrese su piedra de los Tecomates y con ella la prosperidad.

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