Aventura en el Cofre de Perote (Veracruz)
Para explorar la sierra veracruzana organizamos una caminata en el Cofre de Perote, interesante montaña volcánica que muchos mexicanos se conforman con ver desde la carretera.
Para explorar la sierra veracruzana organizamos una caminata en el Cofre de Perote, interesante montaña volcánica que muchos mexicanos se conforman con ver desde la carretera.
Al estudiar los mapas de la región decidimos explorar sus grandes cañones e inmensos acantilados, que nacen en lo alto de la montaña y se extienden hasta la planicie costera, para albergar un sinfín de secretos, paisajes, flora, fauna; y conocer a la amigable gente que habita en las pequeñas rancherías enclavadas en las estribaciones de la serranía.
Preparamos las mochilas, con comida, equipo de campamento, mapas, brújula, y equipo de alpinismo por si a nuestro paso encontrábamos algún acantilado para rapelar o bien para escalar en las grandes paredes que presenta el volcán.
El Cofre de Perote o Nauhcampatépetl, cuyo nombre náhuatl significa «montaña cuadrada», alcanza una altura de 4 282 msnm. Desde la cumbre, con el frío de la mañana, y entre los fuertes vientos del Golfo de México que chocan contra la montaña, iniciamos nuestra exploración desafiando al vacío. Escalamos las grandes paredes de la cumbre, y colgados de pies y manos disfrutamos de las increíbles vistas panorámicas que se dominan desde aquellas alturas y parecen mostrar hasta el infinito, entre cañadas y verdes serranías cubiertas de bosques y selvas.
Una vez en tierra firme, llenos de energía, iniciamos la caminata por las empinadas cuestas de lava, cubiertas por lajas y piedras sueltas, donde los únicos habitantes son pequeños líquenes y musgos que surgen entre las piedras.
Para completar aquel paisaje de alta montaña, encontramos bajo granes piedras unas bellas cascadas de hielo, con tonalidades que iban del blanco puro al azul. Las caprichosas formaciones de hielo se extendían a lo largo y ancho de las piedras donde grandes estalactitas colgaban de lo más alto; durante un rato contemplamos aquel paisaje y escalamos sobre las partes libres de hielo.
Con brújula en mano continuamos el camino por las grandes cañadas, entre pastizales y exóticas rosas de nieve. Los primeros pinos aparecieron a nuestro paso y de pronto encontramos un gran bosque de coníferas. Seguíamos los cauces de los riachuelos para guiarnos. En ocasiones caminábamos por ellos, saltando de piedra en piedra, y rodeados por la verde vegetación que crece bajo la sombra y humedad de los grandes gigantes del bosque: pinos, oyameles, encinos, cipreses y abedules.
Las grandes coníferas son los pilares del bosque; ofrecen sostén y hogar a un sinfín de plantas y animales. En las zonas más húmedas bajo pequeñas cascadas, los verdes musgos cubrían rocas y troncos en descomposición.
De pronto la pequeña vereda finalizó en un gran acantilado. La vista que se dominaba desde este mirador natural era espectacular, por lo que decidimos establecer nuestro campamento y disfrutar del atardecer. A nuestros pies se extendía un mar de nubes; en el fondo se apreciaban unas cuantas casitas.
Conforme la tarde caía, el sol iluminó una alfombra de nubes. El paisaje se pintó de cálidas tonalidades que iban del amarillo al rojo. El día finalizó y entró la noche, mientras cenábamos y tomábamos café junto al fuego, la luna llena se posó sobre nosotros.
Disfrutar de la naturaleza y de la belleza que nos ofrece tiene un costo, y esa vez el precio fue soportar frío durante toda la noche. Nos metimos en nuestras bolsas de dormir y nos acomodamos entre los zacatales, bajo los pinos.
El amanecer fue igualmente espectacular. Con los primeros rayos del sol iniciamos nuestras actividades para sacudirnos el frío.
En un par de horas llegamos a unas pequeñas rancherías; la primera se llama Plan de la Guinda; y la segunda, más grande, Paso Panal.
Platicamos con dos buenos amigos del caserío, don Noé y Catarino, quienes nos contaron que la ranchería tiene más de 100 años. Llegaron desde sus bisabuelos, y hoy todos son parientes. La comunidad está compuesta por 50 familias de campesinos que se dedican al cultivo de la papa. Obtienen una cosecha al año y la venden a un señor de Toluca que la va a recoger. También siembran un poco de maíz, y tienen vacas, gallinas y cabras. Los animales están en corrales despegados del suelo pues, de vez en cuando, más de un coyote «pasa a buscar» su cena. Después de un descanso nos despedimos y continuamos nuestro camino por las veredas de la serranía que comunican a las distintas poblaciones de la región. A la entrada y salida de éstas, encontrábamos siempre coloridas cruces adornadas con flores, cuya función es cuidar de los caminantes y viajeros.
El frío y los vientos se habían quedado atrás. A lo lejos, en lo alto de la sierra, se distinguía el Cofre. Repentinamente, como viajar en el tiempo, cambiamos de continente: al preguntar a unos niños como se llamaba su ranchería, contestaron «Rusia». Desde este punto se disfrutaba de una increíble vista del Pico de Orizaba. La tercera montaña más alta de América del Norte (5 700 msnm) surgía imponente con sus cumbres nevadas, cubierta de blancos y glaciares que contrastaban con las tonalidades azulosas de las serranías y la verde vegetación.
El paisaje cambiaba continuamente mientras descendíamos por los lodosos caminos. En ocasiones caminábamos sobre un empedrado que serpenteaba entre la espesa vegetación, el viejo Camino Real construido en días de la Colonia.
El ambiente era mágico, en momentos lluviosos, otros lleno de neblina, no era difícil imaginar a un grupo de conquistadores a través de las grandes montañas.
La vegetación había cambiado totalmente. Cruzamos el bosque tropical. Alrededor de nosotros se erguían ceibas gigantes e higueras cubiertas de rojas bromelias. Estas plantas, originarias de América, son conocidas como epifitas, que significa «planta que crece sobre otras plantas». En su búsqueda de luz, forman raíces aéreas, o encuentran sustento en las grietas de los árboles; como verdaderas cisternas vivientes, con sus grandes hojas captan hasta cuatro litros de agua. La zona está llena de plantas silvestres. A la orilla de los arroyos crecen cientos de alcatraces.
Pasamos por las rancherías de Aquilitla y Cruz Blanca, para finalmente llegar a Matlalapa, el primer lugar donde entra un solo camión «guajolotero» al día, entre dos y dos treinta de la tarde.
Como no lo alcanzamos, tuvimos que caminar hacia el pueblo de Xico el Viejo. Antiguamente este lugar era una fortaleza enclavada en las montañas, en la región conocida como Xicochimalco que era un estado tributario de la gran Tenochtitlan.
En medio de un gran aguacero esperamos el camión, junto a campesino cargando costales de maíz, chiquillos, señoras con botes de leche, y más de una gallina. Finalmente abordamos el camión rumbo a Xico. El pintoresco pueblo está situado a 1 280 m snm. Fue fundado en el año 1313, en el centro del estado de Veracruz, en la región conocida como las Grandes Montañas. Su nombre original Xico-chimalco, de origen náhuatl, significa «En donde hay panales de cera amarilla» o bien «En el escudo de los Xicotes». Este lugar tuvo gran importancia durante la Conquista, ya que Hernán Cortés llegó en 1519, el lugar exacto donde estuvo fue en Xico el Viejo, a unos kilómetros del Xico actual. Cortés escribió «Gracias que en el lugar no hubo oposición nos pudimos abastecer de provisiones para la marcha».
Xico es un pueblo cafetalero, con tejados rojos, calles empedradas, casas multicolores y abundante vegetación selvática. Bañado por las aguas del Cofre de Perote brinda al viajero un lugar acogedor, lleno de bellezas naturales como la gran cascada de Texolo y un sinfín de rincones para explorar.
Así finalizamos nuestra gran aventura, cansados pero felices por haber atravesado la Sierra Madre Oriental.
Fuente: México desconocido No. 232 / junio 1996
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