Cochimí, el renacer de una cultura milenaria
Aquella mañana me encontré, a miles de kilómetros de mi hogar, cantando con toda la energía, al lado de un personaje que para los ojos del mundo estaba extinto: un cochimí. Ésta es la historia de cómo descubrí esta cultura.
Por meses el guía y líder del viaje Miguel Ángel de la Cueva, experimentado fotógrafo y colaborador de México Desconocido, estructuró el itinerario para recorrer la Sierra de San Borja, gracias a la ayuda e invitación de Francisco Grado Villa, representante de la fundación Milapá y descendiente cochimí quien, en colaboración con varias familias, trabaja en el rescate de sus tradiciones. El objetivo del viaje sonaba lapidario: comprobar si existen o no los cochimís en la actualidad.
Las pinturas rupestres con 5,000 años de antigüedad y las misiones coloniales en el desierto son testigos de su legado, pero después de más de 400 años sin registro de información sobre ellos, la presencia de su cultura parecía un misterio.
Partir fue fácil, regresar quién sabe
La sierra está en la parte central de la península de Baja California; Santa Gertrudis, bastión cochimí y poblado objetivo (junto al poblado de San Borja), está a casi 100 kilómetros de Guerrero Negro, enclavado en la profundidad de la sierra.
Fueron tantas horas de viaje desde la Ciudad de México, que después de varios miles de kilómetros en avión y en auto creí que no podría volver. Recordé a mi madre diciéndome de pequeño: “vete a jugar pero no te vayas muy lejos”; sin duda, rompí la promesa. Por el entorno desértico y a veces montañoso, donde el Mar de Cortés aparecía y desaparecía entre curvas, estaba seguro de que ya no era un juego y que décadas atrás hubiera sido motivo de un regaño fuerte. Fueron casi 11,000 kilómetros de viaje y no hay uno solo que no haya valido la pena.
El primer encuentro
Después de dos días en carretera de La Paz a Guerrero Negro, llegamos por la noche a La Espinita, el hotel-restaurante de Kiko, como es conocido Francisco Grado. Ahí en una mesa estaba sentado junto con cuatro mujeres. El ambiente era sombrío, silencioso, no por la actitud sino por el foco muy tenue que apenas iluminaba la mesa. Miguel Ángel se presentó: puso sobre la mesa el objetivo del viaje y el silencio seguía; se me hizo fácil morder un totopo con salsa verde —que crujió como la misma falla de San Andrés—, lo que motivó que se animaran a comer, tomar agua fresca y comenzar la plática. Aquellas mujeres pertenecían a distintas familias cochimís fundadoras de Milapá.
Acordamos varias visitas y entrevistas para que, al final, pudiéramos atravesar la Sierra de San Borja y llegar en conjunto a Santa Gertrudis y vivir en carne propia el ambiente de un poblado que hasta la fecha era más una leyenda que un punto geográfico.
¿Y Doña Sabas y el famoso Señor Ríos?
El señor Ríos y doña Sabas eran cochimís que habían sido fotografiados décadas atrás frente a los patios de sus casas en Santa Gertrudis y San Borja. Harry Crosby en su libro Los últimos californios identicaría el retrato del señor Ríos como el último cochimí.
Esta declaración abría no solo la duda sobre si era o no el último integrante de la cultura de la península, sino qué había pasado entre los miles de años del periodo cuando los cochimís pintaron las oquedades del desierto y de la sierra bajacaliforniana, luego con aquellos cochimís de la época misional y la situación actual.
Esas fotografías son el registro más sólido y antecedente tangible de los cochimís, por lo que representaban un eslabón en el cual se ha apoyado una investiga ción de los descendientes, quienes los identifican como abuelos o padres de los miembros más viejos de la comunidad y que hoy viven en Guerrero Negro.
Platicar con cada uno de los integrantes de aquella gran familia fue tejer entre recuerdos de infancia y anécdotas de doña Malena, doña Luchi, Juanita, Adriana y Kiko (nuestros anfitriones), quienes son descendientes cochimís de los antiguos pobladores de Santa Gertrudis, principalmente, poblado que se presume como asentamiento cochimí desde hace siglos.
Hay un periodo enorme entre la época misional y mucho más con aquellos cochimís de las pinturas rupestres, pero al menos nuestros nuevos amigos, a pesar de que en los libros se diga lo contrario, son familiares de aquellos cochimís .
Cosmovisiones distintas
Por fortuna, el camino entre Guerrero Negro, El Arco y Santa Gertrudis (74 km en total) estaba borroso pero transitable. Los dos días que estuvimos ahí fueron soleados y en extremo calurosos. Apenas llegamos a Santa Gertrudis y estacionamos las camionetas frente a la misión.
Todos con alegría bajaron y con sus atados de comida y bolsas fueron hasta sus casas a abrir ventanas, orear algunos muebles y preparar su estancia junto a nosotros.
Miguel Ángel y yo recorrimos el poblado, minuciosos buscamos ángulos correctos, cuestión en la que no tardamos mucho, ya que las casas se concentran en un espacio menor a una hectárea de superficie: la misión, un modesto museo y las casitas –algunas de piedra y otras levantadas con restos de materiales como madera o láminas– se salpican entre las veredas que se han formado a manera de calles.
Las palmeras crecen robustas a la rivera de un arroyo aledaño (desde la época misional) y un amigable silencio se rompe de vez en vez por las ráfagas de viento que cruzan de lado a lado, sin siquiera darse cuenta de que hay un poblado entremedio.
Se mira en los alrededores algunos peñascos y cerros no muy altos con cactáceas y árboles medianos, muchas aves y bichos de toda índole por doquier.
Gertrudis Ramos Salgado, una aprendiz
Ella nació y pasó la vida en Santa Gertrudis. Al morir su madre, dejó a su padre con 11 hermanos más; fue doña Sabas quien, ya grande, cuidó de ellos. Con cariño recuerda que le contaba cuentos y era exigente en su educación. Además, la acostumbró a nombrar “tíos” a los adultos, como muestra de respeto, fueran o no familiares. De doña Sabas, Gertrudis aprendió a trabajar y a cuidar la huerta, las gallinas, los pollos y dar alimento a los animales del corral. El día comenzaba muy temprano; había que ganarle al sol porque el calor era intenso.
Con felicidad recuerda la cosecha de aceitunas, trigo, maíz, sandía, calabaza, melón, ajo, cebolla, dátil y uva.
Después de tratar de hilar los parentescos que aparecían en su plática, los recuerdos inundaban a Gertrudis. Recuerda cuando su nana llegaba a las seis de la mañana “cantando con la boquita cerrada, apenas nos dábamos cuenta y comenzábamos a despertar; se ponía a quebrar leña para hacer café”. Además del canto, la nana traía noticias: que en las tierras donde cosechaban, los arroyos fueron rellenados por los indios y los misioneros para construir murallas de piedra y ahí comenzar a sembrar. Las memorias se convirtieron en lágrimas y, después de un silencio, sentenció: “cada vez que me dicen que si existen los cochimís, yo digo que sí”.
Doña Luchi, amante de las plantas y poeta
Todos nos reunimos en una pequeña explanada para comer, la plática llevó a los presentes a explicar cómo era el poblado antes de Odile y el trabajo que representó su paso para recuperar los huertos. Sin chistar, doña Luchi presumió los suyos, sus plantas y su casa, de toda la vida. Al terminar de comer se paró y se dirigió hasta su casa; la seguí. Se veía que su casa ha ido creciendo paulatinamente, ya que está formada con restos de madera poco uniformes. Al abrir las puertas me miró y al extender su mano dijo: “Hab hab” (adelante-adelante, en cochimí). Mientras acomodaba su casa, platicaba de la maestra Rosita y su escuela con muy pocos niños, de cómo todas las familias tenían que custodiar la misión, limpiarla y cuidarla año tras año ya que era una ley y obligación. Salimos al patio y lo que era un breve paseo se convirtió en una cátedra de medicina tradicional y conocimientos de herbolaria. Fueron demasiados remedios en poco tiempo como para recordarlos; eso sí, me impactó que el jugo de aquellas vallas sirviera para contrarrestar el veneno de víbora de cascabel.
Agradecía todo el tiempo a la tierra que la vio crecer. Cuando era niña los mayores le contaban del hombre blanco: “Minichipo o minichipá significa algodón y creemos que se relaciona con el color blanco, con el dios que creó todo, el capitán”.
Doña Luchi nos abrió su casa en Guerrero Negro y en Santa Gertudris; reunió a los miembros de la comunidad para que nos contaran sus recuerdos. Con emoción nos compartió su poema “Estoy aquí”, que habla de cómo dudar de la existencia de los cochimís cuando es una de ellos quien recita con fervor.
Doña Juanita: la alegría y la sabiduría
Me fue inevitable sentir empatía por doña Juanita, quien rompía cualquier tensión con algún chiste o albur bien acomodado. Nació en el Campo Alemán, a 10 minutos de El Arco, pero se crió en Santa Gertudris.
Su padre murió cuando ella tenía 9 años; acabó viviendo con su abuela porque su madre se fue a trabajar. Cuando subíamos por la vereda hacia la misión, vimos a Juanita y a Javier, su esposo, tomando el fresco de la tarde. Ella tiene rasgos muy duros, piel morena, mirada dulce y brillante. Apenas nos vio, nos invitó a pasar.
El calor hacía que las cosas se vieran pegajosas y que don Javier apenas se moviera; ella estaba sentada bordando un mantelito de flores. Sin dejar de surcir, comenzó a platicar como si tuviéramos una vida de conocernos. Juanita, a pesar de sus carencias económicas, vive como artista, disfrutando de lo que la rodea porque es capaz de transformar su entorno. A los 60 años estudió pintura y eso enfocó su perspectiva: ha logrado viajar y representar a los cochimís en luga res lejanos. Emocionada como niña, curioseaba detrás de la cámara para ver su imagen. Fue la más pequeña de sus hermanas. Era vaga: le gustaba la montaña, cosa que presume y valora al pasar de los años. Sus padres eran cochimís; él de Santa Gertudris; ella, de San Borja.
Ahora tiene seis hijos, trece nietos y una bisnieta. Es coleccionista de muñecas de “indias”. Sonríe mientras se alacia el pelo, comenzando a la altura del pecho y terminando en la cintura.
Las fiestas de San Gertrudis
Las fiestas patronales de Santa Gertudris, como las de San Borja, son motivo para cantar y bailar por 10 o 15 días mientras se celebran bodas y bautizos. Los lugareños presumen haber recibido 6,000 personas de todas partes del mundo en Semana Santa. Poco tiempo atrás, Vicente Delgado, el músico de Santa Gertudris, había muerto. Ahora su hijo, dedicado a la ganadería, mientras José Alonso, se esfuerza por revivir la música tradicional.
Cuando llegamos a su casa, su hermano Jesús Esteban estaba practicando con su violín. Sin dudar, lo acompañé llevando el ritmo del minueto que ensayaba.
Con breves explicaciones me mostró la estructura de la canción. Sus manos duras delataban que no era violinista profesional. Comenzó a tocar, a los dos compases comprendí el sentido de la canción y sus acentos, él se apoyó en mis aplausos como si hubiéramos tocado en dupla siempre; rematamos con tal precisión que soltamos una carcajada al finalizar. ¡Cuánta camaradería!
Qué mayor prueba de la existencia de una cultura que la lucha de sus integrantes por sobrevivir y mantener sus raíces no para legitimizarse, sino para hacer de una cueva o una ciudad su hogar.