Jorge Cuesta, el oscuro alquimista que perdió la razón
Jorge Cuesta era un genio de la química y la literatura. Irónicamente, se perdió sus propias ideas y se consagró como el poeta más oscuro de su México.
Jorge Mateo Cuesta Porte Petit, mejor conocido como Jorge Cuesta, fue un químico, poeta y ensayista, nacido en la ciudad de Córdoba, Veracruz, en 1903. A los 18 años se trasladó a la Ciudad de México para estudiar violín en el Conservatorio Nacional de Música, empresa que abandonó para estudiar en la Escuela Nacional de Ciencias Químicas y Farmacia, de donde se graduó en 1925.
Durante su educación universitaria, Jorge Cuesta se relacionó con miembros del grupo literario del Los Contemporáneos, jóvenes que buscaban difundir el arte y la literatura en el contexto el siglo XX. Posteriormente, denominaron el colectivo como El Alquimista. Lo integraban Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet, Gilberto Owen y Salvador Novo, quienes decidieron publicar una revista bajo el mismo nombre en 1928.
En 1927, Jorge Cuesta, quien ya producía ensayos y poesía, conoció a la escritora Guadalupe Marín, su futura esposa. Posteriormente, viajó a Europa, donde se amistó con André Breton, Samuel Ramos y Agustín Lazo.
Cuando Cuesta se divorció de Marín en 1932, su carrera literaria comenzó su éxito. Colaboró en la revista Los Contemporáneos y fundó Examen, medio que duró dos números y que fue censurado por el gobierno nacionalista.
Jorge Cuesta, un espíritu fáustico…
En 1938 volvió a dedicarse a la química, trabajando como jefe de departamento en un laboratorio dedicado a la industria de alcoholes y azúcares.
Posteriormente, paranoias y psicosis comenzaron a aquejarlo, lo que lo obligó a visitar a un psiquiatra. De acuerdo con el médico, sus males se debían a una homosexualidad reprimida, pero Jorge Cuesta concluyó que eran «las sustancias enzimáticas que he estado ingiriendo».
Para Cuesta, la homosexualidad no era de importancia moral, pero pensaba que no podía existir algo dentro de sí que estuviera reprimido y por ello escapase de su inteligencia.
En 1942 intentó amputarse los genitales con un cuchillo, por lo que fue recluido en un sanatorio. El 13 de agosto, durante un descuido del personal, Jorge Cuesta se ahorcó con una de sus sábanas. Este acto final terminó por consolidar su obra bajo el arquetipo de poeta maldito, oscuro y trágico.
Los límites de la razón
El poema más reconocido y aplaudido de Jorge Cuesta es Canto a un dios mineral. En dicho texto, el autor escribe: «Porque me pareció poco suicidarme una sola vez. Una sola vez no era, no ha sido suficiente». Para escritores como Alí Chumacero, hay un tipo de correlato entre su vida y su obra, ya que «es poco diferente de lo que vivió».
A Jorge Cuesta se le valoró de forma póstuma y se rescató su trabajo. En sus biografías se le recuerda como suicida y poeta atormentado, pero también como liberal, defensor del estado laico y fundador de la crítica literaria de México. Tampoco pasan desapercibidas sus críticas a los dogmatismo de izquierda y derecha, en un mundo en que la inteligencia no era requerida.
Sobre su persona, Octavio Paz escribe:
“Estaba poseído por un dios temible, la inteligencia. Pero inteligencia es una palabra que no designa realmente a la potencia que lo devoraba. La inteligencia está cerca del instinto y no había nada instintivo en Jorge Cuesta. El verdadero nombre de esa divinidad sin rostro es Razón”.
“Su muerte fue absurda no por falta sino por exceso de razón. Fue un caso de intoxicación racional. A Jorge Cuesta le faltó sentido común, es decir, esa dosis de resignada irracionalidad que todos necesitamos para vivir”.
Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta
I
Capto la seña de una mano, y veo
que hay una libertad en mi deseo;
ni dura ni reposa;
las nubes de su objeto el tiempo altera
como el agua la espuma prisionera
de la masa ondulosa.
Suspensa en el azul la seña, esclava
de la más leve onda, que socava
el orbe de su vuelo,
se suelta y abandona a que se ligue
su ocio al de la mirada que persigue
las corrientes del cielo.
Una mirada en abandono y viva,
si no una certidumbre pensativa,
atesora una duda;
su amor dilata en la pasión desierta
sueña en la soledad y está despierta
en la conciencia muda.
Sus ojos, errabundos y sumisos,
el hueco son, en que los fatuos rizos
de nubes y de frondas
se apoderan de un mármol de un instante
y esculpen la figura vacilante
que complace a las ondas.
La vista en el espacio difundida,
es el espacio mismo, y da cabida
vasto y nimio al suceso
que en las nubes se irisa y se desdora
e intacto, como cuando se evapora,
está en las ondas preso.
Es la vida allí estar, tan fijamente,
como la helada altura transparente
lo finge a cuanto sube
hasta el purpúreo límite que toca,
como si fuera un sueño de la roca,
la espuma de la nube.
II
Como si fuera un sueño, pues sujeta,
no escapa de la física que aprieta
en la roca la entraña,
la penetra con sangres minerales
y la entrega en la piel de los cristales
a la luz, que la daña.
No hay solidez que a tal prisión no ceda
aun la sombra más íntima que veda
un receloso seno
¡en vano!; pues al fuego no es inmune
que hace entrar en las carnes que desune
las lenguas del veneno.
A las nubes también el color tiñe,
túnicas tintas en el mal les ciñe,
las roe, las orada,
y a la crítica muestra, si las mira,
por qué al museo su ilusión retira
la escultura humillada.
Nada perdura, ¡oh, nubes!, ni descansa.
Cuando en un agua adormecida y mansa
un rostro se aventura,
igual retorna a sí del hondo viaje
y del lúcido abismo del paisaje
recobra su figura.
Íntegra la devuelve el limpio espejo,
ni otra, ni descompuesta en el reflejo
cuyas diáfanas redes
suspenden a la imagen submarina,
dentro del vidrio inmersa, que la ruina
detiene en sus paredes.
III
¡Qué eternidad parece que le fragua,
bajo esa tersa atmósfera de agua,
de un encanto el conjuro
en una isla a salvo de las horas,
áurea y serena al pie de las auroras
perennes del futuro!
Pero hiende también la imagen, leve,
del unido cristal en que se mueve
los átomos compactos:
se abren antes, se cierran detrás de ella
y absorben el origen y la huella
de sus nítidos actos.
Ay, que del agua el imantado centro
no fija al hielo que se cuaja adentro
las flores de su nado;
una onda se agita, y la estremece
en una onda más desaparece
su color congelado.
La transparencia a sí misma regresa
y expulsa a la ficción, aunque no cesa;
pues la memoria oprime
de la opaca materia que, a la orilla,
del agua en que la onda juega y brilla,
se entenebrece y gime.
La materia regresa a su costumbre.
Que del agua un relámpago deslumbre
o un sólido de humo
tenga en un cielo ilimitado y tenso
un instante a los ojos en suspenso,
no aplaza su consumo.
Obscuro perecer no la abandona
si sigue hacia una fulgurante zona
la imagen encantada.
Por dentro la ilusión no se rehace;
por dentro el ser sigue su ruina y yace
como si fuera nada.
Embriagarse en la magia y en el juego
de la áurea llama, y consumirse luego,
en la ficción conmueve
el alma de la arcilla sin contorno:
llora que pierde un venturero adorno
y que no se renueve.
IV
Aun el llanto otras ondas arrebatan,
y atónitos los ojos se desatan
del plomo que acelera
el descenso sin voz a la agonía
y otra vez la mirada honda y vacía
flota errabunda fuera.
Con más encanto si más pronto muere,
el vivo engaño a la pasión se adhiere
y apresura a los ojos
náufragos en las ondas ellos mismos,
al borde a detener de los abismos
los flotantes despojos.
Signos extraños hurta la memoria,
para una muda y condenada historia,
y acaricia las huellas
como si oculta obcecación lograra,
a fuerza de tallar la sombra avara
recuperar estrellas.
La mirada a los aires se transporta,
pero es también vuelta hacia adentro, absorta,
el ser a quien rechaza
y en vano tras la onda tornadiza
confronta la visión que se desliza
con la visión que traza.
Y abatido se esconde, se concentra,
en sus recónditas cavernas entra
y ya libre en los muros
de la sombra interior de que es el dueño
suelta al nocturno paladar el sueño
sus sabores obscuros.
V
Cuevas innúmeras y endurecidas,
vastos depósitos de breves vidas,
guardan impenetrable
la materia sin luz y sin sonido
que aún no recoge el alma en su sentido
ni supone que hable.
¡Qué ruidos, qué rumores apagados
allí activan, sepultos y estrechados,
el hervor en el seno
convulso y sofocado por un mudo!
Y graba al rostro su rencor sañudo
y al lenguaje sereno.
Pero, ¡qué lejos de lo que es y vive
en el fondo aterrado y no recibe
las ondas todavía
que recogen, no más, la voz que aflora
de una agua móvil al rielar que dora
la vanidad del día!
El sueño, en sombras desasido, amarra
la nerviosa raíz, como una garra
contráctil o bien floja;
se hinca en el murmullo que la envuelve,
o en el humor que sorbe y que disuelve
un fijo extremo aloja.
Cómo pasma a la lengua blanda y gruesa,
y asciende un burbujear a la sorpresa
del sensible oleaje:
su espuma frágil las burbujas prende,
y las prueba, las une, las suspende
la creación del lenguaje.
El lenguaje es sabor que entrega al labio
la entraña abierta a un gusto extraño y sabio:
despierta en la garganta;
su espíritu aun espeso al aire brota
y en la líquida masa donde flota
siente el espacio y canta.
Multiplicada en los propicios ecos
que afuera afrontan otros vivos huecos
de semejantes bocas,
en su entraña ya vibra, densa y plena,
cuando allí late aún, y honda resuena
en las eternas rocas.
Oh, eternidad, oh, hueco azul, vibrante
en que la forma oculta y delirante
su vibración no apaga,
porque brilla en los muros permanentes
que labra y edifica transparentes,
la onda tortuosa y vaga.
VI
Oh, eternidad, la muerte es la medida,
compás y azar de cada frágil vida,
la numera la Parca.
Y alzan tus muros las dispersas horas,
que distantes o próximas, sonoras
allí graban su marca.
Denso el silencio trague al negro, obscuro
rumor, como el sabor futuro
sólo la entraña guarde
y forme en sus recónditas moradas,
su sombra ceda formas alumbradas
a la palabra que arde.
No al oído que al antro se aproxima
que al banal espacio, por encima
del hondo laberinto
las voces intrincadas en sus vetas
originales vayan, más secretas
de otra boca al recinto.
A otra vida oye ser, y en un instante
la lejana se une al titubeante
latido de la entraña;
al instinto un amor llama a su objeto;
y afuera en vano un porvenir completo
la considera extraña.
VII
El aire tenso y musical espera;
y eleva y fija la creciente esfera,
sonora, una mañana:
la forman ondas que juntó un sonido,
como en la flor y enjambre del oído
misteriosa campana.
Ése es el fruto que del tiempo es dueño;
en él la entraña su pavor, su sueño
y su labor termina.
El sabor que destila la tiniebla
es el propio sentido, que otros puebla
y el futuro domina.