La otra Isabel, la historia de la única heredera de Moctezuma
Laura Martínez-Belli recrea la relación de la hija de Moctezuma Xocoyotzin en la novela histórica "La otra Isabel" (Planeta). Aquí una muestra de cómo la princesa se vuelve prisionera.
Grupo Editorial Planeta nos otorgó el permiso de reproducir un fragmento de la novela de Laura Martínez-Belli «La otra Isabel» (Planeta), ©️ 2021. En este capítulo, va entrelazando los hipotéticos pensamientos que rondaban a Moctezuma mientras va hilvanando los datos históricos de presagios del fin del imperio y muestra el íntimo vínculo con Copo de Algodón, Tecuizpo Ixcaxóchitl. La humanización de los personajes resulta un gran recurso para contarnos de los presagios, la atmósfera de la gran Tenochtitlan; en suma, del esplendor y el declive de la cultura azteca.
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Sinópsis
1521, el imperio azteca se derrumba. Tecuixpo, la hija favorita de Moctezuma, es hecha prisionera por los conquistadores españoles, quienes son responsables de la muerte de su padre y la sangrienta derrota de su pueblo. Ahora, bautizada como Isabel, se ve obligada a vivir según las costumbres y la religión de sus captores. Inmersa en un mundo de intriga, traición y muerte, la vida le tiene reservado un golpe final: su primera hija le será arrebatada por Hernán Cortés, el hombre al que más odia. Décadas más tarde, Leonor, una joven huérfana y mestiza, tendrá que enfrentarse a todos los que a su regreso a la Nueva España quieren mantenerla sometida para ocultarle la extraordinaria herencia que le corresponde.
La otra Isabel es la monumental aventura de la hija del último tlahtoani, quien perdió su nombre, su imperio y su familia, pero jamás se dejó vencer. En esta extraordinaria novela, Laura Martínez-Belli entreteje a la perfección la ficción histórica con el suspenso del thriller político más revelador.
Fragmento
Copo de Algodón
Tenochtitlan, año 1520
Tecuixpo Ixcaxóchitl, Copo de Algodón, caminaba deprisa por el palacio, seguida muy de cerca por su hermano Axayácatl. Ambos trataban de pasar desapercibidos por la guardia apostada en los rincones. Muchos españoles custodiaban el palacio construido por su abuelo Axayácatl, el padre de su padre Moctezuma Xocoyotzin, mucho antes de saber que un día el recinto sería cuidado por hombres extraños que habían venido del mar.
—Date prisa, Axayácatl —susurró la niña.
—No corras tanto, Tecuixpo.
—Caminas muy lento, los barbados nos descubrirán y no nos dejarán ver a nuestro padre.
—Nos descubrirán como sigas hablando. Guarda silencio.
No muy lejos de allí, Moctezuma recorría la habitación de lado a lado. Llevaba un año siendo prisionero en su propio palacio por los hombres del este, los causantes del desequilibrio, y la impaciencia comenzaba a recorrerlo entero. Pese a los intentos del tlahtoani, nada parecía hacerlos entrar en razón. Los barbados pedían oro para
aliviar un gran mal que les acechaba el corazón, y oro se les daba. Los barbados pedían comida y mujeres para saciar su apetito, y mujeres y alimentos se les daban. Los barbados pedían madera para hacer navíos y poder irse, y Moctezuma hacía talar árboles para proporcionar el material que les facilitara la marcha.
Así, manteniéndolos entretenidos con promesas de riquezas y avituallamiento, habían pasado meses y fases del calendario. Pero los barbados no partían. Moctezuma sopesaba si no sería la guerra la única opción. De declararla, moriría mucha gente y, además, los mexicas no libraban jamás guerras dentro de la ciudad. Tenochtitlan era un oasis alejado de la destrucción, del dolor y la pestilencia. Las guerras se hacían fuera de los territorios habitados, en las tierras fronterizas donde no había cultivos ni población.
Oculta tras una mueca de congoja, una sonrisa intentó asomarse a sus labios cuando pensó en la belleza y vastedad de sus dominios. En el sinnúmero de canoas que recorrían la ciudad desde el centro hasta los márgenes de los lagos, en la multitud de templos y palacios que sobresalían por la línea del horizonte y en las tres largas avenidas, infinitas como la distancia del suelo al cielo, que recorrían la ciudad de lado a lado. Pensó en el calmécac y en el gran templo de Tenochtitlan en donde los monarcas se recluían en tiempos de luto y en donde él, al enterarse de que aquel al que llamaban Malinche Cortés y sus barbados se encaminaban hacia Tenochtitlan, había permanecido durante ocho días en profunda oración.
A lo lejos se escuchaba el bullicio de trescientas mil almas, y Moctezuma cerró los ojos para percibir mejor el trajín de los mercados, el ir y venir del intercambio de frutas, de maíz, miel y frijoles, cacao, cacahuate, tabaco, hule y plantas medicinales de infinidad de formas y virtudes; la multitud de familias con hijos en brazos y a espaldas de sus madres cruzando los puentes de madera que atravesaban los canales y que en la noche se retirarían por estrategia militar y por protección de los lugareños a las barcazas recogiendo desperdicios y excrementos con los que fertilizar las chinampas, los acueductos en pleno funcionamiento, diques que abastecían con el agua dulce de los ríos a una población rodeada por el agua salada del lago de Texcoco.
Moctezuma abrió las aletas de la nariz para aspirar los olores que el aire de la ciudad arrastraba hacia él. Olores conocidos de flores mezclados con los picores de los chiles y del maíz tostado, venados asados en leña y vasijas de barro, peces traídos desde las costas, tan frescos que aún abrían y cerraban sus branquias. El tlahtoani pensó
por un momento que recluirse en su propio palacio junto a la alta nobleza y sus cientos de siervos era un bajo precio por resguardar la gloria de su imperio.
Moctezuma estiró el cuello y vio uno a uno de los dieciséis españoles que lo custodiaban en las puertas. A disgusto, soltó aire despacio. Esta situación no podía prolongarse mucho más. El hombre en la puerta, un moreno de barba tan cerrada que le cubría la boca y las orejas, alto como una montaña, evitó mirarlo directamente a la cara, pues —estaban avisados— a Moctezuma no se le podía mirar a los ojos. Y el tlahtoani podría estar preso desde hacía más de diez meses, sometido y humillado, pero ¿para qué tensar más la situación? El español se giró y dejó al hombre deambular en paz. No había pasado mucho tiempo cuando un proyectil de barro reventó en una de las paredes de las habitaciones.
—¡Será posible! ¡Quién va! —gritó el barbudo descomunal, antes de abandonar la puerta que custodiaba y salir corriendo.
Los pasos del hombre se desvanecieron en un eco pasillo abajo.
Moctezuma sonrió, porque reconocía muy bien los modos que sus hijos tenían para llegar hasta él. Desde el interior, ordenó con voz calma:
—Pasen, niños.
Los chiquillos entraron con cautela, paso a paso y sin correr, con la mirada gacha. A pesar de la travesura, aún mantenían el respeto impuesto desde pequeños al estar en presencia de su padre. Tecuixpo avanzó despacio, pero al alzar la cabeza Moctezuma pudo ver esa sonrisa que lo cautivaba, cruzando el rostro de la niña de oreja a oreja. Una sonrisa que rara vez mostraba en público. La niña saltó cual lince y se tiró al cuello de su padre para colgársele en un abrazo.
—Tecuixpo, no seas tan impulsiva, niña. Me vas a partir la espalda—dijo sin soltarla.
Moctezuma y Tecuixpo permanecieron en silencio unos segundos, juntando sus frentes.
Axayácatl, más prudente y de pie a su lado, notó la mano de su padre posarse sobre su cabello negro y brillante.
—Hijos míos, ¿cómo han estado?
La expresión de la niña se tornó dura como la obsidiana.
—Aburrida, padre.
—Pero cómo puedes aburrirte en este palacio, con todo lo que hay…
—Esto es una jaula, padre. No me gusta estar aquí atrapada.
Moctezuma se liberó de los brazos de la niña y la colocó en el suelo.
—A mí tampoco —contestó—, pero habremos de acostumbrarnos.
—No entiendo por qué no mandas a los barbados de regreso al mar.
—Algún día entenderás mis razones, Tecuixpo. Y no está bien que una hija juzgue a un padre.
Tecuixpo se clavó en la severidad de unos ojos que escondían muchas tribulaciones. Moctezuma no estaba acostumbrado a que lo mirasen así. A un tlahtoani no se le podía mirar a la cara, so pena de muerte. Sin embargo, a su hija no sólo se lo permitía, sino que incluso encontraba cierto placer al verse reflejado en sus ojos de piedra.
Aunque ahora se sentía incómodo. Sabía que los ojos de su hija lo escudriñaban en busca de respuestas que no podía darle.
—¿Iremos a la guerra?
—No si puedo evitarlo.
—¿A qué le temes? ¿No crees que nuestros guerreros águila y jaguar puedan vencerlos?
—No es temor lo que siento, Tecuixpo. Trato de comprender el mensaje de los dioses.
Tecuixpo resopló a disgusto. Axayácatl observaba a distancia prudencial. A pesar de ser mayor que Tecuixpo por dos años, nunca se había sentido con la confianza de hablarle a su padre como ella lo hacía. No por cobardía o timidez, sino porque Moctezuma le había otorgado a su hermana Copo de Algodón unas atribuciones que a nadie más permitía. Ni siquiera a su madre Tecalco la había oído dirigirse así a su esposo el tlahtoani. De pronto, Tecuixpo dijo algo que los dejó boquiabiertos:
—Quiero ir al calmécac, a estudiar como Axayácatl.
—Al calmécac sólo van los varones, Tecuixpo —protestó su hermano—; además, no querrás que los sacerdotes te inflijan sufrimientos para aprender a controlar el dolor del cuerpo.
En una especie de acto reflejo, Axayácatl se sobó los brazos marcados por las heridas de espinas de maguey.
—¿Y por qué no? Si tú puedes soportarlo, yo también.
—Las mujeres no están hechas para esos sacrificios, Tecuixpo —intervino Moctezuma.
—Yo no quiero ser una mujer que no soporta el dolor. Si Axayácatl puede hacerlo, yo también.
Moctezuma la contempló con la boca entreabierta porque algo parecido al miedo le recorrió desde la planta de los pies.
—No provoques a los dioses, Tecuixpo.
—Eso es injusto —protestó—, estoy segura de que soy tan fuerte como él. —Y señaló a su hermano—. Yo quiero ir al calmécac, a que me enseñen. No es sólo el dolor, es el conocimiento, padre. No quiero pasarme el día en el telar. ¿Por qué no puedo estar contigo cuando hablas con los barbados? ¿Por qué tenemos que escabullirnos por el palacio para venir a verte? ¡Por qué no podemos ser libres!
—¡Ya es suficiente, Tecuixpo! Aún eres muy pequeña. No debes meterte en asuntos que no te competen.
Tecuixpo alzó la barbilla, orgullosa.
—Pero creceré.
—Eso espero, capullo mío, pero hasta entonces, dedícate a tejer y escucha los consejos de tu madre. ¡Va a tener que trabajar mucho contigo!
Axayácatl intervino de pronto.
—Padre, ¿se puede guiar a un pueblo con todos en contra?
—¿Por qué preguntas eso, Axayácatl?
El niño bajó la mirada, avergonzado ante una respuesta que no fue capaz de dar. Para sorpresa de ambos, Tecuixpo respondió sin titubear:
—Dicen que te has vendido a los barbados, padre. Que tienes miedo.
Moctezuma tomó aire, como si estuviera por zambullirse en agua helada. Tecuixpo notó el encendido color de sus mejillas.
—Conque eso dicen, ¿eh?
Ambos niños guardaron silencio y clavaron sus miradas en el suelo.
—A ver, Tecuixpo, tú que quieres ir al calmécac, contesta: ¿Quién crees que sea mejor líder: uno que haga guerras o uno que las evite? —preguntó Moctezuma.
—Creo que sólo se evitan las guerras que se saben perdidas.
Axayácatl apretó los dientes y torció la boca. Su hermana estaba yendo demasiado lejos. Y sin embargo su padre le toleraba contestarle de esa manera. Lejos de sentir celos hacia su pequeña hermana, le maravillaba la seguridad que la investía. Secretamente, deseaba ser igual que ella.
—No le hagas caso, padre —intervino Axayácatl—, es sólo una niña.
—Soy niña, pero escucho cosas. La gente habla y yo escucho.
—¿Y quién dice que tengo miedo en el cuerpo, Tecuixpo? —preguntó Moctezuma.
Tecuixpo guardó silencio, intuyendo que su respuesta mandaría al dueño de esas palabras al sacrificio. No diría que alguna vez se lo había escuchado decir a su niñera Citlali, ni que no se hablaba de otra cosa entre la servidumbre. Mucho menos que Cuitláhuac, su tío, se reunía últimamente con los nobles señores de palacio, con alevosía, sigilo y ventaja a escondidas de los españoles. Clavó sus ojos de mirar lento en la expresión asustada de su padre, y por un segundo pudo verse reflejada en la oscuridad. En lugar de contestar, preguntó:
—¿Tú conoces al dios del que el barbado Malinche Cortés habla?
—Me ha hablado de él.
—¿Y cómo es?
Moctezuma cerró los ojos un instante antes de contestar.
—No es como nuestros dioses.
Moctezuma se giró y les dio la espalda a los niños. Las ideas que lo atormentaban volvieron a invadir su corazón. Las preguntas de sus hijos no hacían sino avivar sus dudas, sus pensamientos. Trataba de ser ecuánime, sereno, trataba de no precipitarse, pero lo cierto es que llevaba un año siendo prisionero de Cortés en su propio palacio.
Les había abierto las puertas, los había recibido con honores, y no bastándoles estar hospedados en el palacio de Axayácatl, Cortés quería destronar a los dioses del Templo Mayor y colocar en su lugar la imagen de una mujer. No de una diosa como Coatlicue, sino de una mujer con la piel pálida del maíz sin cocer.
—Es nuestra santísima Virgen María, madre de Dios —le explicó Cortés.
—Nuestro dios ya tiene madre, Coatlicue —replicó Moctezuma.
—Pero la nuestra es santa. Tuvo a su hijo, Dios Nuestro Señor, sin intervención de varón.
—Lo mismo la nuestra, tuvo a Huitzilopochtli sin intervención de varón, nacido de una pluma de pájaro.
—Pero mirad, qué hermosura de señora la nuestra, ¡y la vuestra es una aberración de serpientes y calaveras!
Llegados a este punto, Moctezuma hacía esfuerzos sobrehumanos por no sacarle el corazón de cuajo ahí mismo, decapitarlo, desmembrar su cuerpo y hacerlo rodar escaleras abajo por su insolencia.
—¿En qué piensas, padre?
—En nada, Copo de Algodón.
Y entonces, se dio media vuelta sólo para toparse con la mirada inteligente de su hija predilecta. En la boca de Moctezuma la saliva flotaba como baba de nopal. Le supo a bilis, pues temió por ella. Por su Tecuixpo Ixcaxóchitl. La única capaz de acariciarlo sin permiso, la niña que se había colado en su corazón. Ni siquiera por su esposa Tecalco —su esposa oficial desde antes de ser tlahtoani y la madre de su prole— profesaba el cariño que le despertaba su pequeña, frágil y amada Copo de Algodón. Por ella sentía el capricho con el que los dioses habían creado a las orquídeas haciéndolas brotar entre lo inhóspito.
Y por esa misma razón el miedo a perderla era un dolor que jamás se atrevía a manifestar, pero que se le colaba por los huesos como el agua horadaba la piedra, poco a poco y sin posibilidad de regeneración. »Amar mucho es temer mucho», le había mal aconsejado una vez su padre. Y Tecuixpo en mala hora había nacido para ser tan querida. La amaba mucho y temía mucho.
A veces Moctezuma se preguntaba si la querría tanto a causa de los funestos presagios que acompañaron al año de su nacimiento, como si un instinto ancestral intentara proteger a su recién nacida de los males que —estaba seguro— le acecharían.
Su hija contaba casi diez años y aún recordaba con espanto el resplandor de ese rayo que, sin lluvia que lo anunciase, cayó sobre el templo del dios del fuego y del calor, haciendo retumbar el miedo en su interior. El rayo cayó sobre la imagen del dios Xiuhtecuhtli, a quien habían adornado con los atributos de Moctezuma. Así, mal rayo partió al tlahtoani. Ése fue sólo uno de la gran cantidad de presagios que se sucedieron en el tiempo con el mismo rigor con el que se cuentan los palos de una baraja, diez conejos, once cañas, doce pedernales, trece casas. Un funesto augurio punzó el cielo que goteaba como si llorase fuego. Comenzó en el año 1-Casa y durante todas las noches de ese tiempo sólo el amanecer hacía desaparecer la luz que contrarrestaba la oscuridad. La gente se levantaba de sus camas para contemplar esa espiga de fuego que arrojaba frío y miseria.
Las heladas causaron hambrunas y la gente ve a sus cosechas destruidas, frutos congelados sin caer de las matas. Y cuando el frío dio una tregua a los habitantes de Tenochtitlan, en el cielo apareció una estrella con forma de saeta. Salía por donde el sol se ponía y recorría el cielo cual flecha, echando chispas. Los sacerdotes presagiaron muerte y hambre donde la saeta de fuego cayese.
Por las noches Moctezuma soñaba que el cometa lo atravesaba y despertaba empapado en su propio espanto. No le alcanzaban los ritos y los rezos para sacarse el miedo del cuerpo. Intentaba comprender los augurios, malos todos ellos, pero sabía que no llegaría a entenderlos del todo sino hasta que no los viera realizarse, y entonces ya sería tarde. De poco servían las interpretaciones de los sacerdotes que, sin atreverse a mirarle a la cara, vaticinaban el final de su imperio.
Eso ya lo sabía, para algo había estudiado en el calmécac, como todos los hijos de nobles aztecas. Ya lo sabía él, que se punzaba con púas de maguey hasta sangrarse en penitencia. Lo que quería saber era por qué el lago hervía y anegaba las casas, por qué la diosa Cihuacóatl los atormentaba por las noches con sus bramidos y llantos lastimeros, gritando »¡ay, mis hijos! ¿A dónde os llevaré?», anunciándoles con angustia que de señores pasarían a ser siervos, y de nuevo escuchaban en medio de la noche «¡ay, hijos míos, vuestra destrucción se acerca!», erizándole los pelos de la nuca a quien aguzaba el oído.
Pero lo que más impresionó a Moctezuma, más que el cielo vomitando fuego, más que el lago hirviente, más que los templos ardiendo, más que las tormentosas voces de la diosa en medio de la noche, fue un presagio que hizo ver al tlahtoani que, hiciese lo que hiciese, su hora había llegado.
Unos pescadores sacaron un animal del agua, atrapado entre las redes. Era un pájaro del tamaño de una grulla. Los pescadores lo reconocieron enseguida como un portento mensajero de presagios y lo llevaron ante Moctezuma. En la cabeza del pájaro, al centro de su mollera como una nuez, relucía un espejo. Moctezuma tomó al pájaro ceniciento y lo alzó para ver su reflejo en una espiral que, de pronto, empezó a girar.
Lejos de asustarse, Moctezuma entornó los ojos para no perderse el prodigio. En el espejo contempló constelaciones de estrellas. El pulso le palpitaba en la sien. No pestañeaba, hipnotizado por la visión de las estrellas en el espejo.
Y de repente, aparecidos tras la oscuridad de la noche, unos hombres avanzaban a empellones, corriendo a toda velocidad, montados en unos venados sin astas. Donde antes se alzaban los templos vio montones de piedras de tezontle desparramadas por el suelo, cuerpos sin vida de niños, jóvenes, mujeres y ancianos infectados de pústulas, unos encima de otros sin pudor, montañas de brazos y piernas, volcanes expeliendo muerte, construcciones en llamas, cuerpos atravesados por espadas o marcados por las macuáhutil, macanas con dientes de obsidiana que mordían como cocodrilos. Olor a putrefacción. El silencio roto por gritos de espanto, por el llanto de los sobrevivientes. Horrorizado por la visión, Moctezuma soltó al pájaro, que cayó a sus pies.
—¿Qué has visto, huey tlahtoani? —le inquirieron sus sacerdotes.
—Nuestra destrucción —balbuceó.
Un sacerdote recogió el pájaro del suelo y se asomó a la nuez de la mollera. Allí no había nada. Ni espejo, ni estrellas, ni muerte. Pero Moctezuma sabía, muy a su pesar, que no había imaginado aquello. El barbado que custodiaba la puerta apareció de pronto y carraspeó dos veces antes de decir en voz ronca:
—¡Eh, vosotros! No podéis estar aquí.
Ninguno de los tres entendió una palabra, pero comprendieron lo que la presencia de ese hombre significaba. La visita había terminado.
La otra Isabel (Planeta), ©️ 2021. Laura Martínez-Belli, ©️ 2021. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.