Un día en campos menonitas
Conoce cómo vive la comunidad pruso-canadiense que, en el corazón de la entidad chihuahuense, encontró un espacio ideal para proliferar y producir uno de los quesos más ricos de la región del norte de México.
Apenas 60 kilómetros separan a ciudad Cuauhtémoc de La Quemada, un trayecto que, ininterrumpido, no debe tomar más de una hora y media. Pero en los campos que cercan la carretera Chihuahua 5, no hay prisas y en cada desviación se descubre otro México: uno en donde la mantequilla se hace fresca en casa todos los días y los niños son políglotas, donde las direcciones cambian los nombres de próceres revolucionarios por campos numerados e imperan los ojos azules.
Es el México menonita, el de los inmigrantes pruso-canadienses que llegaron en la época de Obregón y probaron las fértiles tierras de las que todos desconfiaban. Casi un siglo después, en los campos de las colonias Swift Current y Manitoba, así es como pasan las horas.
9:00 horas
Cuauhtémoc quedó atrás. En los costados de la carretera se acabó el país al que estamos acostumbrados. Las paredes en colores fosforescentes y los terceros y cuartos pisos a medio hacer de pronto se convirtieron en graneros prefabricados, medidores de viento y casas con techos triangulares al estilo gringo. Es más, ni siquiera se ven rótulos electorales, sólo uno que otro anuncio con nombres germanos promocionando la venta de artículos para el trabajo del campo.
9:50 horas
En un letrero poco pretencioso se lee: Museo Menonita. Es todavía temprano y como es un día entre semana, en el interior sólo están una pareja, sentada, y dos mujeres que limpian y ordenan prendas y muebles que parecen salidos de una película de época. Se trata de un granero rojo enorme, réplica de las primeras casas que los inmigrantes pioneros construyeron a su llegada al país. Es sencillo y cada habitación se representa a sí misma: en la cocina hay un descremador casero para hacer mantequilla; en la despensa, decenas de conservas apiladas y en las recámaras se exhiben muñecas de porcelana, cunas de madera y overoles con etiquetas blancas -que no dicen nada- bordadas al frente, algunos objetos traídos desde Rusia y Alemania y otros ya fabricados en México; eso sí, todos hechos a mano por ellos mismos.
Nos quedamos viendo un par de pantuflas con suelas de madera y lo que parece cuero. Una de las señoras se acercó y mientras las miraba dijo: “A este par le tengo mucho cariño, eran de mi abuelo, él las hizo”. Las chanclas son sólo un detonador afortunado porque después nos compartió sin inhibiciones un poco de su historia y la del lugar donde estamos parados. “La caballeriza y granero están conectados a las casas porque los menonitas que llegaron venían de climas muy fríos. Dejar el establo fuera implicaba morir congelado en el intento, nunca se les hubiera ocurrido. Pero bueno, algunas cosas han cambiado. Yo hablo español y tengo una televisión en mi casa, eso tampoco se les hubiera ocurrido nunca”.
11:45 horas
Las últimas dos horas y cacho habían sido muy ricas, pero no dejaba de ser una experiencia de aparador. Dejamos el museo en busca de más y en el camino paramos para comer algo. El restaurante se llama Farmer’s Café y está al borde de la carretera, en un tramo al que se conoce como Corredor Comercial Cuauhtémoc. En una de las mesas había una pareja de viejos que almorzaban sin cruzar palabra, en otra una familia de seis integrantes en la que repentinamente se escuchaba algo en alemán, en una más estaban tres hombres, típicamente norteños, con sus mostashos, sombreros y ajúas, y en la otra, nosotros. El menú es todavía más multicultural que los comensales: burritos de machaca, chimichangas, sommaborscht -una sopa tradicional preparada con caldo de verduras, papa en trozos y salchicha ahumada- y pay de nieve. Una de las chicas que atiende el local debe haber leído desconcierto en nuestros ojos porque se acercó para explicarnos los platillos.
Probamos un poco de todo y cuando pedimos la cuenta, Tina, la dueña del restaurante, nos llevó un poco de tarta de rubarbo. “La cocinamos en mi casa con el rubarbo que sembramos en nuestro huerto”, nos dijo. Una pregunta llevó a otra y 15 minutos después, Tina, ya sentada con nosotros, se ofreció a llevarnos a conocer las escuelas de la colonia.
12:55 horas
El recreo recién terminó. Es como cualquier colegio: niños y niñas persiguiendo balones y practicando obras de teatro. Aunque es, por su esencia menonita, un colegio religioso, forma parte de la corriente liberal y se siente bastante relajado. Nuestra presencia despertó la curiosidad natural en los niños que nos presumieron -y no es para menos- que hablan español, inglés, “alemán culto” y “alemán bajo” y posaban desinhibidos para un retrato.
13:40 horas
Manejamos 10 minutos y llegamos a otra escuela. El panorama era completamente distinto. En un pasillo, en el que sólo se escuchan nuestros pasos, colgaban mochilas y los sombreros tradicionales que usan las niñas. De una clase salió un chico, seguramente iba al baño, y nos miró con una mezcla de extrañeza y desconcierto. En esta escuela no hay uniforme, pero todos visten a la usanza tradicional menonita y hablan entre ellos en alemán más que en inglés o español. Esto se explica porque esta institución pertenece a la corriente conservadora.
Entramos a uno de las salones: niñas de un lado, niños del otro y silencio en los dos. Sólo se escuchaba la voz de quien responde a la maestra, mientras, todos esperaban callados y con las manos cruzadas sobre la mesa. Parecía un examen, pero al salir nos enteramos que se trata sólo de una clase habitual de biblia.
17:00 horas
Nos despedimos de Tina en su casa. Nos llevó para enseñarnos su huerto y árboles de manzana. Nos dirigimos entonces a casa de don Abraham. Probablemente el personaje de la comunidad menonita más popular al exterior. Él se ha encargado por años, además de ordeñar vacas, a difundir su cultura fuera de los campos. Nos esperaba, en compañía de un amigo, con un poco de sotol de la sierra, un destilado de la región que él no toma porque, después de estar un rato con nosotros, tiene que ir a la iglesia a dar unas clases para jóvenes con las que le está ayudando su esposa.
Pero en esta ocasión, más que las historias, Abraham nos enseñó lo que hace todas las tardes de su vida. Era hora de ordeñar a las vacas por segunda y última vez en el día. Lo acompañaban dos perros y un gato. Es una escena campirana tan de película, que parecía mandada a hacer. “Ya utilizamos máquinas eléctricas para ordeñar a las vacas, aunque es menos romántico, me ha hecho la vida más fácil”, y luego de terminar, vertió todo el contenido por medio de un sistema de embudos, ése sí, muy rudimentario, en una cubeta. Después un camión de la cooperativa -de la que forman parte la gran mayoría de familias en la colonia- pasará por los litros de leche fresca y se los llevará a la quesería.
19:30 horas
La familia de Peter nos abrió su casa para pasar la noche. Nos esperaban para cenar, así que apenas nos instalamos, fuimos al comedor. Todo estaba servido y antes de empezar, con los codos recargados en la mesa, cada quien oró en silencio. Para cenar había ensalada, pollo, aguacate, tortillas y, por supuesto, queso y algunas conservas. La plática fue casi todo el tiempo con los hombres de la casa: hablan español y son más extrovertidos, pero en una que otra ocasión las mujeres también participaron.
Al terminar nos fuimos a la sala y conversamos por una media hora. A nosotros nos intrigó tanto su tranquilidad como a ellos el funcionamiento del metro de la Ciudad de México. Ya pasadas las 21:00 horas, era ya hora de dormir. El día siguiente, como todos, empieza muy temprano.
5:50 horas
No había salido el sol y ya se escuchaba movimiento. Las mujeres dejaban la mesa lista para el desayuno mientras que los hombres ya estaban afuera preparando la paja para dar de comer a vacas y becerros. Unos minutos después, cuando toda la familia está reunida afuera, comienzan a ordeñar. Son cerca de cuarenta y terminar con la labor toma casi una hora. Cuando acaban, vuelven a la casa para desayunar. Hay mermeladas caseras, mantequilla de verdad y otra vez, queso.
La casa estaba impecable de brillosa, y además no hay gran cosa que limpiar, así que, antes de partir, preguntamos: “¿Y qué harán el resto del día?” Su respuesta nos recordó que el ritmo de la vida de ciudad a veces es cegador, y que estar sentados por unas horas, es, de hecho, una actividad que requiere tiempo. “Esto que estamos haciendo ahora, hasta que sea momento de ordeñar a las vacas de nueva cuenta”.
Contactos
Farmer’s Café
Campo 101, Colonia Vianna, Cuauhtémoc.
Tel. 01 (625) 582 1210.
Museo y centro Cultural Menonita
Km 10, Carretera Cuahtémoc-Álvaro Obregón.
Tel. 01 (625) 583 1895.
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