Pan de muerto, una manera “dulce” de conocer México
El mes de octubre en México es un mes de perdición, ¿quién puede controlar la tentación de comer este pan dulce? Yo, no.
Hace poquitos días les contaba cómo viví y sigo viviendo cada año la llegada del Día de Muertos. Una de mis fechas favoritas del calendario, que ayuda a todos a recordarnos que la vida está para vivirla, y que la muerte, es mucho más que un adiós.
Octubre no sólo me gusta porque llegan ellos, los que se fueron. No sólo porque México luce en todos los lugares del mapa de un naranja brillante con la flor de cempasúchil. También me gusta porque es tiempo de disfrutar sin control alguno del pan de muerto. Y es que, cuando pasa la fecha, ¡hay que esperar otro año para saborearlo!
Junto a mi primer Día de Muertos, hace tres años, llegó ésta delicia que se convirtió en un gran descubrimiento. Comencé a ver que los supermercados, las panaderías, TODO, se llenaban de esos panes con forma “extraña” que yo no conocía. Y que no podría dejar pasar como curiosa profesional que soy, es imposible para alguien como yo no probar TODO lo que –yo no tengo la culpa- lleva mi nombre puesto o me llama desde las panaderías, supermercados, TODO eso que pasas al lado y te hace morir de antojo.
Las primeras piezas
Siempre me han dicho que donde fueres haz lo que vieres, así que, como buena chica y bienmandá que diríamos a la española, tomé mi charola y deposité cuidadosamente mis primeras adquisiciones. ¿Qué más podía hacer? Obvio, N-A-D-A.
Supe, en ese primer bocado que di, que estaba perdida. Uno sabe esas cosas, sabe que ante las causas perdidas es mejor sucumbir y no pelear, dejarse llevar aunque sea a la deriva y preocuparse después de qué pasará. No voy a mentir, había días que perdía la cuenta de los panes de muerto que podía comer. ¡Es literal! Yo sólo podía pensar en llegar a casa, sentarme y disfrutar de ese sabor a agua de azahar que, además, me recordaba a casa, pues es uno de los ingredientes del Roscón de Reyes español, propio del Día de Reyes.
Comerlo así, solito, claramente no era la opción más apropiada, como todos los que están leyendo estas palabras estarán de acuerdo conmigo. Así que no me quedaba más remedio, un gran sufrimiento, lo sé, que prepararme alguno que otro –o muchos- chocolates de Oaxaca. ¿A quién no se le antoja ya en la tardecita, cuando la noche comienza a llegar, un pan y un chocolate? No mientan, sé que a todos.
Después del pan…
Al pasar los días y después de hacerme fan del pan de muertos. Yo notaba como mi ropa pues parecía, así, ligeramente , que estaba como más ajustada, sin embargo mi mente me decía: “es un efecto de la altura de la ciudad, que todavía no estás acostumbrada, tú no te preocupes”. Y entonces yo le hacía caso, porque recuerden soy bienmandá, seguía comiendo y comiendo, como si fuera lo único que pudiera hacer en mi vida. Una muerte dulce, claro.
Cuando pasó la temporada, y mi amado compañero de tardes otoñales comenzó a desaparecer de los supermercados, de las panaderías, de todos lados, mi corazón sintió una gran punzada de tristeza sabiendo que pasaría un año hasta volver a reencontrarnos. ¿Qué haría ahora sin él? ¿Cómo pasaría mis horas? ¿Qué sería de esos chocolates oaxaqueños solitarios?
No habían pasado días cuando me di cuenta que el pan de muerto no se había ido, no me había dejado sola, no no no, al revés, me dejó con unos kilos de más para que lo recordara. Lo que no imaginaba es que el pan de muertos es sólo el inicio de una temporada de comilonas que no termina hasta enero o quizá febrero.
Ahora, sigo amando el pan de muerto, pero un poquito menos fuerte que en nuestro primer encuentro. Así son los amores, intensos a ratos. Y así es México, ese lugar que te recuerda que elegiste un mal país para estar a dieta.