Ropa y clase en los festejos del centenario - México Desconocido
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Arte y Artesanías

Ropa y clase en los festejos del centenario

Ropa y clase en los festejos del centenario fifu

En cierta ocasión, Daniel Cosío Villegas afirmó que la sociedad mexicana del ocaso porfiriano había sido fielmente retratada por las fotografías y películas en blanco y negro.

Los poderosos y la clase media –decía– vestían la levita, un saco negro que les llegaba casi hasta las rodillas, realizado en paño y con solapas de seda. Mientras tanto, indios y campesinos portaban camisa y pantalón de manta blanca.  Sin duda, en cuestiones sociales los contrastes eran manifiestos, pero en materia de vestimenta existía, además del blanco y del negro, toda una gama de colores que nunca pudieron ser captados por la albúmina y el nitrato de plata.

Desde siempre, la ropa ha sido un código social, un recurso para hacer evidente la clase a la que se pertenece. Sin embargo, en el México de principios del siglo XX, la ropa trataba de ser también un indicador ante el mundo del alto grado de civilización que, en treinta años de dictadura, se había alcanzado.  Los empeños por “civilizar” a los mexicanos en lo referente a su vestimenta comenzaron alrededor de 1887, cuando las autoridades se fijaron la meta de “pantalonizar” a los indios y mestizos que hasta entonces se habían ataviado con un simple calzón de manta. Penas y multas se impusieron a quienes no se cubrieran con pantalón; se dijo inclusive que su uso favorecía a los pobres que al ser conminados a portarlos, gastaban más dinero en esa prenda y mucho menos en los elíxires que se expendían en las cantinas, pulquerías y piqueras.

En realidad, los verdaderos beneficiarios de las leyes pantaloneras fueron “La Hormiga”, “Río Blanco” y demás fábricas de textiles, que de esa manera vieron incrementada la demanda de las telas que producían.  Al iniciarse los festejos por el primer centenario del inicio de la guerra de independencia, los responsables de las garitas que resguardaban los accesos a la Ciudad de México recibieron la orden de impedir el ingreso de todo aquel que no vistiera pantalones. Naturalmente, también podrían llevar sombrero de ala ancha, paliacate y sarape de colores, así como chaquetín o chaparreras de gamuza o carnaza, pero jamás calzones. Las mujeres deberían vestir con similar decencia, portar faldas largas blancas o de colores, blusas recatadas y rebozos en tonalidades sobrias. 

Por su parte, la indumentaria de los poderosos incluía, además de la levita, frac, smoquin y sacos en tweed para las ocasiones informales, con una paleta que sumaba al negro el azul, café, gris Oxford, verde seco, beige, blanco y marfil. El caballero vestía trajes conforme lo obligaba la ocasión y el momento del día. Complemento obligado era el sombrero, que debía ser, según el caso, de copa, bombín o cannotier. Finalmente, la pertenencia a una clase privilegiada se hacía evidente en la opulencia o austeridad de los anillos, relojes, leontinas y fistoles, así como en los puños de los bastones o paraguas, y en la calidad de las corbatas y foulards de seda.  Damas a la vanguardia    

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Si bien el atuendo masculino sufrió pocos cambios en su línea durante el tránsito entre siglos, el de la mujer, en cambio, experimentó grandes transformaciones a partir de 1906. En ese año, el diseñador francés Paul Poiret comenzó a suprimir el uso del corsé que había imperado en la moda femenina desde mediados del siglo XIX, a fin de emancipar la silueta de las damas para vestirlas con moaré y shantung de seda en colores pastel o tonalidades que iban del beige al marfil. Los drapeados y encajes de alençón y chantilly servían para el ornato, al tiempo en que las estolas de tul y las capas o abrigos, interpretados con telas pesadas adornadas con pieles y plumas, eran el obligado complemento. 

Los cuadros de pintores fauvistas como Maurice Vlamick y Raúl Dufy, popularizaron el empleo de colores intensos en el vestir. Asimismo, el triunfo que el Ballet Ruso tuvo en París durante 1909, puso de moda las indumentarias con influencia oriental, copiadas de las coreografías montadas por Serguei Diaghilev. Surgieron así los vestidos que imitaban los pantalones de harén y tenían forma de “tubo”, obligando a la mujer a caminar con pequeños pasos y a mantener el equilibrio cuando los acompañaban con amplios sombreros.  Los vestidos de lino combinados con encajes y bordados eran aconsejados para lucirse por las mañanas en el hogar, en el garden party, el hipódromo o bien durante los días de campo. El traje sastre en azul marino, gris acero, marrón o verde, era ideal para ir de compras o para los eventos sociales matutinos o vespertinos, como inauguraciones, visitas campestres, compras y paseos al atardecer. Sin embargo, era en la noche cuando las visitas al teatro o a la ópera, la presencia en recepciones y saraos, hacían brillar el chiffon, el shantung, las gasas, rasos y tafetas de seda, bordados con hilos de oro y plata e incluso con aplicaciones de cristal y perlas. 

El trousseau para las grandes ocasiones podía ser también de tul, bordado con diseños arabescos finamente realizados, y acompañado con tiaras y diademas que sostenían el peinado. La cola del vestido era reducida, a diferencia de lo acostumbrado en los vestidos de las postrimerías del siglo XIX. Los trajes de baile podían ir acompañados con velos de tul en colores claros, adornados con perlas, mientras que los corpiños contaban con un corselete alto y las mangas se llevaban hasta la mitad del brazo.  Para dar mayor realce a los peinados, era común el uso de extensiones, trenzas y postizos. Sobre ellos se colocaban los inmensos sombreros, en los cuales abundaban como ornamento los manojos de rosas, los aigrettes de plumas blancas y los galones de seda rodeando la copa. Los materiales con que se fabricaban eran el fieltro, la paja e incluso algunas pieles que hacían juego con el par de guantes manufacturados con el mismo material.

Dicha prenda era tenida por muy útil y práctica en todos los actos de la vida; los guantes de soirée debían ser blancos, grises o negros y si se iba a la ópera, era conveniente usarlos de seda, que cubrieran media mano, subieran más arriba del codo y combinaran con un elegante abanico.  El Centenario: vanidad momentánea    

El empeño por reproducir en México a la sociedad europea permitió que en poco tiempo las fiestas y recepciones de los poderosos compitieran en belleza y opulencia con los salones de la princesa Matilde Polignac, o las condesas Haussonville, Potocka y Guerme, descritos por Proust. No obstante, la consagración de tales empeños tuvo lugar durante las fiestas del Centenario de la Independencia de México, que se desarrollaron entre el 1° de septiembre y el 4 de octubre de 1910. En ese lapso se llevaron a cabo inauguraciones de edificios públicos, exposiciones artísticas y comerciales como las de España y Japón, desfiles militares y de carros alegóricos, fiestas con fuegos artificiales en el Zócalo, garden parties y lounges campagne en Xochimilco y en el Bosque de Chapultepec, banquetes como el del Casino Español y el memorable baile en el Palacio Nacional. 

En aquella ocasión, entre los caballeros, los uniformes militares dominaron la escena, aderezados con condecoraciones y entorchados, seguidos en elegancia por los fracs y los jackets. El atuendo de las damas destacó por su esmerado corte y por la riqueza de sus bordados, al tiempo que las joyas denotaban la opulencia de quienes las portaban. Según la crónica oficial, durante el gran baile en el Palacio Nacional, celebrado el 23 de septiembre, “la enumeración de las muy honorables señoras y señoritas que asistieron, así como la de sus elegantísimos toilettes, ocuparon grandes columnas de la prensa diaria.

Trajes debidos, muchos de ellos, a los más afamados modistos de París, joyas de gran valor, tocados artísticos, seductoras bellezas y suprema distinción se conjugaron para dar brillo a esta fiesta excepcional”.  Entre los asistentes a esta recepción se encontraba Nemesio García Naranjo, quien estuvo atento a los atuendos, y así nos dejó en su diario una descripción: “La procesión era majestuosa por el lujo y la magnificencia de los trajes femeninos, por los uniformes vistosos de los militares y por las casacas elegantes de los diplomáticos. Recuerdo que doña Carmen Romero Rubio de Díaz lucía un traje de seda recamado de oro y llevaba en el centro del corpiño un gran broche de riquísimos brillantes; más brillantes aún fulguraban en su diadema, mientras en el cuello cintilaban varios hilos de gruesas perlas. Lady Cowdray se distinguía por sus valiosísimas alhajas, pero la que más deslumbraba por sus joyas era doña Amada Díaz de la Torre: diadema, broches, collares, brazaletes, pulseras, todo tan adecuado a su hermosura y a su distinción que se pensaba en una princesa de Oriente”.  ¿Díaz, o Madero?    

El esplendor no pudo ocultar del todo la inconformidad social y los vientos de cambio. Durante el brindis que se ofreció tras la ceremonia del Grito de la Independencia en la noche del 15 de septiembre, Federico Gamboa platicaba con Karl Bünz, embajador especial de Alemania. Al observar la fiesta popular que se desarrollaba en la Plaza Mayor, se percataron de que una muchedumbre avanzaba hacia el Palacio. Se escucharon algunas detonaciones que Gamboa explicó como “cohetes o tiros disparados al aire por el júbilo que la fecha provocaba”. Después, se oyeron ovaciones a Francisco I. Madero, y sobre el particular, el autor de Santa relata:  –¿Qué gritan?– me preguntó Bünz.–Vivas a los héroes muertos y al presidente Díaz– le dije.–Y el retrato [que enarbolan], ¿de quién es?– tornó a preguntarme.–Del general Díaz– le repuse sin titubeos.–¡Con barbas!– insistió algo asombrado Bünz.–Si, le mentí con aplomo, las gastó de joven, y el retrato es antiguo–.  Todas estas falacias cayeron como efímera utilería al poco tiempo de concluidos los festejos.

Menos de dos meses después, Francisco I. Madero encabezó una revolución que derrocaría al anciano dictador. Tras un fallido intento por hacer valer la democracia, en marzo de 1913 Madero fue derrocado y poco después dio inicio la lucha armada. En la bola participaron los guerrilleros, vestidos ya por costumbre con el pantalón de manta que les impusiera el antiguo régimen. Junto a ellos estuvieron las soldaderas con sus faldas y blusas multicolores con rebozo y con listones entrelazados a las trenzas, con sus huaraches y, en muchos casos, con los trousseau de fiesta, corseletes, mantones de tul, amplios sombreros con plumas o rosas de seda, estolas y abrigos obtenidos tras el ataque a las haciendas y portados como trofeos de guerra. De esta manera, durante algunos años, la ropa perdió todo sentido de identificación social; los otrora elementos distintivos de la rígida estructura clasista del porfiriato, los “blanco y negro” a que hiciera referencia don Daniel Cosío Villegas, lograron matices alentadores de la democracia. 

Fuente   : México en el Tiempo No. 35 marzo / abril 2000 

autor Conoce México, sus tradiciones y costumbres, pueblos mágicos, zonas arqueológicas, playas y hasta la comida mexicana.
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