Tingambato y los pueblos antiguos de Michoacán
Al terminar su primer día en las excavaciones arqueológicas de Tingambato, don Severino regresó a su casa muy alegre por la buena impresión que le había causado el jefe del proyecto.
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El nuevo jefe era un joven investigador de origen japonés que se había formado junto al famoso arqueólogo mexicano Román Piña Chan, quien personalmente le había encomendado la realización de las exploraciones en aquella zona del estado de Michoacán, de la cual prácticamente no se tenía antecedente alguno.
La familia de don Severino la componían, además de su esposa y de una tía de edad avanzada, sus tres hijos: una jovencita que estudiaba enfermería en la ciudad de Morelia y dos gemelos varones que cursaban la escuela secundaria, quienes lo recibieron para compartir la cena. Jacinto, que era el más interesado en la historia de los antiguos purépechas, le preguntó a su progenitor acerca de lo que empezaban a encontrar.
Para sorpresa de los comensales, don Severino comentó que los arqueólogos, en sus primeros recorridos de superficie, habían encontrado pedazos de cerámica correspondientes a tiempos muy antiguos: al mundo Clásico del centro de México (del año 200 al 600 d.C.), cuando floreció la gran ciudad de Teotihuacan, que irradió su cultura por una extensa superficie del territorio mesoamericano.
Jacinto, inquieto por los relatos de su padre, preguntó después a su maestra de historia si en verdad habían existido pueblos anteriores a los purépechas, cuyo dominio era conocido, en muchos libros, como el imperio de los tarascos. La profesora, oriunda de Michoacán, avezada lectora de libros y revistas que trataban sobre las antiguas civilizaciones prehispánicas, aprovechó la natural curiosidad del jovencito para comentar con todo el grupo los hallazgos arqueológicos más recientes, en relación con las culturas que antecedieron al pueblo purépecha.
Jacinto y sus compañeros escucharon atentos el relato. En 1974 el arqueólogo Arturo Oliveros descubrió, en un sitio llamado El Opeño, varias tumbas con cámaras subterráneas anteriores a la tradición de las “tumbas de tiro” del occidente de México. Las fechas, obtenidas mediante carbono 14, daban una increíble antigüedad de 1 500 años antes de la era cristiana. Indudablemente, este hallazgo hacía remontar muchos siglos atrás el pasado arqueológico del estado de Michoacán; El Opeño se ubica en la fase cultural del Formativo temprano (1500-500 a.C.) en el desarrollo mesoamericano.
Los arqueólogos llaman periodo Preclásico o Formativo al momento histórico en que los pueblos prehispánicos vivían en aldeas y dependían fundamentalmente de los cultivos agrícolas. Como en otros lugares contemporáneos de Mesoamérica, ahí también se encontraron cerámica y pequeñas estatuillas de arcilla que constituían la ofrenda de estos entierros múltiples; sin embargo, lo más notable fue un conjunto de figurillas que representaban a jugadores de pelota y a sus acompañantes, en actitudes dinámicas que recreaban el famoso deporte ritual que se practicaba en aquella época, golpeando el esférico con bastones, o bien, en otras regiones, con la cadera y el antebrazo. Los investigadores consideran esta ofrenda como la representación más antigua de jugadores de pelota en la arqueología mexicana.
Las imágenes descritas por la profesora provocaron que los alumnos sintieran cierto orgullo por su rica herencia cultural. A continuación la maestra habló de la cultura Chupícuaro, nombre que sonaba más familiar a los oídos de los muchachos. “¿Está en Michoacán?”, interrogó uno de ellos. “Los hallazgos más importantes se hicieron en Guanajuato, pero el estilo cerámico se extendió no sólo por Michoacán sino que incluso llegó hasta los valles del Altiplano central mexicano”, contestó la profesora.
Desde 1926, algunos investigadores del viejo Museo Nacional de la ciudad de México tuvieron noticias de la existencia de notables materiales arqueológicos, diferentes a los ya conocidos, por lo que emprendieron la primera excavación en esta localidad, ubicada al sureste del estado de Guanajuato, colindando con el norte de Michoacán, región agrícola muy productiva, irrigada por el río Lerma. El investigador Ramón Mena y sus colegas encontraron cerámica roja pulida y peculiares figurillas de misterioso aspecto oriental, por sus ojos rasgados.
En 1946-1947 la modernización de los sistemas de irrigación en esta zona de Guanajuato requirió de la construcción de la presa Solís, la cual inundaría para siempre las antiguas evidencias culturales. Los arqueólogos se apresuraron entonces a recuperar la mayor cantidad de testimonios arqueológicos, antes de que fueran cubiertos por las aguas. Daniel Rubín de la Borbolla era el jefe de este equipo de investigadores, entre los que se encontraban especialistas como Elma Estrada Balmori, Román Piña Chan y Muriel Porter Weaver.
Ellos encontraron restos de las plataformas que sustentaban las casas-habitación, de las que casi no quedaba huella pero que seguramente fueron hechas de bajareque, es decir, de paredes entretejidas con ramas y lodo, y techos con estructuras de madera recubiertas con zacate.
Al excavar en el subsuelo descubrieron numerosos entierros en donde los restos de seres humanos, colocados alrededor de un recipiente para las brasas –conocido popularmente como tecuitl–, estaban acompañados por esqueletos de perros, lo que confirmaba lo descrito por los cronistas españoles en cuanto a la costumbre de enterrar a los canes, a los que se atribuía la misión de conducir a sus amos al inframundo.
Los materiales obtenidos en este rescate arqueológico corresponden, según la estratigrafía, al Formativo tardío (500-0 a.C.), y muestran un estilo artístico muy peculiar, que se distingue por la alta calidad alcanzada en la alfarería de la época. Los artesanos decoraban recipientes y figurillas con un baño de color rojo como base, sobre el que dibujaban diseños geométricos en blanco y negro en donde predominaban los elementos cruciformes. La concurrencia rítmica de este lenguaje visual nos hace pensar que los ceramistas trasladaron a recipientes y estatuillas los diseños faciales y corporales que empleaba la gente de Chupícuaro en sus ritos y ceremonias, particularmente en aquellas de carácter funerario.
En ese momento los jóvenes estudiantes recordaron a la maestra que la cerámica de los tarascos también tiene decoraciones blancas o negras sobre un rojo que le sirve de base, a lo que la profesora respondió que las tradiciones cerámicas no mueren con el final de una cultura, sino que el gusto por los diseños y los colores continúa con los pueblos que la suceden, lo que seguramente debió de haber ocurrido desde los tiempos de los habitantes de El Opeño, quienes decoraban de forma semejante sus ollas y cajetes.
Se acercaba ya la hora de salida de la escuela, y la última pregunta de Jacinto se refirió a la presencia teotihuacana en Michoacán, motivo de la rica explicación histórica y arqueológica que había dado la maestra; ésta indicó que habría que esperar al desarrollo de las exploraciones en Tingambato para determinar con mayor certeza la influencia que aquella urbe señorial, conocida como “La ciudad de los dioses”, había tenido en Michoacán.
Tiempo después, cuando finalmente concluyeron los trabajos arqueológicos en Tingambato, los jóvenes estudiantes no daban crédito a lo que veían: salió a la luz el centro ceremonial de una ciudad, en la que había una cancha de juego de pelota con la característica planta en forma de “I”, que además mostraba evidencias del uso de grandes anillos de piedra para su desarrollo; pirámides escalonadas y, en algunas secciones de los edificios, la decoración arquitectónica en la que se combinaban el talud y el tablero, diseño de indiscutible filiación teotihuacana.
Con orgullo, los hijos de don Severino contaban a los vecinos que su padre había sido uno de los descubridores de las pirámides de Tingambato.
Fuente: Pasajes de la Historia No. 8 Tariácuri y el reino de los purépechas / enero 2003
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