Comala, la vida que esconde un volcán - México Desconocido
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Comala, la vida que esconde un volcán

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© Alejandro Lozano Viera

En este Pueblo Mágico que se encuentra cerca del volcán de Colima se puede disfrutar de una rica gastronomía, tomar fotografías de sus bellas calles y vivir el silencio como en ningún otro lugar.

Veníamos pensando en las fotografías que han inmortalizado al volcán de Colima. Altísimas fumarolas atravesadas por relámpagos, el cono desprendiendo un aura rojiza, lava, chispas. Pero sabíamos que una situación así era poco probable. La verdad, solo queríamos verlo de cerca.

Salimos al amanecer rumbo a la Yerbabuena, un poblado a seis kilómetros del cráter, desde donde parten algunas expediciones rumbo a la cima. Nuestro guía iba indicándonos las mejores vistas para tomar fotografías, pero parecía una broma: esa mañana, el volcán se había escondido detrás de un impenetrable rebozo de nubes. No teníamos más remedio que esperar.

Trepamos a la rama de un árbol para ver clarear el día. Y mientras proyectábamos la silueta imaginaria del volcán sobre la pantalla hecha de nubes, tuvimos nuestro encuentro con el silencio. A esas alturas no hay rastro de ruido humano, ni siquiera se percibe el zumbido invisible de las telecomunicaciones. Al silencio se sumó la falta absoluta de viento. De pronto, el mundo entró en pausa. Tuvimos la sensación de estar en ese momento germinal, un segundo antes de que Pangea abriera sus ojos de lava.

 Brenda Islas

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Un vergel 

Dejamos la Yerbabuena para desayunar en Cofradía de Suchitlán. Nuestro guía nos llevó directamente a Los Portales, un restaurante familiar donde se pueden probar las delicias regionales. Nos recibieron con pan
recién salido del horno de leña y un café de cosecha local, servido en pocillo de barro. Al preludio siguió una auténtica sinfonía de sabores campestres: tortillas hechas a mano, salsitas molcajeteadas, chiles rellenos
de queso de rancho, conejo guisado en caldillo, chocolate espumoso hecho con el cacao de Colima.

De nuevo tuvimos la sensación de estar en otro tiempo, cuando la palabra “orgánico” solo se usaba para distinguir lo vivo de lo inerte.

A la salida del restaurante notamos que en uno de los muros había cerca de cincuenta máscaras antropomorfas. Al preguntar por su origen, nos contaron quese usaban para la danza Los Morenos, que se baila el domingo de Pascua para pedir fertilidad en los campos.

El último artesano mascarero, don Gorgonio Candelario, vive a pocas cuadras de Los Portales, así que fuimos a conocerlo.

Tuvimos suerte de encontrarlo en su taller, dando los últimos toques a una pieza que parecía salida de un sueño alucinante. Buena parte de las dos mil máscaras que ha hecho en su vida las ha vendido a galerías y extranjeros, porque las que se usan en la danza se heredan de padre a hijo, y a él solo le toca repararlas.

Don Gorgonio viene de un linaje de artesanos, pero su oficio no es una imposición, sino una revelación que recibió en su juventud mientras bailaba la danza de Los Morenos. Ahora que su hijo ha crecido y quiere ser mascarero, duda en estimularlo para que siga el oficio porque quiere que “se supere, que viaje, que conozca otras cosas del mundo”. Salimos del taller de don Gorgonio pensando en lo difícil que debe ser crear objetos perdurables y cargados de misticismo en una época dominada por la razón y la economía de lo desechable.

Caminamos por el pueblo preguntando a los lugareños si el volcán se dejaría ver ese día. Sin respuesta positiva, decidimos tomarlo con filosofía y conocer el río Suchitlán. Bajamos por una barranca empedrada y serpenteante; la cañada forma una especie de cono cuya acústica magnificaba el canto de los cenzontles.

En algún momento recordé los versos que el poeta Nezahualcóyotl les dedicara: “Amo el canto del cenzontle, pájaro de cuatrocientas voces”. Es verdad: sus trinos, entre metálicos y acuáticos, estallaban en el aire como burbujas sucesivas.

Al llegar al río nos encontramos con un panorama como de una postal. Nos arremangamos los pantalones y avanzamos por el arroyo descalzas, sintiendo el frío del agua del deshielo bajo los pies. Tomamos fotos y nos tendimos en el lomo de unas rocas tan grandes que podrían usarse para empedrar las calles de un pueblo de gigantes. Creo que no pudimos recibir mejor premio de consolación: pasamos la mañana bajo la sombra de
los árboles, envueltas en los sonidos del bosque, entendiendo que un volcán es más que una cima.

 Brenda Islas

Una musa 

Esa tarde, antes de volver a Comala, pasamos a conocer el pueblo de Nogueras. Un camino flanqueado por viejos árboles guardianes nos condujo a la que fuera una antigua hacienda azucarera, hoy convertida en un poblado
tan lindo como pequeño.

Una parte del casco alberga casitas coloridas y talleres. Otra, la más grande, el Museo Universitario Alejandro Rangel Hidalgo. Rangel fue uno de los diseñadores e ilustradores mexicanos más sobresalientes del siglo pasado. No solo diseñaba gráfica de todo tipo, también practicaba la herbolaria y hacía muebles. Su obra costumbrista, minuciosa y de trazos afables, se aleja de la estética nacionalista de los años 60, tal vez por eso se le conoce poco fuera del territorio colimense.

Otra de las colecciones del museo es la de cerámicas de la cultura de occidente, con piezas recuperadas por el mismo Rangel. Las vasijas de la fauna regional son fantásticas, pero los perritos, símbolo de Colima, son los protagonistas: los hay comiendo olotes, ladrando, cargados por un hombre, parados, recostados, sentados…

Hay otras figurillas humanas en situaciones cotidianas. De rostros simpáticos y cuerpos gráciles, están muy lejos de la rigidez de otras formas de arte prehispánico. Es inevitable pensar que la amabilidad de su expresión tiene que ver con la generosidad de esta tierra, tan cercana a la costa y, gracias al volcán, tan diversa en microclimas.

 Brenda Islas

Un refugio 

El pronóstico para el segundo día tampoco era favorable; con suerte, el telón de nubes se esfumaría por la tarde. Nuestro guía propuso un plan sorpresa, pasó por nosotras temprano y nos llevó a la laguna La María, formada por el derrumbe de una de las calderas del volcán. El reflejo de los árboles sobre el agua y la paleta de colores de la vegetación parecían sacados de una postal japonesa. A la vista, era la definición misma de la quietud, sin embargo, la algarabía de pájaros en la copa de los árboles hacía pensar en un carnaval.

Jugamos a cerrar los ojos y le asignamos un color distinto a cada sonido. El agua creaba un silencio blanco sobre el que se proyectaba el estallido cromático, casi psicodélico de las aves. ¿Cuántos lugares así quedan en nuestro país, libres del ruido de motores, de pantallas y de bocinas con música a todo volumen? Habíamos ido a buscar un volcán, pero su ausencia nos regaló algo más valioso que una foto. La certeza de que el silencio del ser humano permite que emerja la voz de la naturaleza como una epifanía.

La siguiente sorpresa de nuestro guía fue un desayuno en Hacienda San Antonio, restaurada y transformada en uno de los hoteles más elegantes y exclusivos de México. Entre sus huéspedes se cuentan mandatarios del mundo entero que acuden a buscar descanso y recogimiento. El sitio sigue siendo autosuficiente y su chef supervisa las parcelas que producen todo lo que comimos. Algo que nos encantó fue que, a pesar de nuestra pinta de exploradoras, nos trataron como miembros de la realeza. El hotel era tan lindo que quisimos dar un paseo; desde el comedor hasta las habitaciones, pasando por el bar y la biblioteca, es un muestrario de antigüedades novohispanas y finas piezas de arte popular mexicano.

Textiles oaxaqueños, bordados chiapanecos, baldaquinos, espejos, cuadros del barroco, lozas de Talavera de la Reina, cerámica de Mata Ortiz, Chihuahua, sombreros y sillas de montar dignas de concurso… Al llegar a la terraza del hotel, la vista de los jardines nos dejó sin aliento; una joya viva pulida a mano. Con la certeza de que el volcán tampoco se asomaría esa tarde, nos rendimos finalmente a la belleza del momento.

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autor Luza Alvarado
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